domingo, 3 de abril de 2016

«Houdini el joven» de Salvador Garmendia








Una mañana, el joven Houdini, quien aún no había experimentado en sí mismo los placeres y el desolado tedio de la gloria y era en cambio un alegre y descarriado improvisador de pequeños escándalos, se detuvo ante la vitrina de una tienda de modas y contempló, por quinta o sexta vez en esos días, la figura de un maniquí primorosamente vestido. La figura carecía de esa rigidez peculiar en una criatura de madera; por el contrario, era una muchacha de quince años, propensa como ninguna otra al más aguerrido encuentro en un parque. Creyéndose libre de miradas, Houdini ejecutó ante la vidriera uno de sus nuevos pases de magia, que había ensayado en no pocas oportunidades frente a los retratos de sus antepasados, correctos empleados de banco previstos del adecuado cintillo de barba, aduaneros tullidos con miradas de cuervo y algún profesor de latín, a fin de provocar en ellos, lejos de la presencia insidiosa de los criados, caídas de bigotes, muecas grotescas, estremecimientos de huesos y otros visajes y contorsiones imposibles. El breve manoteo, sin embargo, no alcanzó a provocar una catástrofe en aquella criatura refractaria, cuya naturaleza ambigua participaba en cierta forma del juego y de lo prohibido.
            El maniquí se limitó a guiñarle un ojo, en señal de evidente complicidad.
            El joven mago hubiera querido ensayar allí mismo un segundo recurso, asaltado seguramente por algún apetito procaz, cuando se dio cuenta de que estaba siendo vigilado de cerca por uno de esos mujerones grises que siempre están volviendo del mercado y portan, como señal, una cesta de la que sobresale el pescuezo desgonzado de un pollo. Indignada, la vieja lo increpó manoteándole desaforadamente en la cara y perorando a gritos seguramente feroces, aunque el rumor de los coches y la confusión de mil voces, cuyo volumen Houdini había tenido la precaución de acrecentar por lo menos el triple de su intensidad normal en una calle concurrida, valiéndose de un disimulado movimiento giratorio de su mano derecha.
            Aburrido al fin de aquella situación enojosa, realizó un nuevo pase, esta vez enérgico y cortante, y la vieja se vio repentinamente asaltada por su propio demonio que, en figura de borrego, la ahuyentó con sus patas.
            La figura de trapo escapó calle arriba. Houdini el joven se retiró a la mesa de un café y por primera vez en su corta vida sintió piedad de sus manos que habían de afrontar, en adelante, las desdichas de un mundo desconsolado y voraz.



Publicado en Los escondites (1983).

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