domingo, 3 de abril de 2016

«Play back», de Adriano González León






Estaba con la bandera entre las manos. Tenía un collar. La esfera de un reloj. Miraba. Al fondo, la ciudad con mediodía pleno, brillo peculiar, extravío, gentes que anida entre vitrinas y reflejos. Había automóviles y vidrios, papeles imposibles, láminas del lado lejano traídas a este lado por los rayos, edificios en profundidad, fuera de escala, verdades en profundidad, fuera del ojo, la antena y la veleta para el sonido y los recuerdos, juego del más allá, camino de los dioses y los muertos, lugar por donde entran y salen los ecos, las siglas que identifican la voz, las imágenes que se están desvaneciendo ahora por ausencia de receptor y el ángel de metal girando para una ansiedad de golondrinas y de torres.
         Usted vuelve a mirar y sonríe. Pero esta vez ha movido el pie izquierdo y la inquietud pasa a delatarse. Pareciera que está delante de sus ojos y usted cabalga con facilidad y despliegue, remonta las colinas, se apropia de las hondonadas, aparta las ramas y los frutos, inventa el aire que mueve sus cabellos.
         Una mirada desde arriba la descubre distante. Hay neblina, vapores, cuerdas, cabañas de madera y una huerta de limones. De repente, bajo un río. Suena. Trae piedras, por supuesto. Algunos helechos y hojas grandes, carnosas, para cubrirse. Camina. Ha empezado a llover.
         Si no se retira, usted está en la mitad del panorama: hay flores frescas que se levantan a su lado, un animal que pasa dos, tres árboles, piedras muy sencillas, un matorral, el camino de cañas a la izquierda y los pájaros que con simplicidad han llegado a picotear los frutos de su collar.
         Ahora usted está serena. Se han ido los pájaros. Un plano a medias permite obtener la seguridad de su cuello, la caída armoniosa del pañuelo, sus senos apetecibles. Difícil registrar los anuncios de los almacenes y la totalidad de los paseantes. Habrá que postergarlos. En lo inmediato, usted compone el cuadro, lo domina, injuria cualquier otra posibilidad visual, la elimina. Está como para entrar en la historia. Nunca imaginó que entre las fachadas y los ruidos repetiría la pose y las imágenes de siempre.
         Usted vuelve a pasar por tapices y estampas, ocupa su mirada en un apuesto pavo real, despliega un abanico, aprieta una dalia contra su corazón, luce la diadema fulgente, alza la copa para el veneno y el festín. Después, tañe un laúd. Muestra la cabeza de Holofernes. Se bambolea en el columpio de Fragonard. Coloca su mano de Madame Savary. Lleva el áspid hasta el pecho. Junta las palmas para el descendimiento y el dolor. Se fuga al cielo con nubes y azucenas.
         Un gran acercamiento elimina por completo el paisaje urbano. Surge usted, bella y total, alumbrada solamente por los deseos, única bajo los trazos de sus signos. Ahora es casi audible el sonido sanguíneo, lo son las palpitaciones que delatan sus preferencias. Es válido, sostener un espejo por la empuñadura de nácar. Un halcón habría volado antes, rechazando el alimento. Un león sostendría un estandarte, con banda de azul y tres lunas de plata. Pero el unicornio se repite en el espejo. Usted separa el unicornio y lo sustituye por su rostro. Se opera la toma esencial de su mirada. La mirada entra y se devuelve sobre sus ojos. Usted pertenece a este aquí de asfaltos, aceros y concretos. Sin embargo, se ha fugado hacia donde saltan los animales y las hierbas. Si se insiste sobre sus ojos estar· ya lista para otra representación. Entra, funde, se disfuma. Desaparece con los mandatos del mediodía, celebrada por fuentes y sonidos.
         En laguna parte aparece después, atendida por palomas. Es pleno desierto. Pero allí hace construir torres y puentes. Luego, de uno a otro confín, mete su rostro entre jardines que cuelgan. Se mira en el otro lado del espejo. Es un lugar de azogue, con pastos transitorios, como el vuelo detrás de la pantalla y el tránsito a través de la lámpara. Usted existe y no existe y vuelve a existir. Como si se hojeara muy rápidamente un libro de colores. Al fondo, recoge frutos rojos en una cesta de mimbre. A la derecha, lanza pastos a unos conejos maltrechos. Más acá se hace retratar con una sombrilla dorada. A la izquierda, se va por una vereda de piedras, con carruajes ruinosos, manchas entre las cercas y la última casa, un cielo opaco y gris, de infierno, usted, que parecía tan tierna y no en balde recordaba las lujurias. En algún momento, cuestión de dos o tres secuencias, surgirá bosque encantado. Vendrá el corte y sobre la mesa de lino surgirá la orgía, porque su desenfreno es la eternidad. Hay disolvencia. El asunto es discernir, con un lente muy preciso, cuáles son sus límites entre el paraíso y las tinieblas.

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