de Hensli Rahn
¿Alguien se acuerda de Detroit en el futuro? Exacto. Pasar la noche
en el centro de la ciudad era pasar la noche en aquel Detroit pero sin la parte
de los cyborgs de pinga como Robocop, ni las patrullas aerodinámicas en forma
de tanque. Hagamos eso para un lado porque había lo otro: un eclipse para
siempre y los malos más malos sobre la faz de la Tierra, con sus risas sabrosas
que te despelucaban los cabellos de la nuca.
Nosotros vivíamos allí. Cuando llegábamos a casa después de hacer
todo lo que hacíamos ya no había sol. Así que en resumidas cuentas, nuestra casa
era esa negrura. Uno que otro poste de luz de yodo y el mazo de cocuyitos a lo
lejos en un firmamento negro como el Planeta Muerto. Pero eran solo las luces
de las favelas desde las montañas del Más Allá. O las últimas almas despiertas
al margen de todo.
Durante el día, para variar, era mi
hermano quien firmaba. Filmar, corregía mi madre creyendo que hablábamos de
cine. Pero portar el estilo es firmar, ma. Fir-mar.
Total que el engendro firmaba porque tenía toda la cabeza rapada menos la tapa
de los sesos, donde mantenía una platabanda hermética de rulos. El signo de
Nike tallado en la sien. Y unas botas Patrick Ewing originales en marrón, con
el autógrafo en morado,a punto de escarapelarse por el julepe diario. Pero él
las llevaba con la frente arriba. Mi padre se las dio cuando se hizo el
milagro: pasó el examen de reparación de matemáticas el muchacho. Gran vaina.
Yo nunca raspaba materias y por eso mismo no me echaban ni un peo de lado. Mis
botas, unas Punto Blanco, fueron un negocio con los morochos Fuentes: Mario y
Gabo. En realidad, Bebé Gerber y Gasparín. Dos negros color apio que se pasaban
el recreo entero vendiendo cachivaches robados. Después serían periqueros y
otras vainas más, pero todavía estábamos en otros tiempos. Y a mí no me
importaban demasiado los medios, mientras pudiera tocar el fin con los dedos de
mis pies.
Jugar baloncesto en la cancha del
Fermín Toro siempre fue un lío. Por mí no era, porque yo driblaba a punta de
fintas y jugaba piloto: la posición de los retacos y los enclenques. La cosa
era por culpa de mi hermano Roger, delantero nato con extremidades de alambre.
Convertía todas las cestas imposibles que los demás negros soñábamos hacer. El
problema venía cuando jugábamos contra los jubilados de quinto año. Todos del
tamaño suficiente para sujetar la pelota con una sola mano, pegar un brinquito
como si nada y clavarla con fuerza bruta. Tenían el aro todo doblado para abajo
de tanto guindarse. Cuando perdían, se volvían las hienas del infierno. El piso
lo llenaban de gargajos. Si encontraban a un menor curioseando, en el acto lo
cosían a patadas. Uno de los más bocones nos decía que le trajéramos a mi papá
o alguien de su rin, para cachetearlo. Y había un dientón sin alma que una vez
se sacó la correa y azotó al perro que escarbaba la basura. La pagaban siempre
con el más pendejo de la vida.
Papá Noel de Haití era un gordo masivo, fotocopia del MC merenguero
Sandy, de Sandy & Papo. Tenía un copete en resorte cristalizado de
gelatina. La primera vez que jugó contra nosotros, encolerizado por la derrota,
le dio un empujón a mi hermano que lo bombeó hasta la reja. Pero la vez siguiente
tuvo el detalle de jugar en nuestras filas. Con los años vendrían más
guardianes de este corte, pero Noel fue el primero y el más grande que se
apiadó de nosotros. De ahora en adelante, dijo mi hermano, somos tres. Lo bueno
es que éramos más y teníamos un guardaespaldas para cuando las cosas se
pusieran color de hormiga. Lo malo, pues que teníamos que pagarle a Noel con la
amistad como él la conocía: hacer las cosas en cambote. A toda hora estar los
tres juntos, para arriba y para abajo.
No me quedaba tiempo para las cosas
de verdad importantes, como limpiar la escoria de las calles con el sudor de
mis propias manos. Tenía que trasnocharme jugando Streets of Rage sin volumen,
para no despertar al mostro. Si por mala leche levantaba a Roger, me quitaba el
único control de un solo vergajazo. De vista nadie lo creía pero el diablo ese
tenía la mano pesada, con un nudillo salido en forma de tachuela. Una sola mano
hacía que te doblaras de la contradicción, con un grito de sufrimiento y un
hormigueo de risa. A veces que yo me le resteaba y no había forma de que me
quitara el control, pero entonces llamaba a mi madre con una actuación
impecable.
Mamá tenía debilidad por él, aunque fuera cuatro años mayor que yo.
La leyenda dice que ma perdió su primer embarazo. A su segundo intento, botó un
bebé rosado con una estúpida frente de papa. El mismo que después se conocería
como el psicópata del recreo. El incomprendido, entre otros títulos. Si lo
dejaba graznar, fijo me ganaba una tunda a las dos de la madrugada. ¿Qué iba
hacer? Tenía que darle el control para que se creyera el rey. La mierda es que
el Sega no era de nosotros sino de mi mejor pana de clases, Bemba, que me lo
estaba pidiendo de vuelta desde hace un mes.
Se podía hablar de todo con ese
carajo. Lo quería como a otro hermano pero de mi propia edad. Después se murió
su papá y le decían El Triste. Pasaba todo el recreo con los ojos metidos en
sus barajitas de Magic. No se quitaba ni para bañarse la franela de Brujería,
donde salía una cabeza degollada y una mano que la templaba por las greñas.
Pero cuando Bemba era normal y su tragedia comegato era parte del futuro
distante, hacíamos las cosas en espejo, como si fuéramos la misma persona
separada en dos dimensiones distintas. De hecho Bemba había sido expulsado del
Luz de Caracas, liceo chiquiluqui, para después aterrizar en la pocilga donde
encontró su versión mejorada: yo. Es una teoría que nunca quiso aceptar del
todo por algo que se llama falta de humildad.
En fin, él juntaba cromos gringos del Dream Team y yo martillaba por
aquí y por allá para completar el álbum pirata del Equipo de Ensueño que
vendían en el quiosco. Él coleccionaba monedas y estampillas que venían del
mundo entero. A mí de vaina me daban para una empanada y un jugo diario, así
que me puse a coleccionar tarjetas usadas de teléfono. Traían impresos paisajes
de lo largo y ancho del territorio nacional, que nunca me parecieron lo mismo
cuando por fin los visité en carne y hueso. Bemba no hablaba casi pero era
tremendo as en los videojuegos. Cuando le compraban un casete, lo terminaba la
misma tarde. La tía le trajo el Neo Geo de los Estados Unidos, así que me pasó
su vieja consola de Sega. Fue un regalo de un hermano a otro. Pero la misma tía
le pidió la consola, para retrucársela al niño de su señora de servicio. A mí
se me salió una coba automática: le dije que se la devolvería la semana
siguiente. Mi boca se movió y en el aire quedaron las palabras.
Por esos días hubo una justa
implacable contra un combo de San Martín. Eran completos alienígenas en el
Fermín Toro, pero había respeto de por medio gracias a las leyendas de su
inmisericordia. La ex de mi hermano estaba en una esquina de la cancha. No se
habían visto más desde que ella lo mandó a tragar píldoras de Ubicatex. Ahora
era jeva de Experimento, uno minado de pecas y chicharrones magenta que venía
con los forasteros. Dos tipos grandes tomaron al pelirrojo por el brazo y nos
retaron a ver cuál era la alharaca. Un rapidito a cinco puntos.
Roger, Noel y yo nos deslizamos sobre la cancha. Sacamos balón y
anotamos de una. Me marcaba uno de los tipos grandes que echaba codazos a
maldad y me jalaba la camisa cuando no podía alcanzarme. Pasé la bola a mi
hermano, que le hizo una bandejita en la cara al pelirrojo y quedó lelo. Punto.
Noel hizo el saque con parsimonia; rebotando con una mano, indicando el pase
con la otra. Pero eran solo patrañas para llegar a su zona mágica, la burbuja
de tiro libre. Hizo su brinquito clásico y lanzó en suspensión. Punto. De nuevo
Roger eludió fácil al pelirrojo con su drible de fintas y morisquetas. Se metió
en el área y lanzó un gancho que uno de los tipos grandes al fin taponeó. Pero
la pelota quedó en mis manos. La convertí desde la raya de tres. Chao pescao.
En estos casos Noel decía las palabras de cierre. Desalójenme la
cancha, repito. Obedeciendo el mandato, se paró y se fue la jeva de
Experimento. Experimento como tal estalló en una rabieta ciega con algo de
llanto. Un segundo después, voló por los aires como una baraja y sonó feo
cuando cayó. Era un movimiento que solo le había visto a Yokozuna, pero a Noel
le salió natural. Era muy firmante ese gordo del diablo. En su retirada, los
tipos no ayudaron al pelado adolorido. Pero sí nos gritaron desde lejos para
invitarnos a jugar en la cancha de sus bloques. Donde sea, cuando sea, dijo
Noel, haciendo un meneíto como en el baile del perro.
Un lunes a primera hora, la cara de
Bemba estaba sin consuelo. En sus manos el Sega con el control fracturado,
enmendado en adhesivo. A grandes rasgos, le dije la verdad: Marico, Roger y yo
tuvimos una tángana y esto fue lo que quedó. Salvé lo que pude. Bemba sacó los
ojos del aparato y los puso en mi cara. Iba por el sexto mundo, dándole guasasa
al jefe de los malos. Roger se levantó y quiso quitarme el control. No lo
solté. Me encapuchó con la sábana y me torteó un buen rato. Cuando al fin pude
reaccionar, la pantalla estaba congelada con las rayas verdes y fucsias: había
desencajado el casete para hacerme arrechar. No importa cuánto avancé por los
drenajes de la ciudad ni cuántos enemigos aniquilé, todo se había ido al
garete. Tenía que recomenzar desde cero sin méritos. Me entró el demonio. Casi
despescuezo a Roger. De la nada emergió mi madre para salvarlo y dio un portazo
que tumbó cable, control y Sega. Bemba cerró la bemba. No sé si prende, le dije
con toda sinceridad.
Hasta aquí más o menos los acontecimientos fueron verídicos, aunque
no precisamente en ese orden. Todo comenzó cuando las letras de Streets of Rage
brillaron de más y caí en cuenta de que si el muñequito en la pantalla era yo,
pues yo era su todopoderoso —¿Para qué diablos lo hacía pelear todas las noches
en contra de aquellos cabrones mala gente? ¿Y si era más bien al contrario:
ellos Los Chéveres, el muñequito malo y yo una fuerza que lo programaba todo
por capricho? Dios debe decir esas cosas cuando habla solo, o sea, todo el
tiempo—. Total que una lacra del mundo tres me quitó el último corazón de vida.
Me cegó la cólera y batí el control contra el suelo. Lo demás fue rápido. Oí la
carcajada de Roger y nos enzarzamos a vida o muerte. Mi madre intervino. No
halló otra forma de separarnos que lanzarnos el Sega. Mientras lo esquivamos,
pudimos verlo desintegrarse en el cosmos sucio de la pared. Bemba, le dije.
Perdón, chamo. Quise distraerlo de esa cagada invitándolo al Campeonato de
Baloncesto de Tres. Pronto nos batiríamos con los de San Martín. Un sueño nacional
estaba a punto de cumplirse. Pero no picó el anzuelo. Tampoco pronunció palabra
durante el resto de la mañana.
El fin de semana apareció mi papá.
Nos llevó a la piscina del Hotel Tamanaco y nos dijo que pidiéramos lo que se
nos antojara. Lo cual era otra forma de decir papas fritas y hamburguesa full
equipo. El ciclón de mi padre golpeaba las costas de vez en cuando y era como
guao. Secuestró a mi madre en una habitación aparte. Y alquiló otra más para
que no jodiéramos el parque Roger y yo. Pero ambos dos tomamos rumbos distintos
por los confines del hotel. Anduve realengo por el lobby. Pegué un par de mocos
en el brazo de un sofá. Meé en el lavamanos. Viví la vida. Sobre los teléfonos
públicos de la recepción, pillé un par de tarjetas que no tenía. La Puerta de
Miraflores de Monagas y el Cerro Perico de Puerto Ayacucho. Volví a la piscina
para contarle a Roger la primicia pero estaba hablando con dos niñas en bikini.
Cuando llegué hasta él, no me las presentó. Ellas jamás se quitaron los lentes
de sol, y hablaban castellano como si tuvieran una papa caliente bajo la
lengua. Dejé mis tarjetas en el revoltillo de mis bermudas con la franela, por
un lado de la piscina. El resto del día me dediqué a flotar en el agua celeste.
Tarde en la noche, prendí la tele y salió Sylvester Stallone peinado
como gánster de antaño. Una chistorra dizque cómica. En el otro canal estaban
dando Robocop 2. Ahora sí hablábamos de cosas serias. La injusta, mugrienta,
futura Detroit. Allí los rufianes se daban bomba, echándose unas carcajadas de
espanto fuera de la tienda que acababan de desvalijar. En cuestión de segundos,
derrapó un automóvil. Se abrió la compuerta y del hueco emergió el pico de una
metralleta, soltando asteriscos de fuego azul por cada ráfaga. Pero salió del
baño Roger y me arrebató el control remoto. Era la final del Torneo de las
Américas en Portland. El Equipo de Ensueño norteamericano versus la selección
de Venezuela.
Llamamos por teléfono al gordo Noel. ¿Estás viendo el partido, man?
No solo estaba viéndolo. Estaba rezando por la nación en pleno, junto a su
madre y sus hermanas. ¿Quién quieres ser tú?, me dijo mi hermano. Él se creía
Scottie Pippen, así que nadie podía repetir su personaje. Noel del otro lado de
la línea dijo que él era Gabriel Estaba, un gordo achinado de los Bravos de
Portuguesa que había jugado poquito en la NBA. Yo dije que era Charles Barkley,
un mestizo coco pelado impulsivo como él solo. Se cagaba en el réferi, en el
entrenador y hasta en su propia camiseta de ser necesario. Para mi pesar, que
jode tiempo después, una loca del baloncesto me informó que yo no tenía un pelo
de Barkley sino la vista segura, transparente y sutil de Michael Jordan. Naturalmente,
fue la hembra de mi vida. Pero para eso faltaban unos cuantos años luz.
Mientras tanto, veíamos en vivo y directo cómo se quemaban los minutos del
juego más importante del país hasta la fecha.
La semana siguiente fue nuestro
partido final contra los de San Martín en su propia casa. No recuerdo el día,
pero ya era de noche. Como un video sin los colores de verdad, todo se veía en
anaranjado y negro por culpa de los postes de yodo. La camionetica por puesto —llamada
El Vengador IV— nos dejó en la plaza y empezó la llovizna caliente. Tuve un mal
presentimiento. Me callé la boca para no ser yo el pavoso. En nuestros pechos
seguía la contrariedad por la derrota reciente del país a manos de nuestros
propios héroes. Una molesta arrechera nos traía confundidos. Noel nos mostró la
callejuela por donde teníamos que subir caminando. La senda de los guerreros
invictos. Los botines se nos llenaron de agua, pero la goma de las suelas era
demasiado pro porque no resbalaba ni un chin.
Entramos a la cancha y había cuatro gatos. Experimento sin camisa,
más alebrestado que de costumbre, una sombra y los dos tipos grandes. Solo uno
de ellos dos iba a jugar en el partido. El otro tipo cedió su puesto por un
recambio estelar de último minuto. Caracas sin Luz era un negro tinto con la
cabeza crecida para atrás como un ser de Alien,
el octavo pasajero. Tocaba el aro de pie, alzando la mano. No tenía ni que
saltar. Vamos a jugar a siete. Fue la primera de las dos únicas vainas que dijo
en toda la noche. Y cáguense, fue la otra, de aquí no salen vivos.
Sacaron balón y Alien la clavó. Se
quedó guindado del aro. Sacó la lengua y se chupeteó su propia boca con un
ruido todo sádico. 1-0. El tipo se la pasó a Alien. Alien a Experimento.
Experimento al tipo y este lanzó de tres. La pelota no entró, pero ellos
dijeron que sí. No había forma de constatar aquello porque el aro no tenía
malla. 4-0. Alien sacó y me le pegué atrás. Era demasiado rápido, entonces lo
pisé y la bola se le salió de las manos. Esta fue a dar a Noel, quien se
atrevió a un doble paso con bandeja y la hizo. 4-1. Roger me la pasó a mí, no
supe qué hacer, así que se la di de vuelta. Mi hermano conejeó al tipo. Burló a
Experimento, pero este se quedó picado y le cobró una zancadilla fea. Mi
hermano derrapó antes de pasarme la pelota. Su alambrera de piernas y brazos
chocó contra el piso. Subió un coñazo de agua de charco y sonó como el fin de
nosotros.
Todo el mundo se le quedó mirando a Roger, enchumbado de
inmundicias. Cuando gritó mi nombre, recordé que tenía el balón entre mis
manos. Así que lancé y para adentro. 4-2. La saqué, Alien me la robó, se la
pasó al tipo y este la convirtió. 5-2. El tipo fue asaltado por Noel, mejor
conocido como Aventura en la Zona de Tres. Lanzó bien pero la bola rebotó en el
tablero y se la embolsilló Experimento, quien hizo una locura y no la metió,
pero la contaron como que sí. 6-2. Mi hermano se la roba al pelirrojo y la
convierte desde donde está. 6-3. Me pasa la bola, no veo luz y me lanzo de
tres. 6-6. La partida se replantea a ocho puntos. Inspirado, driblo al tipo,
escapo de Alien y con todas mis fuerzas le lanzo el pase a Noel. Pero
Experimento mete la cara y se lleva tremendo balonazo en el cachete. La recoge
mi hermano. Salta como nunca antes habíamos visto, roza el aro con las puntas
de los dedos y le encesta en la cara a Alien. 6-7. Se la doy a Noel y la hace
de tres. Hasta la vista, babies.
No sé cómo salimos de allí, pero mi
hermano y yo llegamos a la casa. Se supone que a Noel lo despellejaron vivo en
la parada del autobús pero tampoco sé cómo terminó eso. Lo que sí sé es que
recorrimos al contrario la senda de los guerreros. Faltaba nada para llegar a
la acera de los buses. El gordo se empeñó en caminar lento, como si no
tuviéramos pavor de aquella victoria. ¿Cagaos?, dijo. Si están cagaos pidan
tiempo. Yo mismo paré el primer autobús que vi y me desgañité llamando a Roger,
que también le daba largas al pánico. Siempre se queda como un perro en estado
de alerta cuando hay que irse. Captando vibraciones en el aire, oliendo
emociones para reaccionar. Lo arrastré por un brazo hasta la escalera de la
camionetica. El horror se inoculó también en el alma del gordo, pero sus ojos
estaban en neutro. Era un maldito kamikaze. Lo jalé por la franela: Súbete,
gordo. Se soltó con un meneo de malcriado. La próxima es la mía, dijo. Gallinas.
Como las gallinas, comenzó a cacarear bajo la lluvia. Se doblaba
los dedos para atrás y para adelante aunque ya ninguno hacía cric crac. La
magia había escapado de sus huesos. ¿De qué hablas?, le dije. Pero eso ya no se
oyó por la bullaranga de los motores. El chofer se puso en marcha y mi hermano
y yo nos salvamos de chiripa gracias a la mediación de José Gregorio Hernández.
Un altar de El Venerable estaba soldado al tuyuyo de latón del que salía la palanca
de las velocidades. Pagué por los dos como estudiantes que éramos, pero el
chofer y el ayudante me cayapearon: Tarifa nocturna, menor. Era el precio
inventado, con recargo, que tantas veces tuvimos que pagar. ¿Qué más puedo
decir? Ni tu Envidia pudo Conmigo se llamaba la camionetica. Ninguna de estas
cosas distrajo a mi hermano. Agachó la cabeza y tenía las pepas de ojos
exorbitadas, mirando lo que no se puede mirar. El infinito se movía por debajo
del suelo. Lo dejamos morir, dijo bajito. Entonces yo repetí lo mismo pero sonó
peor todavía. A veces ganar es perder. Y nos perdimos en el eclipse como un par
de doñas en la fe, murmurando adentro de la nada a velocidad de crucero.
Noel reapareció en el liceo dos semanas más tarde con el semblante
de un difunto vivo. Era pleno recreo. Los jodedores lo agarraron de sopa. Le
decían Lázaro y Terapia Intensiva. Tenía un bolsito de tela guindado del
cogote, donde mecía su brazo muerto. Dos gajos negroides en cada ojo como si
acabara de llorar petróleo. Y el copete de esponja sin la potencia antigravedad
de los primeros días. Nos echó una mirada de matón desde una esquina, rodeado
de sus nuevos compinches. Gasparín y el bobo del hermano, quienes también
montaron cara de cañón. Qué quéqué, dijo el gordo desde el otro lado. Me di
cuenta de que además tenía un chichón brillante en la ceja. Que te sobes, dijo
Roger, que eso se hincha. La gente esperaba un poco más de acción a la hora de
la salida. Aunque no pasó mayor cosa por aquel momento. Y aquellos pobres
diablos siguieron en sus mismos pasos, tras la sombra del más gordo de todos
los zombis.
Gracias al cielo mi madre no vio aquel esperpento de lástima. Pero
se lo olió porque la noche de la victoria, nada más entrar a la casa, nos
recibió con una tormenta eléctrica. Nos castigó por tantos días que hasta ella
misma perdió la cuenta. Sin saberlo, pegó un grito que encerraba nuestro
acertijo cuántico: tenía horas sin saber dónde estábamos metidos, mientras que
nosotros no teníamos la menor idea de cómo nos habíamos salvado.
La mañana del día siguiente, Bemba
todavía no me hablaba. Esperé al recreo para encararlo. Mira, le mostré
tarjetas telefónicas. Una cascada de espuma de afeitar sobre un pozo de salsa
soya. Matorrales de gamuza fucsia entre peñones de plomo. Un cerro en forma de
tetilla humana. Comenzó a mover el coco en aprobación. Qué pasta, dijo. Nunca
he estado allí. Ni ahí. Y menos que menos allí. Yo sí, le dije, y le conté
sobre un viaje inventado, para unir los pedazos rotos de una hermandad que
duraría hasta el día en que dejáramos de respirar.