domingo, 3 de abril de 2016

La carretera, de Nelson Himiob (capítulo 1)


Las colonias

Inquietud




Desde temprano corre el rumor con insistencia. En todos los rostros hay contracciones de inquietud y en algunos se abren grandes ojos lentos bajo los pliegues tenues de las frentes amarillosas. A cada momento se forman grupos que conversan en voz baja, acompañando las palabras con ademanes rápidos.
Alguien dijo que una parte de los ciento ochenta y siete estudiantes que nos encontramos detenidos en Las Colonias, sería destacada con rumbo incierto. El dicho se prendió en la totalidad, usurpando el sosiego de los cerebros. Saltando de boca en boca sufre transformaciones, a veces ventajosas, colmadas de esperanza, y otras alarmantes, matizadas de terror.
La minoría opina que se trata de la libertad de los estudiantes de bachillerato, declarados, por Gómez, irresponsables. Los más optimistas creen que se irán unos cinco o seis compañeros en representación de los detenidos, para conferenciar con el Tirano en su ciudadela de Maracay y la mayoría no cesa de repetir que serán separados, para confinarlos en La Rotunda, los estudiantes más peligrosos, según el pensar de la Dictadura.
Tumbado en mi cama de campaña, con la cabeza apoyada en el hueco de las manos entretejidas sobre la almohada, y mirando fijamente el techo rústico, trabajo con la imaginación.
Hace dos meses me prendieron. Fui introducido junto con nueve compañeros en uno de los calabozos que están en el piso alto del cuartel de policía. Allí permanecimos unas treinta horas, al cabo de las cuales nos hicieron bajar al patio donde encontramos al resto de los universitarios detenidos. Pasaron la lista reglamentaria y luego nos hicieron salir a la calle, uno, a uno. Cuando me tocó mi turno y ya pisando el umbral del recinto, observé que cada compañero se hallaba entre dos soldados y que la tropa se extendía en una sola fila a lo largo de la calle. Yo entré a formar en la mitad de la hilera. Tanto la esquina de San Francisco como la esquina de Las Monjas se encontraban plenas de gente que miraban la escena con ojos de espectador interesado. Sin duda que ninguna compañía de dramas o comedia les hubiese ofrecido un espectáculo más atrayente. La decoración era magnífica: árboles, automóviles solitarios y edificios majestuosos. Los personajes despedían singular interés: un batallón en traje de campaña, numerosos policías y un grupo de estudiantes presos. Y todo auténtico. Por eso las miradas se aguzaban para burlar la distancia y atrapar los menores movimientos del conjunto escénico. Cuando la totalidad de los compañeros se encontraba en la calle. No sé por qué imaginé que hacia falta algo para completar la intensidad del cuadro, y ese algo era la salva de aplausos con que las gentes debían premiar el maravilloso trabajo de los actores.
            Yo quedé entre dos soldados paliduchos que me escudriñaban detenidamente. Procuré disimular mi nerviosidad encendiendo un cigarrillo y mientras lanzaba algunas volutas de humo con aparente calma, observaba el aumento de los espectadores en las esquinas.
            Una fuerte voz me hizo caer el cigarrillo:
            ―¡Atención! ¡Carguen!
            Los soldados, automáticamente, evolucionaron en los máuseres.
            ―Al hombro... arrr!... ¡De frente... marrr!
            Partimos, dirigiéndonos hacia el Sur. De la muchedumbre, estacionada en la esquina de San Francisco brotó un hombre que, deteniéndose a la orilla de la acera, se quitó el sombrero respetuosamente. Era el conserje de la Universidad.
            Al llegar a la esquina de Pajaritos, el compañero que iba delante de mí, dijo:
            ―Vía La Rotunda.
            Yo aprobé en silencio.
            Pero llegamos a La Palma y torcimos a la izquierda. ¿Se habían equivocado quizás? ¿O tal vez, obedeciendo órdenes superiores, nos pasearían por la capital, antes de llevarnos a la cárcel, para demostrarle a los venezolanos que la Dictadura era capaz de violar impunemente, a la vista de todos, las más elementales garantías ciudadanas? Era posible. Mas no estaba dentro del habitual proceder de Gómez. ¿Hacia dónde iríamos, pues? Y el recuerdo del traqueteo de los máuseres a la voz de “¡carguen!”, inició un leve erizamiento en mi piel.
            Era probable que nos condujesen a una plaza y allí agujereasen nuestros pechos con una descarga cerrada.
            Tal pensamiento terrible fue tomando cuerpo en mi imaginación encendida.
            Sí, era casi seguro que nos llevaban a la muerte.
            Y no quedaba otro recurso que esperarla con serenidad.
            Experimenté cierto desprendimiento de la vida causado por una profunda resignación. Y dije al soldado que iba delante de mí, y que constantemente movía el máuser, amenazando estropearme el rostro con la punta del cañón:
            ―Oiga. Aprenda a cargar el máuser. No sea bestia.
            El soldado volvió la cabeza y por sus ojos pequeños cruzó una lucecilla de cólera. Después apresuró el paso, colocándose a una distancia suficiente para no tropezarme con el arma.
            Desde las aceras, una multitud de hombres y muchachos nos veían pasar, y en la caras de unos la palidez se hundía, y en los gestos de los otros se estampaba un asombro contenido.
            El compañero que me precedía en la fila me dijo, en tono bastante elevado, para que lo oyeran todos:
            ―Caray, mi vale; este paseo cívico-militar ha debido ser anunciado en la prensa con un letrero que dijera más o menos: Exhibición gratis de osos jóvenes y circunspectos cazados en la selva de la Universidad. No acercarse a los animalitos que son peligrosos. ¡Cuidado con las uñas!
            Algunos rieron el chiste. Otros miraron a su creador con ojos estupefactos.
            Luego seguimos en silencio. Mientras tanto, la idea del posible fusilamiento se me adentraba cada vez más, enfriándome la espalda con un hilillo de temblor que me corría de la nuca a los pies.
            Al fin cruzamos Los Caobos, tomando la carretera del Este. El pensamiento lúgubre huyó por completo, y cierto sosiego hizo presa de mi mente, haciéndome urdir concepciones optimistas. Así, imaginé que un uno de los pueblecitos cercanos, Chacao probablemente, subiríamos a un tren que nos conduciría a cualquier puerto, de donde saldríamos rumbo al destierro. Semejante idea no tardó en ser desechada al ver que no nos deteníamos en ninguna parte.
            Al llegar la noche entramos a Petare. Dormimos en el cuartel de policía, mojados por el aguacero que nos asaltó en el camino. Muy de mañana continuamos la marcha, que no paró hasta Guarenas, donde nos detuvimos extenuados por la larga distancia recorrida y por el sol intenso que, durante ocho horas, se cernió sobre nuestros cuerpos sudorosos. A los días no completos de descanso, partimos de nuevo, con una noche negra y una llovizna helada.
            Después de mucho andar, trepando cerros babosos, cruzando arroyuelos, saltando peñascos, y tropezándonos a cada momento, entramos a esta vieja casona cuando de la luna solo quedaba una sola puntita que luchaba contra la claridad creciente.
            Los recuerdos, al llegar aquí, son desalojados por la inquietud que, laborando en lo inconsciente, otra vez ha impregnado mi espíritu.
            Y obsesionado por el rumor, cuyo zumbido percibo en la atmósfera, transitan por mi mente los rasgos resaltantes de muchos compañeros ―que serán los destacados, según mi parecer― y experimento cierto gozo en irlos acomodando en una fila rígida, que gira a la derecha o a la izquierda, obedeciendo socarronamente las órdenes de algún oficialillo pálido y la fila se va agrandando, agrandando, y nuevos rostros cansados se alinean y dejan caer sonrisas despreciativas que se hunden en la serenidad espesa del mediodía. Y esa imagen, honda y ténebre. Se va apagando, disolviendo con lentitud, para ceder el puesto a otra, hermosa y fresca, de un árbol robusto, gigantesco, con el tronco hinchado y las hojas muy verdes. Y también el árbol comienza a desvanecerse.
            El sopor me invade, me agobia. Y cuando en mi cerebro todo es bruma, pienso de pronto que tal vez me hagan abandonar este sitio. Entonces, así, con los ojos cerrados, voy construyendo el local que, tenemos por cárcel. La sala, donde estamos treinta y es conocida con el nombre de “Los Capacheros”, por desarrollarse allí continuas reyertas interestudiantiles, dado el carácter un poco agresivo y jacarandoso de casi todos sus ocupantes. El aposento vecino, más pequeño pero más fresco, designado por sus mismos habitantes con un nombre procaz que expresa humildad y tontería, calificativo puesto ex-profeso para molestar a los de la sala. Los cuartos que están al otro lado de la puerta de entrada, donde moran, principalmente, los futuros bachilleres, quienes tienen que soportar con estoicismo los furores religiosos de un compañero místico, rezador de rosarios interminables. Y afuera, en el solar, “La Tienda Roja”, llena hasta desbordar y desordenada como ninguna; “La Bomboniere”, con dos largas hileras de camas pulcras que incitan al sueño; “Mon Bijou”, de lonas muy blancas y de habitantes, en extremo cuidadosos de sus ropas y de sus comodidades, que con las encomiendas que reciben de sus casas forman ágapes exquisitos y silenciosos; y “El Comando”, o sea la cocina de la casa, el sitio más estrecho e inhospitalario que pueda concebirse, donde duermen apretujados cinco o seis.
            Ahora me sumerjo en los menudos hechos sucedidos los días anteriores, y, al revivir los pormenores de algunas escenas, se aleja un poco la somnolencia que me arrastra. Y permanezco lúcido, despierto totalmente, por varios minutos. Hasta que torno a sentir cierta laxitud, mucha pereza para iniciar movimientos.
            Las imágenes, que brotaban claras al principio, se insertan unas en otras, produciéndome una confusión de recuerdos que poco a poco va cediendo, hundiéndose bajo el peso del sueño fuerte, ancho.

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