lunes, 27 de enero de 2014

Historia y crítica de la novela venezolana del siglo XIX






Gustavo Luis Carrera (prólogo): 
“Estas líneas preceden a un libro que se afirma sobre dos momentos fundamentales en el estudio de la novela venezolana del siglo XIX. El primero de ellos corresponde a 1906, año de la publicación del primer tratado sistemático referido a la materia: La literatura venezolana en el siglo XIX, de Picón Febres, el viejo maestro merideño sentó unas bases indispensables, de consulta obligada para todo investigador, a través de una lectura cuidadosa de los textos y de una consideración crítica activa, apasionada a veces, pero siempre evidente utilidad. El segundo momento se sitúa en 1963, con la aparición de la Bibliografía de la novela venezolana, con pie editorial del Centro de Estudios Literarios (actualmente Instituto de Investigaciones Literarias) de la Facultad de Humanidades y Educación de la Universidad Central de Venezuela, coordinado por el propio Osvaldo Larrazábal Henríquez y por Gustavo Luis Carrera. Esta bibliografía vino a decir por primera vez qué se había publicado como novela en el país. (…). La parte más relativa al siglo XIX fue la más exigente y compleja, dejándonos, siempre, la sensación de tarea por completar. Precisamos entonces la existencia de 48 novelas publicadas en el período, e identificamos autores y seudónimos discutidos. Allí prendió el empeño de Larrazábal Henríquez  de estudiar, en forma detenida y profundizadora, nuestra novelística decimonónica”


Larrazábal Henríquez y Picón Febres quizá sean los dos únicos venezolanos en haberse leído las 48 obras que en este libro se analizan


“Introducción” de Larrázabal Henríquez
"Realmente la novelística venezolana ha sido poco estudiada y poco conocida y quizás por ello sea tan menospreciada. Solamente a partir de cierto comento de exaltación colectiva, fue difundida y aceptada como representativa de una realidad nacional y de una idiosincrasia determinada" (1980: 13)

“Este libro quiere lograr el hacer despertar la conciencia de nuestros críticos e investigadores, hacia un campo material que si bien no constituye un conjunto de calidad uniforme, sí representa una realidad histórica incontrovertible, digna de rescate” (1980: 13)

“Insistimos, porque la conocemos a cabalidad, en que la novelística del siglo XIX no ofrece una calidad uniforme y quizá en el recuento valorativo predomine lo negativo sobre lo positivo; pero ello no debe desviarnos del objetivo del interés de la investigación y de la crítica” (1980: 14)
“Quizá lo que mayormente llamó nuestra atención, fue la desproporción que hay entre los estudios realizados sobre esa novelística y la realidad cuantitativa que ella comporta. Realmente es desalentador el panorama en este sentido. Son muchos los críticos venezolanos que se han dedicado a su conocimiento, pero sus esfuerzos siempre se centraron en los mismos títulos que ahora son conocidos y que constituyen el material que al respecto maneja. Aparte de las informaciones proporcionadas por Gonzalo Picón Febres (1906) y Angel Mancera Galletti en Quiénes narran y cuentan en Venezuela, que sí agrupan un número considerable de novelas y de autores, todas las demás se reducen a repetirse unas con las otras y a no reconocer más de diez o quince títulos, siempre los mismos” (1980: 14)
 
“De acuerdo a lo que fuimos encontrando como material interesante, produjimos grupos tentativos, proponiéndonos constituir cuerpos afines donde el punto de vista temático contribuyera en la orientación propuesta” (1980: 15)

miércoles, 22 de enero de 2014

Otra memoria del horror: el asesinato de Guido Méndez Arellano




Escuela de Letras UCV






Por alguna razón estaban libres. Eran unos maleantes con varias y demostradas atrocidades en su prontuario. Y sin embargo estaban libres. Estaban absurdamente libres y buscando muerte fácil, víctimas no peligrosas. Así, máquinas de odio, llegaron a Casalta y asesinaron con ferocidad bestial, acribillaron es la palabra justa, a Guido Méndez Arellano y a su madre. ¿Para robarles qué?  Máquinas de odio, decíamos. El mal por el mal.
Los profesores de la Escuela de Letras de la UCV han perdido a un estudiante ejemplar, la Universidad Pedagógica Experimental Libertador a un gran profesor, los estudiantes a un compañero siempre solidario, muchos más a un amigo, todos a un buen hombre y a su madre. Con sangre y descomunal vileza se han truncado unas vidas que hubiéramos querido duraderas. No es mucho pedir, para la vida, la duración natural. La duración libre, sin la repentina, trágica, innecesaria, gratuita interrupción.
Durante el paro nacional de universidades del año pasado, Guido fue uno de los estudiantes más solidarios con la situación de los profesores de la Escuela de Letras. Quienes fueron sus compañeros de clase lo recuerdan como un caballero, siempre sonriente, siempre dispuesto. Quienes fueron sus profesores lo mismo. En las clases preguntaba, comentaba y, a ratos, como quien siente que acaso está quitándole tiempo a otros estudiantes, esperaba hasta el final, hasta el rebullicio de pupitres moviéndose y el ansia de café, para hacer algún comentario más, para aclarar una duda, para pedir más referencias. Era un curioso y apasionado de esta segunda carrera que había decidido estudiar.
Con las complicaciones del paro, durante esas semanas difíciles de junio y julio, estudiantes y profesores tuvimos mucha comunicación por correo. Siempre nos sorprendía el remate de los correos de Guido. Junto a su nombre y sus datos de contacto, aparecía una frase que a nosotros, que siempre hemos sido “pesimistas con esperanzas” –como dice J. R. Ribeyro–, nos impactaba enormemente: “Se la persona más optimista que conozcas.” Menos mal, pensábamos, que hay gente así, gente como Guido. Y, lo que son las cosas, Guido, de golpe, no está ya más.
Condenamos la impunidad, el hacerse la vista gorda de este gobierno ante el severo, el gravísimo problema de violencia criminal que vive Venezuela. Las estadísticas son aterradoras: casi 20.000 asesinatos en el 2011, casi 22.000 asesinatos en el 2012, casi 25.000 asesinatos en el 2013 y, si esta escalada sigue el mismo curso sangriento, cada uno puede hacer sus propios cálculos para el 2014. Guido y su madre, en estos horrendos diagramas que configuran nuestro mapa social, son sólo un horrendo caso más.
Sangre y nada. Más sangre y más nada. Cuando miles de venezolanos sufren la violencia del hampa día a día. Cuando todos tenemos más de un amigo, un familiar, un compañero de trabajo o de estudios al que le han pasado cosas terribles, y cosas más terribles que las terribles. Nada verdadero se vislumbra por parte del gobierno, ninguna estrategia real, ningún hecho efectivo, nada que apoye al ciudadano común, que le asegure protección, una migaja de seguridad y dignidad. A veces, pantomimas. De cuando en cuando, un poco de bulla, de alharaca, de apretones de manos y palabreos sobre proyectos que no pasan de proyectos. Sangre y nada.
Releíamos en estos días algunos textos de la llamada “poesía social” escrita en nuestro país. Textos de Antonio Arráiz, Jacinto Fombona Pachano, Miguel Otero Silva, Pablo Rojas Guardia o Carlos Augusto León. Textos, pues, de la gente de las generaciones del 18 y del 28. Y de la gente de Sardio, Tabla redonda y El techo de la ballena. Testimonios críticos, feroces, dolorosos ante la muerte violenta de un compañero de generación, por ejemplo. Textos de otras “décadas violentas.” Textos sobre los amigos y familiares asesinados durante el régimen gomecista. Sobre los amigos y familiares asesinados durante el perezjimenismo. Sobre los amigos y familiares asesinados en la guerrilla de los años sesenta y setenta. Y así… Textos que, por la forma en que estaban escritos, por lo que en ellos se articulaba, parecían tener quien los oyera, parecían tener interlocutores y, así, sentido. Textos que parecieran tener la certeza de un oído, de que a alguien incomodarán, de que el reclamo será escuchado y la indignación mínimamente reparada, que serán tomadas algunas acciones para evitar que se repita la desgracia. Textos que inquietarán y agitarán al Estado.
Hoy no sólo el motivo de la queja o el reclamo es larga y hondamente más grave. Hoy también hemos perdido un oído posible, atención, solidaridad, acciones. Estas líneas irán –como tantas otras quejas, tantos otros gritos desesperados de tanta otra gente– a ninguna parte. Y la violencia criminal nos seguirá devorando. Porque textos de este tipo se han convertido en nada. En la costura de una serie de lugares comunes. La violencia es nuestro lugar común. Hablar de la violencia es palabreo, balbuceo en el aire. Palabra que pasa, que vuela y se va. Es el problema con los lugares comunes: pierden el sentido, no llegan, son nada.
Una tristeza enorme, este país. Una verdadera tristeza. Aunque nos aseguren que ya algunos de los asesinos de Guido y su madre han sido detenidos, Guido y su madre igual ya no están. Y deberían estar. Y no están. Tristeza, vergüenza, impotencia. Lugares comunes que son verdades.
Guido Méndez no será olvidado. Su memoria permanecerá con nosotros. Su partida trágica, absurda, innecesaria, y los hechos sangrientos, una vez más, ante los que el gobierno venezolano nada hace, quedarán como una marca perpetua de vergüenza entre nosotros. Y todos, toda la vida que nos queda, tendremos que lidiar con eso.

martes, 21 de enero de 2014

"Luna". Un cuento sobre el pánico


Rebeca Pineda Burgos nos ofrece 

una lectura sobre "Luna"

de Guillermo Meneses: 

un cuento sobre el pánico



Imagen captada durante Meneses 100, evento organizado por el Instituto de Investigaciones Literarias 
en la Biblioteca Central de la UCV para tributar a este autor en el año de su centenario

jueves, 16 de enero de 2014

"Bravo, mosquito"


“Sin usted, sin la mano afectuosa que le tendió al niño pobre que era yo, sin su enseñanza y su ejemplo, no hubiese sucedido nada de todo esto

 

imagen original de Irish Times

Se han cumplido 50 años de la muerte de Albert Camus. El rebelde al que no le faltaron enemigos es visto como un heroico defensor de la ética individual en un mundo de simulacros y engaños colectivos.
Alguna vez confesó que le hubiera gustado ser escultor. Su obra perdura como las piedras del Mediterráneo, el mar esencial que le reveló el hechizo del mundo.
Nada de esto hubiera sido posible sin la presencia de dos maestros. Huérfano de padre (caído en la primera guerra mundial), Camus nació en un pobrísimo barrio de Argelia. Creció con una madre analfabeta y una abuela tiránica. Apasionado del fútbol, jugaba de portero porque es la posición en la que menos se gastan los zapatos. En El primer hombre, la novela inconclusa que llevaba en el coche donde murió a los 47 años, escribe: “la infancia… ese secreto de luz, de cálida pobreza”. La precariedad fue su ámbito absoluto. Sólo al ingresar al liceo supo que otros eran ricos.
A los 9 años estuvo a punto de abandonar la escuela. Su madre fue a ver al maestro Louis Germaine y le habló de sus dificultades: Albert debía trabajar. Germaine se ofreció a darle clases gratuitas dos horas diarias para conseguir una beca.
Sin padre ni hermanos mayores, Camus fue el “primer hombre” en su travesía. Pero no estuvo solo. A los 17 años enfermó de tuberculosis y otro profesor lo ayudó. Jean Grenier fue a verlo al hospital. Como Germaine, se sorprendió de las carencias de ese alumno al que había colocado en la primera fila. No era el mejor de sus discípulos pero tenía fiebre por conocer y un amor a los placeres del que carecía el propio Grenier. En su biografía de Camus, Olivier Todd compara el temperamento de maestro y alumno: “A Camus le gusta admirar a muertos y vivos mientras que Grenier acumula crueldades y reticencias… El estudiante, a pesar de sus quejas, anhela la felicidad; en cambio, el profesor no… Lleno de salud, el adulto disfruta menos que el joven, presa de gripes y fiebres.”
15 años mayor que su discípulo, Grenier le presta libros, discute la situación política de Argelia, lo acerca al comunismo, lee sus textos, mostrando que ninguna generosidad supera a la de la crítica (no vacila en escribir al margen: “superfluo”, “una bobada”), le consigue trabajo como meteorólogo (oficio transitorio que también desempeñaron Sartre y Heidegger), y al hablar de su común pasión por los gatos explica que nada hace tan feliz a un macho como tener collar, pues eso enloquece a las gatas.
Se tratan de usted (“con una confianza sin familiaridad”, apunta Todd). Con el tiempo, el alumno se transforma en protagonista de la relación. Cuando Grenier se entera de que su amigo se ha casado sin avisarle, no se ofende. Le basta saber que la novia es guapa.
Sartre le dice a Camus que su maestro es Hegel. El autor de La peste responde: “el mío es Grenier”. Fiel a su origen, valora las opiniones del profesor que conoció a los 17 años. Grenier lee el manuscrito de El extranjero y lo califica con un 12 sobre 20: “la impresión con frecuencia es intensa”, agrega sin entusiasmo. Albert le pregunta si en verdad piensa eso. El maestro detecta la inseguridad que ha provocado y responde: “El extranjero es excelente”. En 1956 Grenier comenta que “El espíritu confuso” es en verdad digno de su título y Camus lo rescribe.
Grenier reseña de modo elogioso novelas y obras de teatro de su alumno, sin delatar su afecto. Su generosidad intelectual contrasta con su dificultad para pagar rondas de cerveza y el menú que privilegia en Lipp: arenque, pierna de cordero, ensalada y fruta.
En 1947 Camus viaja en el Citroën recién estrenado de Grenier a la tumba de su padre. Ahí concibe El primer hombre, donde su maestro aparece como Victor Malvan: “En tiempos en que los hombres superiores son tan adocenados, era el único que tenía un pensamiento personal… y una libertad de juicio que coincidía con la originalidad más irreductible… Cada vez que Malvan empezaba diciendo ‘conocí a un hombre que… o un amigo… o un inglés que viajaba conmigo’, uno podía estar seguro de que hablaba de sí mismo”.
Ciertos artistas tratan de borrar sus deudas. Así exaltan la inaudita novedad de su talento. Camus fue el caso opuesto: vivió para honrar a los maestros que lo sacaron de la pobreza. La profundidad de su obra no se entiende sin esta ética de la gratitud.
A propósito de Grenier, su mentor intelectual, anotó en 1933: “¿Sabré alguna vez todo lo que le debo?”. Y al recibir el premio Nobel escribió a Germain, su primer maestro: “Sin usted, sin la mano afectuosa que le tendió al niño pobre que era yo, sin su enseñanza y su ejemplo, no hubiese sucedido nada de todo esto”.
En 1924 Louis Germain juzgó que el niño al que daba clases gratuitas estaba listo para presentarse a examen y recibir una beca. Se calzó las polainas de las grandes ocasiones y lo llevó al liceo de Argel. Antes de la prueba, le regaló un croissant. Fue el primero en enterarse de los resultados. Cuando vio a su alumno, soltó una frase que cifraría un destino: “Bravo, mosquito”.
Albert Camus había aprobado.


Texto original de la página oficial de Juan Villoro

miércoles, 15 de enero de 2014

"La rutina aerodinámica de las guacamayas"



relato de Julieta Cordero, finalista del 
Concurso Nacional de Cuentos convocado por Sacven en 2013

Te desnudaré por las calles azules,
me refugiaré antes que todos despierten.
Me dejarás dormir al amanecer entre tus piernas
Sabrás ocultarme bien y desaparecer entre la niebla.
Un hombre alado, extraña la tierra.
En la ciudad de la furia. Soda Stereo.

Mi profesión me aísla, fiel a mi laptop y a internet. Entregar a tiempo las traducciones devino hace mucho mi prioridad. A veces introduzco cambios en la rutina con el fin de desafiar mis capacidades. Solicito una o dos semanas de plazo y no comienzo hasta entrado el último día. Sucede generalmente con documentos cortos que conozco de memoria. Me desespera y me entusiasma la premura. Los otros días los dedico a investigar, a leer, a trabajar en textos de provecho personal. El mes pasado traduje dos ensayos después de haber cobrado un adelanto que me comprometía a trabajar por veinte días. El encargo lo entregué según fue acordado. Resultado satisfactorio. Cheque bien recibido. Me gusta sentir que mis clientes financian mis proyectos. Pero nunca he constatado que sus manos sean suficientemente grandes como para contener en ellas la plenitud de mis senos. A mis clientes no los conozco. Oigo sus voces, leo sus mails a medio redactar. No los conozco.
Los fines de semana aparecen Emmanuel y los acostumbrados hotelitos. Ahí aguardan sus manos amplias y fuertes que pueden envolver mis tetas sin asfixiarlas. Los dedos ágiles han ido descubriendo la extensión de mi piel y las múltiples respuestas que su destreza provoca. Hace algunas semanas Emmanuel no pudo verme en nuestra cueva de domingo. Nunca me dijo por qué. Supuse que estaría forjando quimeras nacionales. Sueña con reconstruir Caracas. Se inspira en las avenidas de Buenos Aires, contempla fascinado las callecitas del centro de París y admira el litoral de Río. Algunas veces pienso que también él es víctima de la fiebre mesiánica esparcida por todo el continente. Temo escucharlo decir que desea cambiar el mundo. Mi reacción instintiva es defenderme y acto seguido me descubro evocando el teatro de la crueldad para hilar un argumento que nos autorice gritar “quiero salvarme del mundo”. Él y yo siempre hemos sido dos. El acuerdo implícito entre ambos consiste en suscribirnos a los dogmáticos patrones del comportamiento respetable que dicta la sociedad. Si se ausenta, como ese domingo, la mecanografía y las autocorrecciones punitivas colman el agujero sexual. ¿Existencial?
Cristina es mi ventana hacia el exterior. Su cargo ejecutivo le ofrece un estilo de vida enérgico, ajeno a la monotonía de mi escritorio y mis pantuflas. El vaivén cotidiano le garantiza un lugar privilegiado en la dinámica del intercambio erótico. La cartelera de espectáculos y variedades que nos ofrece la urbe le había proporcionado un festival de teatro: materia prima para labrar un ardid histéricamente femenino que le aseguró la atención y fascinación de no sé quién colega suyo. Cuando me puso al tanto, el sonido de su voz y sus sonrisas delataban tardes no planificadas en compañía de sutano. Una emoción juvenil ocupaba el lugar de las infinitas quejas de mujer inconforme y malcriada. Mira, él tiene manos más grandes que Enrique. ¡Ya viste mi culo! Cabe completico en sus manos. Ayer solo deseaba que me cogiera agarrándome el culo tan fuerte como le fuera posible. Pero, de nuevo, pienso en Enrique. Al escucharla germinaba junto con la complicidad, un sentimiento híbrido de envidia y celos.
La emoción de Cristina me hacía desear otras formas de ejercer mi profesión. La esclavitud que me encadenaba a las compañías aseguradoras y a los bufetes de abogados oprimía cualquier tendencia a establecer vínculos fuera de mi pequeño imperio construido con palabras. Los susurros de mi amiga me impulsaban a desenclaustrarme, a vestirme para trabajar con un atuendo diferente de las piyamas. Mis salidas “sociales” se limitaban a la bien vivida lujuria del fin de semana encerrada en un hotel barato. Otra vez, encerrada.
Cristina llamaba casi a diario. Oye, más tarde te cuento bien porque todavía no ha llegado. Creo que está en una reunión. Me habría gustado pedirle que distanciara esas llamadas telefónicas. No lo hice, quizá por curiosidad; seguramente porque me proyectaba. ¡Fich dich, Freud! Sin embargo, la llamadera surtió un efecto inesperado. Algo tan evidente como estúpido. Me di cuenta de que había estado trabajando desde mi casa durante dos años continuos. El dinero fluía, muchas veces en dirección contraria; el aire estaba viciado. Cada rincón de mi apartamento había adquirido proporciones inhabitables.
Aquel domingo agujereado Enrique, Cristina y yo fuimos al teatro; espectadores de la tragicomedia moderna: Dionisos cautivo en un centro comercial.
Son una pareja que funciona muy bien. Su mecanismo parecía recién lubricado a pesar de la inclusión parcial de la tercera pieza. Por supuesto. ¿A caso tenía dudas? No en vano había traducido tantas veces la nota de Cirlot acerca del número tres: “Resolución del conflicto planteado por el dualismo”. Ni siquiera era preciso traducirlo. Embriaga nuestros sentidos, ¿cuestionamos entonces la máxima felicidad? Ahora Cristina disfrutaba de ese modo excepcional, aunque polémico, de entender el mundo. Sabíamos que el colega no duraría mucho tiempo en el engranaje, pronto retornaría el conflicto planteado por el dualismo y mañana llegaría algún nuevo número tres. Conservarlo es difícil; evitarlo, absurdo. Mi estrechez comienza a causarme urticaria emocional y mientras tanto la cantante calva sigue peinando su cabello de la misma manera. Lo sé, todo es culpa de Occidente. Volví a casa con un saborcillo a victoria empapando mi lengua. De todos modos había confirmado mi discurrir numerológico.
Me reencuentro con la laptop. Los libros, el escritorio, los resaltadores, el abandono de Emmanuel; el silencio me reclama. Sin importar lo provocadora que resulte la vida oficinesca de Cristina, esta fructífera soledad es irremplazable.
Un nuevo cliente requiere mis servicios. Mediante un mail sospechosamente bien escrito, solicita un presupuesto por concepto de ¿suplencia en bachillerato bilingüe? Admito que esta propuesta arrebata algunas risitas burlonas. Por otro lado, estoy consciente de que representa una oportunidad para variar el sofocante y vicioso ritmo de trabajo que hasta el presente he sostenido.
Respondí y adjunto envié mi currículo, como solicitaba el remitente.
El colegio me hace recordar la casa de los vientos. Los remolinos de hojas secas giran y producen espirales de difusas partículas que atrapan el trascurso de las horas. Un balón de fútbol interrumpe la invisible armonía compartida por la brisa, los árboles, el silencio, los obreros y mi mirada. La risa adolescente se desparrama escaleras abajo. Los recibe el asfalto convertido en cancha de basquetbol, los faroles custodian chismes, las paredes traman planes macabros, los rincones solitarios atestiguan el amanecer de las excitaciones sexuales y avivan el frenético deseo de la piel.
El contrato laboral contempla la afiliación al club de la chismografía. Su funcionamiento depende de una premisa: “todos participan”. Hay dos roles disponibles que podrían encarnarse de forma alternativa: el productor-divulgador (verdugo) y el objeto de los enredos (víctima). Obviamente la calidad del chisme se halla en estricta relación con la experiencia de los verdugos. Coordinadores, padres y representantes suelen crear falacias bien articuladas que se nutren de sutilezas verificables. En la mayoría de los casos la crueldad de los estudiantes supera la inventiva de los adultos, prisioneros de escrúpulos; pero los juveniles cuentos de camino están plagados de fantasías, frustraciones y ciertas notas de ingenuidad. Por su parte, las mentiras de los adultos provienen del ocio y la carroñera envida y procuran, sin ocultar las intenciones, causar daño.
Constaté que mis habilidades sociales fuera del circuito de la enseñanza estaban atrofiadas. Cuando descubrí la cláusula especial que me convertía en miembro del club traté de limitar mis movimientos al perímetro de los salones de clases. Era imposible librarse del chismorreo. Durante los almuerzos, las reuniones de evaluación y planificación, las conversaciones superficiales: todas las circunstancias eran propicias para difundir un chisme nuevo o reforzar la eficacia de uno que ya estuviese circulando. Evaluar a algún estudiante exigía comentar que la solterona de su madre ocupaba el tiempo libre en la peluquería por eso desde que el marido la dejó las notas de ese muchachito se habían venido abajo. Y sin olvidar que el papá andaba saliendo con una tipita que ya había estado arrejuntada con el papá de fulanita y ni desayuno les cocina a sus niños. La programación de los eventos extra cátedra suponía criticar los procedimientos de la directora, de la coordinadora, del administrador y de cualquier otro ausente que en ocasiones pasadas hubiese hecho gala de su falibilidad. Los buenos días o las buenas tardes constituían la antesala de murmullos y refunfuños acerca de alguien que dijo, dejo de decir, pensó o indicó algo que a alguien le disgustó y por gente como esa (¿cómo quién?) nuestra atmósfera se hace odiosa. Alguien proclamaría que, sinceramente, así no provoca trabajar; es mejor ocuparse cada uno de sus cosas. Al día siguiente ese suceso que apesadumbraba la atmósfera cotidiana daría origen a diversas teorías, comentarios inocuos y condenas capitales.
Mis alumnos son bandidos, pequeños seres, ladrones y mentirosos; son bienaventurados instrumentos del destino. Los chicos profesaban un desmesurado interés en mí como mujer; especularmente una considerable cantidad de jovencitas eligieron el camino de la hostilidad. Traté de suavizar mi trato con ellas, se sentían amenazadas por mi presencia. La amenaza emanaba de mi silueta. El tamaño de mis pechos perturbaba inclusive a las docentes que reiteradas veces me sugerían cubrirme con un sweater. Mi perfume los hipnotizaba. El aroma de mi cuerpo las intimidaba. Los varones descubrieron en su entorno una manera de lidiar con la frustración. Teacher, ¿tú bailas reggaetón? José dijo que quiere morderte. Teacher, Ricci dice que eres sexy. Teacher, ¿verdad que tú me prefieres a mí porque soy futbolista? Teacher, no importa que no seas judía, por ti me convierto. Ahora sí puedes decirles a todos que somos novios. Teacher, no lo toques a él, tú eres mía. Teacher, ¿cuál es tu canción favorita? Yo te la toco con la guitarra. Teacher, cuando tenga veinte años te invito un café y sales conmigo, ¿sí? Teacher, ¿te puedo oler el cabello? Teacher, tú eres mi amor platónico. ¡Cásate conmigo! Teacher, a ti te gusta el profe de historia, ¿verdad?
Puesto que me rehusaba a desempeñar los roles inherentes a la membrecía tácita, yo reconocí en la lectura un mejor interlocutor frente a posibilidad de almorzar acompañada por los otros docentes. Mi relación con ellos era cordial y distante. Conocía el nombre de casi todos aunque era difícil asociar los rostros y los nombres a las materias específicas que dictaban. Por lo tanto, atendiendo a mis desreferencias, el profe de historia podría haber tenido rasgos llamativos o un porte insignificante; podría llamarse según la tradición hebrea o las tendencias contemporáneas.
Los comentarios de mis alumnos persistían. De forma progresiva sus anhelos irrealizables encontraban un medio de satisfacción en el papel de celestinos. Dibujaban esmerados un perfil encantador como si fuesen ellos los personajes descritos. En efecto, revelaban la admiración que por el profe sentían y a través de comparaciones hiperbólicas enfatizaban la expresión favorita: teacher, es que ustedes tiene muchas cosas en común. Al principio mi reacción consistía en sonreír y esforzarme por desviar la atención de los jovencitos hacia el contenido de nuestras clases. Ellos fingían docilidad y acataban, en cierta medida, las disposiciones docentes. El camino estaba trazado y la meta era clara. El profe y yo solo éramos piezas que ellos moverían a su antojo. Solapados en la presunta edad de la inocencia orquestarían los elementos necesarios para hacer surgir, pacientemente, la atracción que de manera espontánea no se había manifestado. Los atrapé in fraganti, la miradas cristalinas, juguetonas, maliciosas delataban los planes que no se atrevían a compartir. Estaban al descubierto y, sin lugar a dudas, las elucubraciones infantojuveniles no tendrían mayor repercusión en la vida de los adultos circundantes.
La conciencia del error se hizo patente en la sede principal del club de la chismografía: la mesa del almuerzo. Acepté acompañarlos porque se trataba de un cumpleaños. La usanza determinaba el protocolo: entonar la típica cancioncita alrededor de una torta después de la comida. Aplausos y abrazos. La conversación se reanudó mientras la mujer de mayor rango autoproclamado picaba el pastel y repartía los trozos. Me miraron, primero las tetas, después la cara. Abrieron la boca y expulsaron una lava ruidosa e interrogativa. Querían saber todo acerca de lo que estaba pasando con el profe de historia. Yo no me había enterado de que algo estuviese ocurriendo. Ellas presentaron sus hipótesis, soluciones posibles y dispusieron diversos escenarios donde seríamos presentados con el rigor que el caso exigía. Destacaron los atributos físicos del profesor, su meticulosidad, discreción y madurez. Pues, si es tan maravilloso cómanselo ustedes.
En la escuela la relación ficticia entre el profe de historia y la teacher de reading era de dominio público. Adquiría con el paso de las semanas dimensión de chisme. Mis esfuerzos por sustraerme a la dialéctica del club habían fracasado, y ni siquiera podía distinguir al profesor. Los estudiantes lo incorporaron a mi campo visual. No sabía quién era. Cuando lo vi noté que sus manos ostentaban el tamaño idóneo, podrían abarcar mis controversiales tetas. No me cautivó. Yo me proclamaba libre ante la brujería chismográfica que gobernaba el transcurrir de las vidas escolares. La indiferencia me protegía contra el maremoto de ideas discontinuas que procuraban adherirse a la víctima más moldeable. Asumí la paciencia como la postura ideal aunque me provocase abolir las sonrisas hipócritas, reventar con miradas punzantes los globos de silicona y solución salina que habían declarado la guerra gestual a mis humildes tetas llenas de grasa y juventud.
Fue Emmanuel quien notó que el origen del conflicto mamario se hallaba en la lozanía y no en la talla. Según explicó un par de tetas nuevas y más jóvenes hacen peligrar el equilibrio del ecosistema donde se incorporan. Las armas de mayor alcance se ubican en el cuerpo de la mujer. Dijo. Rechazar esa explicación machista y primitiva me habría obligado a negar la veracidad de cuanto estaba ocurriendo en el colegio. A pesar de mi posición distante yo sabía que el efluvio de mi pecho atraía las especulaciones provenientes de todos los miembros del club. También sabía que con el tiempo la relevancia de mi figura se diluiría. Si los verdugos no lograban su cometido con rapidez los chismes tomarían diversas rutas en busca de nuevas víctimas o, en el peor de los casos, se presentarían reeditados.
La cadencia de los domingos nos permitía divagar y contarnos lo que durante la semana se convertía en historias salpicadas por la premura del ajetreo urbano. Le conté que tuve un sueño. Trotaba en la pista de la Universidad. El tramo pavimentado se prolongaba y al avanzar la ruta se hacía más angosta. La respiración fatigada resonaba dentro y fuera de mi cuerpo, como si las exhalaciones se proyectaran a través de cornetas de amplio espectro y una vez en el aire esas ondas devoraran el susurro de la lluvia. En desplazamiento uniforme me dirigía hacia una mata de mamones. La estrechez de la senda me obligaba a mantener el equilibrio mediante un balanceo inusual que interrumpía el trote. Muy cerca del árbol resbalé. Pensé que la tierra mojada amortizaría mi caída; en cambio una piscina me acogió. El agua me recibió arrancando de mi cuerpo la ropa que llevaba; completamente desnuda me sumergí hacia el fondo. Hice numerosos intentos por emerger. El agua me succionaba, solo era posible nadar al ras del piso. Impulsándome con mis manos y las puntas de los pies procuré saltar, reuní toda la fuerza y potencia imaginables, pero no conseguía nada. Cuando las plantas de mis pies restablecieron contacto con las baldosas subacuáticas sentí un roce, hojas de papel. Páginas blancas revestían el fondo de la piscina. Estaban escritas. Mis movimientos bruscos generaban remolinos. Ahora, antes de emerger me urgía conocer el contenido de aquellas cuartillas. Procuraba asirlas, se dispersaban al contacto. Persistía en el exterior el rugido hondo de mi respiración, magnificado, metalizado. Mi empeño por aprehender aquellas frases era tenaz. Las gotas de lluvia originaban sobre la superficie del agua ondas concéntricas de brillantes matices violetas que se refractaban contra las hojas nublando mi visión. Fiel a mis intenciones logré percatarme de que el caos verbal ocultaba frases. No eran evidentes. Su reconocimiento dependía de un quehacer utópico. No obstante, uno de mis ojos capturó una sentencia.
De súbito una mano me sustrajo. Las páginas escritas se entremezclaron en un burbujeante torbellino generado por la extremidad flotante. Un atleta joven me devolvía al medio terrestre. Acercó mi cuerpo desnudo hacia el borde de la piscina. Descansé. Retornaba el zumbido hiriente de mi respiración. Salí del agua estancada y seguí trotando rumbo a la mata de mamones. De forma imperceptible el entorno trasmutó. Bajo nuevas telas recorría un callejón. Divisé unas mendigas y seguí andando. Segundos después me acompañaba un murmullo. Podría haber sido el runrún quejumbroso de las mendigas. Volví la mirada, ellas dormían, el murmullo se hacía inteligible. Incorpórea una voz repetía “los hombres son libres”. Comprendí que este adagio provenía de las páginas blancas. El sueño siguió su curso, la mata de mamones había desaparecido.
Emmanuel escuchó y miró mi cuerpo tendido sobre la cama pública que nos pertenecía durante algunas horas. Estoy harta de mis tetas, le dije. Te están seduciendo en ese colegio. Nos reímos a sabiendas de que ninguna de las afirmaciones era totalmente cierta o falsa. ¿Cómo podría alguien estar harta de dos galaxias monolíticas, poderosas y conductoras de placer? Las risas y el vigor hicieron aterrizar la nave espacial en la llanura intergaláctica. La propulsión generaba movimientos vibratorios estimulados por la fricción y la humedad de mi lengua. Una vez alcanzada la altura máxima la nave expulsó su contenido esparciéndolo sobre la planicie, y morían algunas estrellas en el efecto supernova que hacía brillar las pupilas de Emmanuel. El viajero fatigado se desplomó apretando con su mano uno de los monolitos espaciales, como si aferrándose a su solidez pudiera recuperar el aliento derramado. No puedes estar harta de ellas, simplemente no se puede. Susurró. No me dejaría seducir por mendigas ni adolescentes porque yo era libre.
Las conversaciones con Cristina adquirieron un viso de reciprocidad. Sin percatarme, estaba asimilando que “algo” ocurría respecto del profe de historia, pues me descubría narrando a mi amiga los acontecimientos colegiales dispuestos en torno a ese asunto. La benefactora triangularidad que ella experimentaba se me ofrecía auspiciada por las mujeres chismosas y los estudiantes maquinadores. Los comentarios de Cristina pretendían arrojarme a la materialización de la fantasía colectiva. Según ella, yo era la única persona que obstaculizaba el fluir de los eventos. No desacreditaba su juicio aunque entre líneas leía la aspiración individual de librarse del hálito culposo que la terna erótica le confería: si yo participaba de la conducta socialmente reprochable, pero generalizada, ella se sentiría menos sola; menos escondida. Le pregunté cuál era en su visión panorámica el rol del profe, ya que tampoco él manifestaba ningún interés por mí. Me vio de reojo como si apelara al sentido común, apretó mis tetas y dijo: tú tienes estas, provócalo. Definitivamente era yo la que estaba fuera del dispositivo de la vida corriente. Dos años acuartelada me habían privado del discernimiento sencillo. En el proceder de los demás subyacía un ajuste básico que se escurría ante mis deliberaciones numerológicas y ridiculizaba la fragilidad de mi castillo de papel. Podía aceptar el juego de las máscaras, el mundo convertido en un escenario infinito. Podía reconocer el casi voto de austeridad ligado a mi ocupación; pero me resistía a la idea de que por debajo del gran escenario se despliega la guerra de los sexos donde nadie posee un registro natural de comportamientos. Solo la procreación y la locura frente al deseo de las cosas imposibles.
Decidí que el aspecto laberíntico de la situación no me obligaría a contradecir mis designios. Me convertiría en testigo ocular. Nada más. Así culminaría el período académico y yo regresaría a la guarnición de las páginas membreteadas y los e-mails. En la jungla de los malentendidos mis estudiantes trazaron un acuerdo virtual que los comprometía a memorizar conceptos básicos solo si yo me mostraba receptiva ante sus comentarios. Acepté el pacto de manera obligatoria, antes de finalizar cada clase me sometían a un interrogatorio que procuraba verificar las secuelas de las habladurías y, al mismo tiempo, difundir nuevos contenidos.
Los alumnos pequeños verbalizaban las secuencias eróticas de su imaginación a través del circuito chismográfico. En los mayores la revuelta hormonal atormentaba la dimensión anatómica que padecía con estoicismo las metamorfosis de la adolescencia. La respuesta masculina al contacto de mis manos o a la proximidad de mi olor era siempre el encarpamiento tristemente disimulado. Las respuestas femeninas se tejían en una serie de gestos reprobatorios o, en los casos más raros, demostraciones de cariño y ternura.
Emmanuel fue certero cuando mencionó los juegos de seducción que se llevaban a cabo en el colegio. Participan todos los miembros de la comunidad escolar. La cercanía entre el profe de historia y yo fue propiciada por esos enmascaramientos. El cariz artificial de la atracción que surgió entre nosotros se manifestaba en los prolongados silencios y en la incapacidad de establecer cualquier vínculo concreto. La persistencia del entorno empezó a condicionar nuestras respuestas particulares. Quizá ellos se dieron cuenta y perfeccionaron sus métodos. Todavía no éramos sus marionetas, pero a veces las breves palabras que intercambiábamos se emitían enredadas en el tejido fantasioso que los otros hilaban.
El profe de historia me propuso vernos fuera del horario de trabajo. Usó una frase seca mediante la que reclamaba mi presencia en un sitio y hora determinados. No se habría podido catalogar como invitación, parecía más bien una orden asentada en sobrentendidos: hoy, al salir, almuerzas conmigo en los chinos. Ni siquiera tuve ocasión de preguntar qué chinos. Alrededor de la escuela había tres restaurantes chinos y un sushi bar donde también despachaban comida china. Entendí mi sumisión al mandato cuando me percaté de que no sabía a dónde ir. Repasé de memoria la localización exacta y las características más relevantes de cada lugar. Solo uno podría reunir atributos suficientes para ser considerado el restaurante chino de referencia inequívoca en la zona. Hice cálculos comparativos el resto de la jornada. Después del timbre y la estampida juvenil me dirigí a La muralla china. Además del nombre, este tenía en la entrada una polvorienta estructura de cartón piedra que emulaba la construcción milenaria. Estos detalles lo hacían más llamativo frente al dragón de La danza del dragón y a las ocas plásticas que decoraban el pórtico de El Palmar. Cuando llegué él estaba entrando. Si hubiese dejado a la fortuna la elección definitiva, el encuentro habría sido más emocionante; casi de telenovela. Antes de salir pregunté a las mujeres del club cuáles eran los chinos más famosos del sector. Luego de la estampida me dirigí a la muralla.
Saludo. Mesa. Chino. Averías lingüísticas. Bebidas. Pan. Comida. Te miro. Me miras. Adivino que estás nervioso. No sé si es porque comemos sin hablar o porque quieres mirarme las tetas sin que yo me dé cuenta. Sonrío. No te gustan los camarones y aunque no dices nada los apartas con el tenedor. ¿Por qué los pediste entonces? Me miras. Bebes. Nuestros alumnos son maquiavélicos. Creo que me gustas; por lo menos el silencio lo hacemos bien. Hay que decir algo. Ya pasó mucho tiempo y creemos que es mejor seguir callados. Las palabras hacen cosquillas detrás de los dientes. ¿Si después de aquí hiciéramos el amor, si tirásemos sobre esta mesa, estarían satisfechos los socios del club? Eso daría origen a un nuevo ciclo de chismes. Recibiríamos un sermón y una amenaza de despido. Es imposible complacerlos. Último bocado. Muy rápido, la cuenta. Pagamos, fifty-fifty para no generar compromisos; además ya sabemos que en este país los docentes somos pela bolas. Una palabra: gracias. Y no me la dijiste a mí, hablabas con el mesonero. Nos paramos. Caminando hacia la salida tuviste que admitir que nunca habías tenido tantas ganas de hablar. Tampoco me lo dijiste. Lo adiviné porque vi como apretabas los labios, los enunciados se derramaron hacia adentro y estallaron en tu boca. Así, se sonrojaron tus mejillas. Confieso que me pareció tierno. Iba a decir algo, ya no sé qué. Se me olvidó cuando halaste la coleta que sostenía mi cabello. Apretaste las hebras en tu mano y me besaste. Sin mediar palabras. Nuestras lenguas narraron la conversación que decidimos suprimir. Te habría arrancado la ropa y tal vez la piel. Un entrometido hizo sonar la corneta del carro y nos separamos. Un beso sobre las escaleras de La muralla china, impregnado de curry, ensordecido por todas las palabras que contuvimos. Un beso presenciado por el mesonero chino que no entendió nuestro idioma, mas ahora comprendía esa tensión transverbal durante el almuerzo. Fue un beso chino. Luego te acercaste a mi boca; renacieron las palabras. No me invitaste a tu casa esa noche, me informaste que estarías esperándome después de las siete. Otro beso chino. Breve como una sílaba. Te envío la dirección. Ok. Chao. Bye. Y nos fuimos.
Sentía impotencia y coraje. La confusión retrasaba la puesta en práctica de cualquier plan que condujese mi ira sobre quienes me habían subyugado a la patética postura de rebelde sin causa. Finalmente me percibí como una pieza movible según los caprichos de los otros. Yo había tomado las decisiones que me empujaron hacia el epicentro de los chismes, donde fantasía y realidad, deseo propio y sugestión se entremezclan. Esa tramposa autonomía que me brindaba la posibilidad de creerme al margen del club había sido pisoteada por la conjunción de los anhelos y las desilusiones humanas. La máxima libertad consistía en asumir la participación activa, y también paciente, en la estrepitosa danza de las relaciones interpersonales. La torre de papel era el escondite perfecto al cual siempre retornaría para recordar que hombres y mujeres no somos más que miembros de la escala zoológica, como las ardillas que roen los árboles del patio, las ratas que el conserje consiguió en el depósito de pupitres o las guacamayas que cumplen a diario su rutina aerodinámica. Da lo mismo femenino y masculino, lo trascendental es ser humano; y como en el humano confluyen aspectos piadosos, vulgares y miserables yo no tendría reparos en aportar a la ilusión erótica desatada en el colegio los trazos de mi voluntad.
Esa noche en casa del profe de historia recordé la frase del sueño subacuático que le había contado a Emmanuel. A pesar de la tesis irrebatible, la organización inmediata se empeñaba en cuestionarme o ponerme a prueba. En su casa hablamos. Las palabras sondeaban la superficie preocupándose por trivialidades y lugares comunes que se convertían en excusas temáticas para enlazar otra sucesión de palabras. Las miradas, al contrario, escrutaban las actitudes corporales que el verbo nervioso quería ocultar. Procurábamos descifrar las razones que nos habían reunido. Sabíamos que el libre albedrío estaba siendo manipulado. Pensaba en nuestros estudiantes que nos habían seducido, como advirtió Emmanuel. Recordaba a Cristina: “tú tienes estas, provócalo”. La sugerencia emergió camuflada por la voz de Elis Regina. Era un comando vocal palpitante. Contrastaba con el adagio onírico porque suponía la abolición de mi libertad al servicio de ese mandato y de la astucia adolescente. ¿O acaso en el cumplimiento cabal y consciente se halla el núcleo irreductible de la verdadera libertad? Los vasos de Cuba Libre que acompañaban la voz de Regina diluían la coherencia de mi pensamiento a la cual me aferraba con el objetivo de no sucumbir ante la fuerza del proyecto trazado por los miembros del club. El profe estaba sentado a mi lado explicándome algún asunto que no logró capturar mi interés y mucho menos permanecer en mi memoria. Aburrido de su propia conversación, se levantó con brusquedad y me tendió la mano. Me levanté presagiando la llegada de un beso. Me sujetó la cara. Quiero que me lo chupes, dijo. Empujó mis hombros y me devolvió al asiento. Permaneció de pie y comenzó a desabrocharse el cinturón mientras mi barato sistema de intelectualizaciones se desboronaba frente a la emergencia de las ganas irrefrenables. La succión mágica traspasaba el límite entre lo que ellos habían imaginado y lo que nosotros queríamos. En adelante, su participación sería secundaria; pero en ese momento de húmeda materialización se volcaron sobre mí las erinias de los escrúpulos sociales. La costumbre hotelera arraigada en mi relación con Emmanuel y la bidireccionalidad excluyente de nuestros viajes intergalácticos entorpecía los impulsos actuales.
Mis pensamientos bullían al compás cardíaco. Las ideas se agolpaban y concluían fatídicamente en una reflexión pitagórica. ¿Cuánta justicia entraña la noción representada por el número tres? La tríada es ecuánime, dúctil, fluye. Cristina lo había experimentado. Nos ahogábamos en besos antillanos y limón. Mi ropa cedía su espacio. Se deslizaba el pantalón, el trípode erigía su trono. Mi piel se aferraba a los hilos. Entonces, el conflicto planteado por la dualidad reclamaba la batalla mental. Un beso suplicante pedía la totalidad de mi cuerpo. La duplicidad cobró esa noche otra víctima. Me negué a deshacerme del pantalón. Según el argot de mis estudiantes, según el argot de los estudiantes de todas las épocas me había convertido en una calienta güevo. I had become a teaser.
La determinación de rebelarme contra el club de la chismografía y mis prejuicios se fraguó alrededor del simulacro de evacuación en caso de incendios que se efectuaría al día siguiente. Cuando llegué al colegio esperé con tranquilidad evaluando las zonas que serían evacuadas. Sonó la alarma y comenzó el éxodo progresivo según la planificación. Los alumnos estaban dispuestos en filas. Yo estaba a cargo de un curso avanzado que saldría de penúltimo y bajaría los tres pisos seguido por el último grupo y el docente designado. Mientras bajábamos hacia el primer piso me separé discretamente. Retrocedí hasta la última fila del segundo grupo y aparté a Esteban de sus compañeros. Quiso preguntarme algo, lo contuve silenciándolo con el gesto y el sonido acostumbrados. Me siguió. Ya no circulaba nadie por los pasillos. Yo había dejado abierto un baño cuyo uso estaba reservado a los profesores. Apuré sus pasos, lo hice entrar y cerré la puerta.
Esteban nunca había sido estridente en sus demostraciones, pero la manera de observarme lo delataba. Era un jovencito discreto y responsable. Actuaba con prudencia y caballerosidad, cualidades que se fundían en el gradiente ígneo de sus ojos verdosos. Veía al mundo con malicia, altanería e idealismo; su creciente belleza corporal y sus cualidades expresivas lo convertían en un casanova, pero sus acciones se replegaban al percibir la fiereza de las muchachas. Cuando cerré la puerta sus ojos se encendieron. Las pupilas se dilataron y contrajeron en un instante más breve que un parpadeo. Pensé en abrir la puerta y dejarlo ir. Preferí continuar y responder a la pregunta que nacía en sus pupilas trepidantes. En un segundo constaté que la realidad también difiere de la fantasía en cuanto a métodos y estilo. En el pozo de mi imaginación el cuadro fluía sin obstáculo alguno, Esteban comprendía la naturaleza de mi arranque pasional y se unía al festín que el encierro anunciaba. Pero en el baño, durante el simulacro de evacuación en caso de incendios, mi alumno me miraba confundido y excitado. Esperaba una clase que yo no sabría impartir. Tuve que darle un empujón contra la mesa del lavamanos. Eso lo hizo reaccionar y darse cuenta de que sí estaba temporalmente al servicio de mis arbitrariedades. Ya va, teacher, dijo entrecortado. No pude soportar su voz de muchacho casi niño y me lancé sobre su boca, debía tapiar la salida de las palabras con la mordaza de mis labios. La candidez que le había atribuido se desdibujó cuando metió su lengua en mi boca. La torpeza del aprendiz guiaba sus manos extraviadas. No sabía donde posarlas. Me separé, me quité el sweater, tomé su mano y la hice acercarse a una teta. En ese momento sentí que se ahogaba con la saliva mixta que producíamos. Lo dejé tragar sin dar ocasión a una maniobra escapista. Se apoyó sobre el mesón y exhaló ruidosamente. Besó mi cara con suavidad haciendo retornar los vestigios de niñez que acompañaban la rígida urgencia atrapada en sus pantalones. Aunque él no se atrevía a franquear lo límites de mi ropa, desajusté la chemise de alumno grande. Las caricias revelaron el torso de un hombre fornido bajo el cual jadeaba un adolescente asustado. Del tacto sutil al rasguño hiriente. Sus besos trémulos llegaron a mi cuello. Muérdeme, le dije. No puedo, teacher. Respondió abrazándome con una firmeza que yo no había distinguido antes es su carácter. No me importa, hazlo. Muérdeme duro. No, teacher. Esa negativa sonaba más a imposibilidad que a decisión. Traté de aflojar el abrazo que me contenía mientras la tensión de su cuerpo se liberaba a través de un beso lento. Comencé a desabrochar su correa y un sobresalto lo sacudió. Apretó mis manos, me miró aterrado. No, teacher, ya va. Espérate. Ya va.
Era una buena ocasión para dejarlo ir. Todo lo acontecido respondía exclusivamente al ejercicio de mi voluntad, no había sido previsto por los enredos del club de la chismografía. En el fondo aquellas habladurías sí lograron movilizar este encierro. Solo podría librarme admitiendo de manera consciente mi ubicación en el entramado. Ellos ya no tenían injerencia sobre lo que yo hacía a pesar de que las especulaciones permanecieran activas.
Le pregunté a Esteban si quería que abriese la puerta. Puse la llave sobre el mesón y aguardé. Se dirigió hacia la llave y la apretó. Tomé su mano y le ordené abrirla. Lo hizo con titubeos. Retiré la llave. La introduje en la cerradura. Todavía no te vas, le dije. Sus pupilas registraron la misma actividad de antes, rápida y continua; como si la taquicardia de los dos corazones se alojara en el centro de sus ojos. Volví a besarlo. Removí la hebilla. Espérate, please. Era inútil esperar. El simulacro concluiría pronto. Todo en su cuerpo contradecía ese ruego. Volví a amordazarlo. Desabroché el pantalón. Capturé lo que pretendía negarme. Dijo no, otra vez. Quédate tranquilo, susurré. Me besaba y seguía diciendo no. Con una sola mano desabotoné mi camisa y lo obligué a tocarme. Sí quería, pero no sabía tocar a su teacher. Traté de acompasar el movimiento de mi otra mano a las respuestas de sus caderas. Esteban temblaba, quería silenciar los gemidos que se deslizaban en la respiración acelerada. Ya me había cedido su cuerpo. De pie, la frente sobre mi hombro, un brazo caído, el otro alrededor de mi cintura. Para, para y dijo mi nombre. Dejé de ser teacher, un sustantivo común. Me convertí en el nombre propio que afloraba de su boca. Le dije que me mordiera, que solo así me detendría. Me gritó no puedo. Podía sentir en la palma el tránsito del fluido ascendente. Segundos después Esteban se trasformó en líquido tibio. Inundó mi mano y corrió siguiendo la ley de gravitación universal. Los dientes rozaron mi hombro desnudo, lo lamió, besó mi cuello. ¿Por qué, teacher? Esta vez no tenía respuesta a la pregunta de mi alumno. En su rostro se conjugaban la travesura, el desconcierto y una mueca de enojo. Mientras se abrochaba el pantalón le di un beso en la frente porque su mirada estaba clavada en las baldosas del piso. Se estiró la chemise, me plantó un beso tosco, abrió la puerta del baño y escuchamos el timbre que anunciaba el inicio del segundo receso.
El final del simulacro coincidió con el recreo del almuerzo. El azar se manifestaba a mi favor. Era poco verosímil establecer un vínculo entre la ausencia del alumno y la teacher.
Esteban se había secado en mis manos. No las lavaría antes de haber culminado la jornada. Cuando me encontré en el espejo del baño repetí la pregunta de mi estudiante. Me preguntaba si aquello que había sucedido podría considerarse una violación. Definitivamente no. O tal vez. Quizá en cierta medida. No lo sé. En todo caso era un delito abordar de ese modo a un menor de edad. ¡Tecnicismos! Dentro de unos meses Esteban sería un adulto en términos legales. Lo importante es que esta pequeña transgresión me ubicaba en la periferia de las esferas chismográficas; sin embargo, by default, seguía perteneciendo al club.
Bajé hacia el patio. Lo divisé. Procuré evitar el saludo. También él estaba en las escaleras, conversaba con una estudiante. La situación era propicia para mí puesto que el profe de historia no interrumpiría el diálogo. Al pasar por su lado retuvo mi brazo con delicadeza, en un movimiento sutil. El estupor y la suspicacia irrigaron la cara de la muchacha que se retiró llevando consigo el átomo de un nuevo chisme.