viernes, 27 de marzo de 2015

El Nazareno. (Leyenda pesquera)





 Carlos Eduardo Frías




Toda la costa que limitaba aquel amplio espacio marino era de una esterilidad desconcertante. Al borde del mar, multitud de peñascos, ofrecían su pecho duro al latigazo del agua; luego, adentrándose en la ribera, estaba la arena menuda que el viento fuerte aplanaba, rizaba o levantaba en grandes torbellinos furiosos, para desbaratarlos contra los cardones dispersos. Erizados de púas.
            A mediodía cuando el sol se clavaba en el centro del cielo, no podía mirarse la llanura amarillenta: de los repliegues más pequeños, del Este, del Oeste, de arriba, de todo el arenal, se desprendía un resplandor violento, agresivo, que chamuscaba las retinas.
            Ni siquiera la palma de un cocotero, ni siquiera unas alas de gaviota, solamente el viento salitroso y cortante, aplanaba, rizaba o levantaba la arena menuda en grandes torbellinos que corrían erguidos a lo largo de la llanura, hasta perderse en la lejanía: devorados por el resplandor.

***

Los dos pueblecitos vivían de la pesca. Ambos poseían las mismas barracas de tablas con techo de palma, impregnadas de un intenso olor de brea y pescado; un trozo de mar; árboles frondosos y ancianos que dan la uva de las playas; redes sin cuento; y muchas barcas de vientre ancho y muchas barcas de vientre angosto y pocas mujeres y muchos chiquillos de piel escamosa.
            Los pueblecitos estaban colocados en los extremos mismos del arenal, como si la vegetación que faltaba en la llanura, volviéndose subterránea, hubiese estallado en ellos con un estallido verde.
            Se comunicaban por tierra, a través de la costa pelada y candente, o por mar, pero mar adentro, porque en la zona próxima a la orilla, el agua estaba sacudida por oleadas vertiginosas que iban a estrellarse contra las peñas verdinegras, pulverizándose en una lluvia finísima.
            Si parecía ayer! Y, sin embargo, iban corridos cincuenta años desde que Rufo saliera con su barca, cierta madrugada.
            Ahora estaba el viejo, muy quietecito bajo la tierra, pero todos los pescadores, sabían de memoria la aventura.

***
           
Cincuenta años atrás, escasearon repentinamente los peces en aquellas aguas. Los más expertos pescadores, los que poseían todos los secretos marinos y conocían el veneno de la luna cuando está hundida en el agua y las artimañas de la pesca, regresaban con las redes vacías.
            Y así pasaban los meses, las semanas y los días.
            Tendrían que emigrar en busca de otro ambiente más benigno, y, los rudos hombres sufrían, pensando en marcharse lejos de aquel sol y aquella agua, que les corrían en las venas como sangre.
            Las mujeres, esperaban todos los días la llegada de los pescadores, aglomeradas en la punta más saliente de la costa.
            Las barcas iban llegando una a una, con las velas pletóricas de viento, pero sin un sólo pez sobre cubierta.
            Las mujeres lloraban entonces y murmuraban oraciones toscas, en tanto que los hombres, silenciosos, alejábanse con los guarales al hombro, haciendo balancear los torsos desnudos.
            Hasta que una madrugada, cuando regresaba cariacontecido Rufo, el más anciano pescador de uno de los pueblecitos, sobrevino el milagro. Se apilonaban las redes húmedas en su barca y Rufo las contemplaba, como husmeando algún maleficio, cuando un muchacho de a bordo llegóse hasta él diciéndole:
            —Patrón, allá trás viene pegao del timón un tronco e mata.
            —¿Y por qué no lo han despegao?
            —No hemos podío, patrón!
            Rufo, seguido del muchacho, se fue a la popa.
            Efectivamente, entre las olas, adherido al timón con sus raíces prolongadas, flotaba un tronco de árbol.
            —A despegá esto! –llamó Rufo, y contra la borda se agrupó la tripulación, armada de largos bicheros.
            Sin embargo, cuando la barca del viejo Rufo, atracó en la orilla, aún permanecía enredado. Varios pescadores llegaron hasta él a nado y cortándole algunas raíces, lograron desprenderlo. A remolque lo empujaron hacia la playa.
            Si parecía ayer! Y, ya iban corridos cincuenta años!

***
           
Ahora el tronco estaba bajo el techo de una capilla breve, de paredes encaladas.
            Por la posición vertical en que se mantenía, las largas raíces filamentosas, pendían lacias como una cabellera vegetal.
            Bajo de ellas, la corteza rugosa, de bruscos relieves, esbozaba un rostro lejano de Jesús magullado.
            Hacia la parte en que descansaba la cruz, una cruz maciza y enorme, el tronco se gibaba como una espalda bajo un peso fuerte.
            Del conjunto informe, surgía lentamente, en una lenta ascensión, la figura definida, rotunda, del Nazareno.
            Se acumularon los milagros como las hojas que van cayendo en el suelo de las selvas.
            La pesca tornóse abundante. Las enfermedades escasas.
            El Santo milagroso, velaba por sus protegidos.
            Como buenos hermanos, los pueblecitos ribereños compartieron el hallazgo extraordinario. Todos los años, la imagen era transportada de un lugar al otro, llevada en andas al través de la costa desnuda.
            Rufo, el viejecito favorecido, en el día del Nazareno, vistió se con un sayal morado y grueso cordón a la cintura. Se estuvo muy silencioso durante los preparativos para la salida de la procesión y, cuando el Santo apareció en el umbral de la capilla, con la mayor serenidad acercóse a él y retirando la pesada cruz del hombro de la imagen, echósela en el suyo. No hubo manera de disuadirle.
            Días después de esa procesión, el anciano pescador durmióse tranquilamente. bajo las velas tensas de su barca y cuando intentaron despertar le, no lograron que abriese los ojos, ni tampoco encontrarle huellas de la desolladura que el madero le produjese.
            Así nació la costumbre singular y era de verse todos los años el desfile lento de la imagen a lo largo de la llanura con la espalda libre de la cruz y era de verse el gozo del pescador agraciado por el Nazareno, que la soportaba durante la jornada interminable.
            Si parecía ayer! Y ya iban corridos cincuenta años!

***

            Era por Semana Santa y era el día del Santo Milagroso, del Santo Patrón de la costa.
            Por esta vez el milagro mayor recayó sobre la cabeza rizosa de Colás, un pescador de bíceps formidables y amplia experiencia marina saturada de yodo.
            Colás vivía por entonces en una isla vecina y en su cayuco estrecho y largo, verificaba la travesía en pocas horas.
            Su mujer teníale preparada una túnica violeta y un grueso cordón de cocuiza, para: que se lo amarrase por la cintura.
            La población de los dos pueblos, aglomeróse frente a la capilla.
            Numerosos rapaces de todas las edades, iban llegando con sus sayales morados.
            Brillaba un fervor primitivo en todos los ojos, en todos los rostros.
            Los marinos altos y cuadrados, con gran respeto, se fueron agrupando en torno a las rejas de la entrada, después de santiguarse con el gesto torpe de sus manos anchas.
            Por sobre la multitud, pasaron repetidas veces las aves del mar, en giros tardos.
            El sol chorreaba un oro desvaído sobre las hojas regordetas de los uveros.
            El viento tornóse suave y dejó de enmarañar con sus dedos ganchudos, la cabellera de los cocotales.
            Por algo era aquel día, el día del Santo Patrón de la costa!
            Los elementos y los hombres, se preparaban a rendirle un homenaje digno de su divinidad.
            Dieron las nueve de la mañana, hora en que emprendía su marcha la procesión, a lo largo de la ribera, para llegar al otro extremo de la llanura con la caída del sol.
            La gente, esperaba por Colás, que no aparecía.
            En un corrillo, dijo un pescador:
            —Qué raro que no haya venío Colál
            Otro:
            —Sí oh, qué raro!
            Un tercero:
            —Yo lo vide anoche, allá en la Isla, antes de venime. Fuí cajedél, y que iba a vení solo, porque la mujé está enferma.
            Una voz:
            —Pa mí que Colá, no quié echase la crú encima!
            Una vieja:
            —Jesú Panchito, no diga eso!
            En la puerta de la capilla, apareció un monago flaco, con los brazos encorvados bajo el peso de los cirios.
            Luego surgió el sacristán, con aspecto de canónigo, trayendo solamente tres o cuatro cirios y con la cara grave y abacial.
            Y, por último, allá en el fondo, comenzó a moverse un bulto de contorno esférico, semejante a una gran boya alquitranada. Era el cura. Este, el sacristán y el monago, figuraban sólo anualmente, en el día extraordinario y desaparecían luego, dejando un suave olor a incienso, que la brisa marina se encargaba de borrar.

***
           
A eso de las diez, como no llegase Colás, la procesión comenzó a salir del pueblo lentamente.
            El Nazareno, con las guedejas vegetales mecidas por la brisa, dejaba ver en las facciones, ya muy pronunciadas, una expresión dulce y tranquila.
            Sobre el hombro curvado, estaba la cruz pesada, que el Cirineo ausente, debió soportar.
            El gentío marchaba preocupado, por la rara ausencia de Colás.
            Presentían algo inesperado, porque era la primera vez que se rompía la tradición, la primera vez que el Santo, soportaba la cruz en su día.
            Cuando marchaban por la costa, a pleno mediodía, el sol echó más troncos a su hoguera y todo el suelo, pareció chisporrotear.
            El viento hasta entonces suave, afilóse las uñas en el filo del horizonte y se lanzó sobre la multitud, apagando los cirios y arrastrando hacia el mar, la tenue humareda del incensario, que el monago agitaba sin descansar.
            Rezaban con los ojos bajos y con un fervor marino.
            Doce pescadores, sostenían las andas que soportaban al Santo e iban guiándose, merced a la voz de un anciano, porque llevaban los ojos vendadas con unos vendajes negros, para protegerse del resplandor.
            A ratos se formaba en el confín, un torbellino de arena, que avanzaba hacia la procesión como una columna de pies veloces y luego deshacíase sobre ellos en una nube de polvo caliente.
            Aquellos que volvían los ojos hacia el Nazareno, clavado en el centro de una tarima, podían observar la dulzura de sus facciones, que parecían sonreír, bajo la doble cruz de madera y de sol.
            Las mujeres volteaban hacia atrás, tratando de descubrir la llegada del Cirineo desaparecido.
            Pasaron las horas lentamente, muy lentamente. Como un tabardillo sobre las cabezas descubiertas de los fieles.
            No apareció Colás.
            El Nazareno sonreía divinamente entre la multitud angustiada que no se atrevía a quitarle aquella cruz que presentían más aplastante que nunca.
            Por el retardo en la salida llegarían a la otra punta de la llanura ya entrada la noche.
            Sobrevino suavemente el crepúsculo.
            El viento refrescóse y el sol comenzó a hundirse en la caverna del mar.
            Las Mamas de los cirios ardían tranquilas, en actitud vertical.
            Se oía mejor el rumor grave de las oraciones.
            El humo del incensario envolvía la figura del Santo con su red vaporosa y perfumada.
            La obesidad del cura regodeábase ante la proximidad del descanso.
            La prosopopeya del sacristán comenzó a inflarse de nuevo y el monago sentía en sus bolsillos, el tintineo opaco de los centavos ofrecidos por el cura.
            La llanura llenóse de una paz ancha y bonachona.
            Ahora la marcha era descansada.

***
           
Unos muchachos que iban adelante salieron de entre unos peñascos gritando algo con voces temerosas.
            Inconscientemente la procesión avanzó con mayor rapidez hasta alcanzar el sitio en que los muchachos lanzaran sus gritos.
            Como el Nazareno estaba al frente de la multitud, llegó con los primeros.
            Recostado contra una 'peña musgosa y cubierta de cangrejos, estaba Colás con los ojos muy abiertos, repletos de cristales salitrosos, lo mismo que el sayal de estameña burda.
            En torno al tórax amplio y por sobre los brazos membrudos, se le enroscaba un grueso cordón de cocuiza.
            El rostro, levemente contraído, se aclaraba con una sonrisa final, que parecía saludar al Santo.
            Los pescadores se llenaron de terror.
            Del sayal burdo de Colás, parecía desprenderse suavemente un humillo violeta, que comenzó a subir hacia arriba, hacia lo alto, en el aire diáfano del atardecer. Después, entre las nubes, el viento fuerte de las alturas, se puso a extenderlo por todo el cielo, hasta que el crepúsculo, recostado contra el mar, se hizo violeta, de un violeta pálido como la estameña del sayal.
            El Nazareno sonreía con mayor dulzura, bajo sus guedejas vegetales y la sombra de la cruz, vino a caer en el hombro mismo de Colás, vestido de Cirineo y que parecía esperarla, recostado contra la peña musgosa, cubierta de cangrejos de un morado apoplético…

martes, 10 de marzo de 2015

Presentación de la sociedad Estudiantes de Medicina, de Manuel Díaz Rodríguez







Los jóvenes que constituyen la sociedad Estudiantes de Medicina han querido muy bondadosamente que sea yo quien, en el momento de iniciar sus tareas, os la presente a vosotros.
            No sé si les dije a ellos, y si no, ahora lo digo; que siempre creí este género de presentaciones cosa inútil. Y más inútil aún me parece en este caso en que se trata de jóvenes, porque la juventud, como el talento, como la belleza, no necesita de presentación: ella de propio prestigio se presenta por sí misma y de propio prestigio se impone. A ese prestigio nada pueden agregar, y sustituirse a él mucho menos, mi presencia y mi palabra. Pero, aceptado de buena voluntad el encargo, fuerza es que lo cumpla del modo mejor que está en mis posibles.
            No sé si al pensar en mí tuvieron en cuenta mi borla de doctor, sin detenerse a considerar que hace tiempo la llevo colgada, en parte, del cogollo de una caña dulce, en parte, de un gajo de arbusto sabeo. O quizás recordarán más bien aquella época en que, a los estudiantes, entre los cuales yo entonces vivía, predicaba sermones de mi cosecha, llevado de una congénita y oculta vocación de incorregible predicador laico. Sea como quiera, si no con la gravedad austera del sermón, ni con el énfasis grandilocuente del discurso, permitidme que os presente la nueva Sociedad.
            Se trata de jóvenes, como ya he dicho, y de jóvenes que se reúnen y asocian para el trabajo, y eso ya basta para granjearles el aplauso y el apoyo de la gente de bien.
            El beato Raimundo Lulio, quien poseyó todo el saber científico y literario de su tiempo y, de consiguiente, supo y escribió de medicina, comienza el prólogo de su libro de la Doctrina Pueril con estas palabras: “Dios quiere que trabajemos, y pues la vida es breve y la muerte cada día se acerca a nosotros, la pérdida de tiempo debe ser muy aborrecida.” No hay nada que se conquiste sin trabajo, como tampoco hay nada que no pueda conquistarse por medio de él. Y así para las cosas materiales como para aquellas que son en apariencia las más ideales. La misma caridad, sin trabajo cada vez más arduo, no puede practicar el bien, ni el poeta puede engendrar sin trabajo poesía, ni mucho menos puede crear el artista arte ni el sabio ciencia. Al decir trabajo, entiendo desde luego el trabajo libre y consciente en que inteligencia y voluntad se juntan en un mismo esfuerzo para alcanzar un fin generoso.
            De la misma manera que, con los progresos de la cultura, a la vez que han aumentado las posibilidades y la seguridad de la vida humana, han aumentado en igual medida, si no en mayor número, los medios de destrucción, así al aumento innegable del bien ha correspondido un aumento incalculable del mal, de suerte que, para combatir este último, realizando lo suficiente de aquél, se necesita de un trabajo tan intenso y múltiple, que, en su comparación, resultan cosa baladí los trabajos fabulosos de Herakles. Personificación de ese trabajo es para mí aquel noruego Nansen que, por sobre diplomáticos y políticos mediocres, en medio de la Europa actual, erizada de enconos e iras, aparece, con su fuerte corpulencia germánica y su expresión enérgica y dura, como el apóstol de la piedad moderna. A raíz de la última guerra, quedó como el general o el intendente nato de la Cruz Roja de todos los países y como el delegado indispensable y oficial de todos los institutos benéficos y de los gobiernos filantrópicos. Ardiendo en fuego de caridad, atravesó la Europa en todos sentidos y, primero para repatriar hasta el último prisionero de guerra, luego para acudir a las víctimas de la peste y el hambre, no se le quedó sin recorrer el más recóndito rincón de la desolada estepa rusa.
            Y cuanto por lo que respecta al bien se dice del filántropo o del apóstol, cabe, por lo que respecta a la poesía, decirlo del poeta. Podrá haber más o menos felices versificadores o improvisadores de oficio, como los improvisadores napolitanos o nuestros cantos llaneros, pero grandes poetas no hay ni puede haber sin el trabajo y el estudio. Muchas veces habréis oído decir que el poeta crea como el pájaro canta o como el campo da flores. Pero campo sin cultivar, campo en barbecho, si da flores, las da ordinariamente ruines. Precisa romper la tierra, abonarla, removerla hondamente con la reja del arado, para que dé buena sazón de flores y espigas, esto es, belleza y pan. Tómase la naturalidad por naturaleza. Pues la aparente facilidad
del poeta, como la sencillez de estilo de los grandes maestros, no son sino el resultado –o si queréis el ápice, ya que se trata de ascender– de una larga serie de esfuerzos y dolores. Trabajo y estudio, que es trabajo metódico, son el secreto del estilo. Trabajo y estudio hacen la fuerza y la cohesión de la obra de un Goethe, que es como un bloque de mármol resistente al cincel. Y para acogernos a un horizonte más nuestro, a un poeta de la familia, no sospechan los cándidos y hablan de genio o de talento natural cuanto hay de trabajo de preparación y de estudio en la obra de Rubén, el último gran poeta de nuestra América española. Entre un poeta natural, espontáneo, o como se quiera decir, por más chispazos geniales que él produzca, y un verdadero gran poeta, mediará siempre tanta distancia cuanta puede haber entre el piache de la indiada, o el yerbatero o curioso de nuestros suburbios, y el sabio clínico de París, Berlín o Viena.
            La patraña de que no se necesita de trabajo y estudio, para el cultivo de la poesía, se halla con cierta baja preocupación nacionalista, con cierta preocupación de un nacionalismo rudimentario y bárbaro, muy extendida entre nosotros. Y no sólo se ha enseñoreado del claro rincón de los poetas. Ha llegado a ser en algún momento entre nosotros rémora y ponzoña de todas las actividades del espíritu. Bajo su influencia, se ha podido decir de un escritor que lee muchos libros, que hay derecho a sospecharle de que los imita o los copia. Y no sé que pueda nadie escribir un buen libro, ni siquiera un libro malo, sin haber leído muchos. Basta denunciar semejante mentalidad, si eso puede llamarse, así, para sentirnos en las antípodas de la cultura, en plena barbarie ancestral, dentro del corazón de la selva. “Por lo cual en el principio –continúa Raimundo Lulio en su prólogo de la Doctrina Pueril– debe el hombre enseñar a su hijo aquellas cosas que son generales en el mundo, para que de ellas sepa bajar a las especiales. Y debe hacer que su hijo en el principio componga en lengua vulgar lo que aprendiese.” No debe haber hombre culto, particularmente si es un universitario, sea ingeniero, abogado, médico, humanista o filósofo que, sobre la materia de su particular predilección, no sea capaz de escribir un buen libro. Mengua es que, por ignorancia del idioma, la borla de doctor sirva muchas veces para encubrir una madriguera de gazapos. Y para escribir, y escribir bien, hay que leer mejor. El escritor sobre todo, pues la lectura para él es el medio natural de su aprendizaje y el deber primordial de su oficio.
            A eso se agrega el bajo prejuicio nacionalista de que he hablado: no abráis la ventana; no miréis hacia fuera; no vaya a ser que os contaminéis. Se ha criticado al estudiante de escultura, de pintura o de arquitectura; que parte en viaje de estudios a Europa. Y no puede formarse un escultor sin ver estatuas, ni un pintor sin admirar las obras de los grandes maestros, ni un arquitecto sin estudiar dentro de su marco propio los diversos estilos de la arquitectura. Criticar al escultor que va a los museos de Europa a ver estatuas, es como criticaros a vosotros” estudiantes de medicina, porque vais al hospital a ver enfermos. ¿Acaso poseemos todo el arte, ni siquiera muchas obras de arte? Por una sola estatua buena, poseemos gran número de intenciones desgraciadas. ¿No hay una que intenta representar a Sucre, el impecable, repartiendo cintarazos y mandobles con su espada nobilísima? Mejor estamos en pintura, pues poseemos una regular copia de cuadros buenos. Y en cuanto a arquitectura, después de haber destruido la vieja casa española, todavía esperamos el arquitecto que, acordando los conocimientos adquiridos con nuestro clima, nos construya la verdadera casa venezolana. Porque eso, en suma, es lo que importa. Alcanzar conocimientos y maestría por medio del trabajo y del estudio, fuera o dentro del país, pero siempre que, en definitiva, sean para el país. El estudio del arte de otras naciones, del arte exótico, debe servirnos para, con material nativo y espíritu nacional, trabajar después arte propio, arte vernáculo.
            Y cuanto se dice del arte puede aplicarse a la ciencia en general y especialmente a la medicina. No se alarmará la suspicacia nacionalista o patriotera, si decimos que en punto a medicina, estamos aún bastante lejos de Europa. De consiguiente, no se alarmará tampoco si agregamos que en París o Roma, en Berlín o Viena, se estudian las ciencias médicas mejor que en Caracas. Lo mismo sería si se alarmara porque dijésemos que, comparada con la poblaci6n de esas grandes capitales europeas, la de nuestra capitales muy exigua. Pues, en el fondo, no hay sino una cuestión de abundancia de material humano y de adelanto y número de hospitales
y laboratorios. Y sin buenos hospitales y laboratorios, no hay buenos estudios de medicina.
            Atesorados en donde y como sea los conocimientos requeridos, aquellos de vosotros que puedan en el futuro consagrarse a la desinteresada labor de crear ciencia, deberán aplicarlos a completar o a extender las bases de nuestra medicina venezolana. Iluminadas por la gran renovación de valores que se está cumpliendo hoy en medicina, os espera en la parasitología y en la patología tropicales un vasto dominio, explorado tan solo en mínima parte por algunos de vuestros predecesores y maestros.
            He dicho desinteresada labor de crear ciencia, empezando por el adjetivo, porque tengo al desinterés por parte integrante de esa labor, y creo que sin él no hay labor científica pura. Y en la labor científica tanto como en la profesional hay que mantener siempre muy vigilante algo que por de pronto llamaré responsabilidad cívica y de la que me placería en otra ocasión, menos festinada que la presente, disertar sobre todo delante de un concurso de estudiantes de derecho, y hasta –perdóneseme la jactancia– delante de una asamblea de juristas. Muchos abogados y juristas ilustres han escrito largos volúmenes doctrinarios acerca de la responsabilidad civil, y donde esa responsabilidad cívica de que hablo no se menciona. Merecería, sin embargo, tratarse de ella en la conferencia y el libro. Muchos profesionales, creyéndose moralmente escudados por su deber profesional, por la consideración debida al cliente, no vacilan, violando la responsabilidad a que aludo, en ir contra el país en que viven, contra la sociedad a que pertenecen, contra el supremo interés de la patria. En un tratado de la responsabilidad cívica tendría cada profesional su capítulo, así el abogado como el ingeniero o el médico.        Al mismo tiempo y con el mismo gesto que ha de ponerse abnegación en la labor científica, debe extirparse de ella toda vanidad. No sé por qué, en los hombres en general, y menos aún me lo explico en los hombres de ciencia, en vez de atenuarse, la vanidad aumenta con los años, cuando la fuga misma de los años y el espectáculo de la inevitable y propia limitación debieran servirles de admonición y contrapeso. La conciencia de la propia limitación significa ya una buena suma de saber, y eso la vanidad no lo sabe. A este propósito quiero contaros una impresión imborrable y gratísima de mi juventud. Una mañana, en su clínica de la Salpêtrière, el viejo Charcot, aquel sabio que, en su aire y aspecto bonachones de pastor evangélico y en los ojos a tiempo soñadores y penetrantes, era como un hermano gemelo del cristalino Renan, después de presentar a su público de estudiantes y doctores un enfermo y de enumerar los síntomas que el enfermo presentaba, agregó sin el más vago atisbo de afectación, con toda sencillez: “Pues bien, señores, yo no sé lo que tiene este enfermo.” Y sobre la base de aquel momentáneo oscurecerse de su extraordinaria experiencia clínica, dictó una lección maravillosa, que dejó en el espíritu de los oyentes más gérmenes fecundos que otra alguna de sus lecciones, y mucho más, naturalmente, que pudieran dejar las petulancias de un Legueu, vanidoso y megalómano.
            Extirpada la vanidad, hay que poner en el puesto que ella ocupaba, trabajo, más trabajo, siempre trabajo. Del trabajo armonioso de todos los órganos en el cuerpo, con la sinergia orgánica y funcional, fluye el perfecto equilibrio de la salud y el contento de la vida. Así, del trabajo de todos y cada uno de nosotros, en nuestro gremio o clase y del trabajo armonioso de clases y gremios en la sociedad, nace la sinergia social y, con ella, la grandeza; la prosperidad y el poderío de la nación.
            Llena con el trabajo y el estudio, la vida, a su término, ofrece la dulzura y la paz del crepúsculo bien ganado.
            Cuando al empezar os recordaba a Raimundo Lulio, pensaba, como en un fruto de su vida de labor, en el paisaje de paz luminosa de su tierra. De ese paisaje de Mallorca, el beato Raimundo y el divino Rubén extrajeron quintaesencia de poesía. Y ahora pienso de nuevo en ese paisaje como en un símbolo de aquel en que debiera encenderse y morir el crepúsculo de los buenos trabajadores. Debajo de olivos centenarios, cuyos troncos retorcidos recuerdan el esfuerzo, la pena y la tortura de la antigua labor, sestea o se apacienta a la sombra, en la hierba del olivar, un rebaño de ovejas. De los gajos pende, en la oliva madura, una promesa de óleo. Entreábrese la nívea flor de los vellones con promesa de lana. Lana, óleo y silencio, tres suavidades que son, en el paisaje de paz, una sola dulzura.
            Y ahora, perdonadme esta que a los comienzos califiqué de charla descosida, porque muy bien sabía que no iba a ser sino un manojo de futilezas. En su mayor parte son viejas trivialidades que todos vosotros conocíais. Pero me consuela pensar que no hay, tampoco, nada más trivial que una gota de agua y, sin embargo, cuando al nacer el sol, un rayo de luz la sorprende colgando de la hoja de un árbol, se convierte en diamante fulgidísimo. Asimismo, penetrados por la intención recta y generosa de vuestra juventud, que es la luz de vuestro amanecer, en estas trivialidades encontraréis con seguridad los diamantes y las piedras preciosas que yo no puse.