domingo, 3 de abril de 2016

«Marianik», de Pedro Berroeta




—Escuchad, mi buena gente, la triste, lamentable historia de Marianik, la de los cabellos de oro.
         Ella se echó a reír y me dijo:
         —Ese canto bretón no me cuadra: mis cabellos no son rubios.
         Luego añadió, mirando más allá de mí, quizá siguiendo con su vista verde el ir hacia el mar de un pescador:
         —Tardaste en llegar. Desde anoche sabía que el faro de Belle Isle había encontrado tu barco.
         Habíamos atracado por unas horas, en Saint Nazaire, penúltima escala. Aquella mañana, el trasatlántico se había acercado al muelle tan lentamente, que el puerto parecía extender sus brazos para estrecharlo. Ella estaba allí, entre muchos otros. Su saludo parecía no encontrar sobre quien posarse y entonces levanté el brazo y tracé con la mano una curva encima de mí cabeza. Desde ese momento no se apartó de mí.
         —Mañana estaría llegando a El Havre, le dije, sí no hubiera sido por ti.
         Comenzamos a subir por una callejuela estrecha y torcida y de repente se despertó en mí una gran sed. Entramos a una venta.
         —No tengo necesidad de beber, me dijo ella. Y en su rostro había tal tristeza, tal reproche tímido, que por un instante estuve a punto de no ir más allá. Sin embargo, cuando se acercó la ventera secándose las manos en su delantal alforzado, le pedí una botella de sidra y dos vasos.
         —¿Dos vasos, señor?
         La bretona buscaba con un ligero temblor en los labios velludos, la presencia de mi invitado. Tuve piedad y le dije:
         —Es una manía particular. Hágame el favor.
         Marianik se puso a reír e hizo un brusco movimiento para echar hacia atrás la masa espesa de su pelo. El reflejo de su cabello se doraba bajo mi deseo y se volvía poco a poco rubio. Una súbita congoja me hizo estremecer.
         —Es el aire del mar, susurró Marianik. En esta época todavía es húmedo y frío... ¡Y yo te robo todo tu calor!
         Luego tomó mis manos y cuchicheando para que la ventera, quien permanecía inmóvil mirándonos, no la oyera:

         —¡Vámonos! Tú sabes que no podemos permanecer mucho tiempo en el mismo sitio.
         Se lanzó a la calle mientras yo apartaba a la bretona que trataba de detenerme con un gesto de terror y súplica.
         Marianik te iba con el viento que soplaba desde el mar. Casi no podía seguirla y la gente se detenía para ver nuestra alegre persecución.
         Los pescadores que remendaban sus redes en la acera, abandonaban la lanzadera y quitándose la pipa de la boca, escupían y hacían el signo de la cruz; quizás porque parecíamos tan jóvenes y felices que querían apartar de nosotros la desgracia.


 
Ilustración realizada por Antonia Palacios


         Los ruidos del puerto nos acompañaban y a mi nariz se había prendido el olor de la pintura fresca con que los marineros habían vestido su barco para la llegada a El Havre. Como millares de pájaros revoloteando en torno a nosotros, oía las voces de los estibadores, las conversaciones de los pasajeros y los ladridos de un perrito asustado por el silbido de la sirena.
         —Oh, Marianik, detente. Déjame hundir mis oídos en tu pelo para no escuchar sino el silbido del viento entre tus cabellos…
         —El silbido del viento en mi pelo es semejante al vibrar de las cuerdas del mástil.
         Tendía mis manos hacia ella tratando de asir su cintura que se movía con la graciosa curva de una gaviota.
         —Oh, Marianik. Debe ser tan tibia tu piel… Detente un momento para no oír sino el pulsar de tu corazón.
         Pero ella me gritaba casi llorando:
         —No puedo, no puedo. ¡Mi pulso es como el ir y venir de las bielas de acero en el vientre del barco!
         Los ojos se me nublaban de lágrimas y no veía sino el rápido movimiento de sus piernas y de sus pies, calzados con extrañas sandalias que apenas tocaban el suelo. De vez en cuando volvía hacia mí su rostro sonrosado por la celeridad de la marcha. ¡Pero la mirada de sus ojos verdes era tan triste!
         —Oh, Marianik. Si te detuvieras un momento…
         —Pero no puedo… no puedo… ¿No ves que la barandilla del barco hiela tus manos?
         Las nubes giraban encima de nosotros como atraídas por un torbellino: negras, hostiles, como la sombría masa de humo que se escapa de las chimeneas de los barcos que se van. Marianik miraba hacia arriba con angustia y me hacía signos que yo ya no podía comprender.
         —¿Oyes todavía el silbido del viento? Me preguntó sin disminuir su rápida ascensión.
         Ella parecía adivinar mi respuesta y decía:
         —Entonces, tenemos que ir más lejos.
         Al poco rato volvía a preguntar:
         —¿Sientes todavía el olor de la pintura fresca?
         Pero ¿para qué responder? Me parecía haber arrastrado conmigo todo el barco, con sus olores y sus ruidos, y el crujir de sus mástiles bajo el peso de la carga que balanceaban hacia la bodega. Oía a mi lado las voces de alerta de los estibadores y el murmullo de los pasajeros que habían preferido contemplar el puerto desde la barandilla, donde yo estaba acodado.
         …Para qué responder si ya Marianik decía:
         —Tenemos que ir más lejos, más lejos aún…
         Mi corazón comenzaba a sentir la inercia del cuerpo. Sus golpes me ensordecían como el trepidar de las maquinarias del buque que jadeaban para arrancarlo de las amarras. De repente Marianik se detuvo; se inmovilizó en la misma postura con que había acogido la llegada del trasatlántico y levantando su brazo como para saludarme, dijo, desgarrando su existencia:
         —No puedo más… Ven…
         Pero entonces la sirena del barco sonó por tercera vez y un pasajero me dio con el codo:
         —La muchacha esa está llorando… Allá, en el muelle… ¿Pero no la conocía usted?
         —No, nunca he estado en Saint Nazaire, ni tampoco quise bajar al puerto esta mañana.

*
*        *


         Allí se quedó Marianik, la de los cabellos de oro, que había venido al puerto a ver la llegada del barco y cuyo saludo no encontraba sobre quien posarse.

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