Se ven tan inocentes, inofensivos,
desarraigados y horizontales, supuestamente muertos. Es extraña la sensación
cada mañana cuando entramos a recoger leña para la comida del día y nos preparamos
a tumbar los primeros árboles, es increíble que allí suceda todo, que cada
noche el escándalo se repita y no haya forma de pararlo (o no hubo), pues a
pesar de los consejos de los extranjeros, son inevitables las incursiones
nocturnas, los animales que nos proveen de carne y grasa solo llegan a los
alrededores después de las seis y es a partir de esa hora que tenemos
probabilidades de obtener una presa. Es extraña la sensación porque hay una
mezcla de miedo con curiosidad, de odio con ansias de ver uno actuando, solo
pocos han tenido el privilegio o la desventura de verlos en acción, y después
de tal contemplación han quedado como seres desesperados que no comen ni beben,
enfermos incurables de un mal que algunos llaman “su aliento sereno”, la mayoría
ha muerto, otros esperan la llegada del fin, pero mientras, han contado.
Cosas
vagas, crujidos, un viento que te humedece la cara, una sombra que hace
contorsiones, una mole que se levanta, ramas, hojas imposibles cayendo por
todas partes, a veces el disparo inútil, y luego.
Esta
madrugada el llanto estalló a dos casas de la mía, Martín salió ayer con su bácula
y cartuchos y dijo a los suyos que no temieran, que ya el peligro había
desaparecido. Ingenuo él, era mi amigo. La lucha será larga y apenas comienza, él
nos lo advirtió, dijo que muchos morirán antes que todo termine, pero pocos
escucharon, era tal la euforia, la alegría desatada por su primera acción, una
alegría nunca vista en este pueblo, con decirle que por primera vez vi sonreír
a hombres que conozco desde niños. Y esta mañana el grupo regresó con un cazador
menos, Martín, y no ser el último.
Los
extranjeros se asombran ante la facilidad con que nos sobreponemos a esta
tragedia, no comprenden. La explicación es sencilla: ya hace años, una eternidad,
que diariamente muere uno, se ha vuelto costumbre el horror, el llanto tan lógico
y puntual como el canto de los gallos; además, hay que vivir, no hay mucho
tiempo para el luto, todos los días tenemos que ir al bosque a cortar la leña para
los fogones y hay que calcular bien la cantidad que se va a sacar porque la
madera de este bosque tiene la peculiaridad de que menos de doce horas después
de cortada, si no se quemó, entra en descomposición rápidamente y despide un
olor repugnante que atrae todo tipo de insectos y pesadillas al poblado, también
produce fiebre en los niños. Ahora entiende por qué todas las tardes formamos
grandes piras en la plaza central, no es por motivos religiosos, es para
deshacemos de la madera sobrante, la que no fue utilizada en las cocinas ni en
los hornos donde damos el toque final a las piezas de cerámica que vendemos a
los extranjeros incrédulos, como usted.
Sí,
incrédulos, porque ustedes atraviesan el bosque de noche y nunca han perdido a
nadie. Pero, claro, nunca se aventuran dentro de él, no se apartan del camino
principal y allí no hay peligro ni cacería. Algunos viejos dicen que aunque los
extraños entraran en el bosque de noche nada les pasaría, porque la cuestión es
con nosotros, como una maldición, un castigo. Absurdo, porque no hemos cometido
ningún crimen atroz y todos cumplimos con nuestros deberes cristianos, a pesar
de no tener sacerdotes y tener que recorrer más de treinta kilómetros para asistir
a misa.
Lo
hemos pensado y discutido muchas veces, quizá los fundadores hubieran podido
marcharse, nada los ataba a este sitio, y se quedaron. Nosotros con menos razón
podemos irnos, aquí están enterrados los padres, aquí crecimos, conocemos cada
pedazo de esta tierra como nuestro cuerpo, y la amamos, estamos atados a ella.
Varias familias una vez intentaron alejarse de aquí, con el tiempo fueron
volviendo todos, menos uno.
También
lo hemos discutido, pero no tenemos suficiente dinero para comprar la carne
afuera, ni para conservarla. Hace tres años metimos reses, pero no son buenos los
pastos ni el aire, murieron. Habrá observado que no hay animales domésticos,
digo, mamíferos, no hay perros, gatos, cochinos, nada. Hemos traído, es una
crueldad, corren la misma suerte que las reses. Aves sí, gallinas, pavos,
patos, pero no se puede vivir nada más de pájaros. Está también la pasión por
la cacería, una pasión hereditaria, pasas una semana sin cazar y andas
nervioso, duermes mal, pierdes el apetito, sientes que el bosque te llama, se
te mete en los sueños, en la sangre. Cada hombre va por lo menos una vez por
semana, tenemos un sistema de turnos.
Siempre
es uno; si no, hace tiempo hubiera desaparecido nuestra raza. Ese detalle dio
empuje a una teoría según la cual era solo uno el enemigo, un ser milenario que
diariamente cobra una víctima. Martín creía en ese cuento, por eso salió tan
confiado ayer.
El
gobierno se interesó por nuestro caso y envió un pequeño grupo científico,
estuvieron aquí dos semanas interrogando, tratando de verificar las muertes
(cosa imposible, pues nunca aparecen los cadáveres) y finalmente acamparon
dentro del bosque. Al salir nos llamaron a una reunión en la plaza central. No
vieron nada anormal, exceptuando el hecho de que la mayoría de los árboles pertenecen
a una misma especie y de que hubieran tantos caídos de raíz. Nos dieron el
nombre científico y el consejo de poner freno a nuestra imaginación. No explicaron
las desapariciones. Un mes más tarde regresó uno de los miembros del grupo y
confesó que él sí había visto, pero que calló por miedo a ser calificado de
loco por sus colegas; tenía la mirada extraviada y se frotaba las manos
continuamente, ya todos conocíamos su destino e identidad. No, murió hace poco.
Ahora
ha llegado él del pueblo vecino, la esperanza. Al principio nadie le creía, iba
casa por casa contando que había tenido un sueño donde le fue revelado cómo acabar
con la maldición, también anunciaba que moriría pronto y pedía voluntarios que
desearan aprender su arte, pues él no podría concluir la lucha y otros tendrían
que seguir. Solo tres lo seguimos: Martín, un muchacho de dieciséis años y yo;
quedamos dos.
Penetramos
en el bosque a las tres de la tarde; mientras avanzábamos por una pica nos iba
enseñando cómo identificar al posible enemigo. Lo primero, descartar los troncos
que no tienen raíces, esos están realmente muertos. No dejarse engañar por la
apariencia externa, pueden estar cubiertos de hongos, tener un termitero encima,
cortes profundos, y sin embargo estar vivos. Mientras nos hablaba íbamos
revisando troncos, él descartando con un movimiento de la mano, a veces
arrodillándose y pegando la oreja a un tronco.
Nos
salimos de la pica y abrimos camino con los machetes; eran casi las cinco y yo
empezaba a dudar de ese hombre que no tenía aspecto de ser normal. Fue cuando lo
vimos, acostado sobre una piedra negra, enorme, con raíces de hasta tres metros
de altura, un gigante. Le dio varias vueltas antes de arrodillarse y apoyar la
oreja en el tronco, luego lo acarició y dijo sonriendo: este puede ser, no
estoy seguro, pero pronto sabremos. Sacó de su bolso un pedazo de tela negra y
la extendió en el centro del tronco susurrando: aquí te nombro los ojos, todos
aquí. Volteó hacia donde nos encontrábamos y dijo que ahora se trataba de engañarlo,
de simular la noche; empezó a imitar los ruidos nocturnos mientras se movía
lentamente a su alrededor: el canto de las ranas, los grillos, un búho, el
viento moviendo las copas de los benignamente vivos, el paso de la luna, el de
los cazadores, con una maestría que no habíamos imaginado en él y que difícilmente
alcanzaremos.
Estaba
concluyendo la décima vuelta cuando las raíces temblaron, todos dimos un paso
atrás asustados, yo estuve a punto de salir corriendo, pero nada más sucedió,
el árbol volvió a su inmovilidad aparente. Preguntó la hora, faltaban diez
minutos para las seis, habría que esperar a las seis en punto, es el único
momento en que son vulnerables. Esperamos en silencio la llegada de la hora y
sin darnos cuenta fuimos cayendo en una extraña modorra. Se defiende, dijo él
reaccionando de primero, con emanaciones. Faltaban unos minutos y apresurado
tomó su bolso y sacó de él una estaca blanca y un martillo con el mango de
metal. Colocó la estaca ―que está hecha con el hueso de un animal grande― en la
raíz más gruesa y cuando llegó la hora la clavó con un solo golpe de martillo;
el árbol tembló en toda su extensión y se escuchó un crujido poderoso. Cuando
dijo que todo había terminado nos acercamos, el tronco parecía seguir igual, no
tenía ninguna rajadura nueva; entonces nos señaló la estaca y vimos la sangre,
goteando sobre la piedra negra.
No,
le estoy hablando de antier, esa noche fue de celebración y ningún grupo salió
a cazar, celebración por lo que parece ser el final de una historia y el
comienzo de una nueva vida para nuestro pueblo. Ayer en la mañana, después de
sacar la leña, fuimos al sitio. El enemigo ya no estaba, desapareció, en el
espacio que ocupaba ahora hay unos pequeños helechos, muy bonitos. Anoche salió
un grupo y murió Martín. No, usted no lo conoció, era mi amigo, y uno de los
tres.
No
sabemos su nombre todavía, no lo ha dicho, solo habla de su sueño y de la
necesidad de que otros aprendan su arte, pues él pronto morirá. La gente le ha
puesto por apodo el nombre que dieron los científicos al árbol, Sanguinela gens, pienso que es una falta
de respeto.
Sucede
algo raro, nadie más se ha propuesto, seguimos siendo dos, un número breve y
peligroso; por otra parte, apenas estamos iniciando el aprendizaje, y si él muere
antes. Los viejos no lo quieren, sobre todo después de lo de esta mañana, han
tomado la actitud de la gente del gobierno; al no ver el cadáver del árbol
comenzaron a dudar de la veracidad de nuestra historia y se refieren a él como “Sanguinela,
el falso salvador”.
A
mí y al muchacho no nos han dicho nada; que yo sepa, no somos repudiados ni
vistos en mala forma, al contrario. Tengo que dejarlo, debo llevar la leña
sobrante a la pira y después venir a preparar mi bácula y la linterna. ¿No le
dije? Fui invitado a ir con el grupo de caza esta noche, el muchacho también
va.
Sí,
una coincidencia.
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