viernes, 27 de marzo de 2015

El Nazareno. (Leyenda pesquera)





 Carlos Eduardo Frías




Toda la costa que limitaba aquel amplio espacio marino era de una esterilidad desconcertante. Al borde del mar, multitud de peñascos, ofrecían su pecho duro al latigazo del agua; luego, adentrándose en la ribera, estaba la arena menuda que el viento fuerte aplanaba, rizaba o levantaba en grandes torbellinos furiosos, para desbaratarlos contra los cardones dispersos. Erizados de púas.
            A mediodía cuando el sol se clavaba en el centro del cielo, no podía mirarse la llanura amarillenta: de los repliegues más pequeños, del Este, del Oeste, de arriba, de todo el arenal, se desprendía un resplandor violento, agresivo, que chamuscaba las retinas.
            Ni siquiera la palma de un cocotero, ni siquiera unas alas de gaviota, solamente el viento salitroso y cortante, aplanaba, rizaba o levantaba la arena menuda en grandes torbellinos que corrían erguidos a lo largo de la llanura, hasta perderse en la lejanía: devorados por el resplandor.

***

Los dos pueblecitos vivían de la pesca. Ambos poseían las mismas barracas de tablas con techo de palma, impregnadas de un intenso olor de brea y pescado; un trozo de mar; árboles frondosos y ancianos que dan la uva de las playas; redes sin cuento; y muchas barcas de vientre ancho y muchas barcas de vientre angosto y pocas mujeres y muchos chiquillos de piel escamosa.
            Los pueblecitos estaban colocados en los extremos mismos del arenal, como si la vegetación que faltaba en la llanura, volviéndose subterránea, hubiese estallado en ellos con un estallido verde.
            Se comunicaban por tierra, a través de la costa pelada y candente, o por mar, pero mar adentro, porque en la zona próxima a la orilla, el agua estaba sacudida por oleadas vertiginosas que iban a estrellarse contra las peñas verdinegras, pulverizándose en una lluvia finísima.
            Si parecía ayer! Y, sin embargo, iban corridos cincuenta años desde que Rufo saliera con su barca, cierta madrugada.
            Ahora estaba el viejo, muy quietecito bajo la tierra, pero todos los pescadores, sabían de memoria la aventura.

***
           
Cincuenta años atrás, escasearon repentinamente los peces en aquellas aguas. Los más expertos pescadores, los que poseían todos los secretos marinos y conocían el veneno de la luna cuando está hundida en el agua y las artimañas de la pesca, regresaban con las redes vacías.
            Y así pasaban los meses, las semanas y los días.
            Tendrían que emigrar en busca de otro ambiente más benigno, y, los rudos hombres sufrían, pensando en marcharse lejos de aquel sol y aquella agua, que les corrían en las venas como sangre.
            Las mujeres, esperaban todos los días la llegada de los pescadores, aglomeradas en la punta más saliente de la costa.
            Las barcas iban llegando una a una, con las velas pletóricas de viento, pero sin un sólo pez sobre cubierta.
            Las mujeres lloraban entonces y murmuraban oraciones toscas, en tanto que los hombres, silenciosos, alejábanse con los guarales al hombro, haciendo balancear los torsos desnudos.
            Hasta que una madrugada, cuando regresaba cariacontecido Rufo, el más anciano pescador de uno de los pueblecitos, sobrevino el milagro. Se apilonaban las redes húmedas en su barca y Rufo las contemplaba, como husmeando algún maleficio, cuando un muchacho de a bordo llegóse hasta él diciéndole:
            —Patrón, allá trás viene pegao del timón un tronco e mata.
            —¿Y por qué no lo han despegao?
            —No hemos podío, patrón!
            Rufo, seguido del muchacho, se fue a la popa.
            Efectivamente, entre las olas, adherido al timón con sus raíces prolongadas, flotaba un tronco de árbol.
            —A despegá esto! –llamó Rufo, y contra la borda se agrupó la tripulación, armada de largos bicheros.
            Sin embargo, cuando la barca del viejo Rufo, atracó en la orilla, aún permanecía enredado. Varios pescadores llegaron hasta él a nado y cortándole algunas raíces, lograron desprenderlo. A remolque lo empujaron hacia la playa.
            Si parecía ayer! Y, ya iban corridos cincuenta años!

***
           
Ahora el tronco estaba bajo el techo de una capilla breve, de paredes encaladas.
            Por la posición vertical en que se mantenía, las largas raíces filamentosas, pendían lacias como una cabellera vegetal.
            Bajo de ellas, la corteza rugosa, de bruscos relieves, esbozaba un rostro lejano de Jesús magullado.
            Hacia la parte en que descansaba la cruz, una cruz maciza y enorme, el tronco se gibaba como una espalda bajo un peso fuerte.
            Del conjunto informe, surgía lentamente, en una lenta ascensión, la figura definida, rotunda, del Nazareno.
            Se acumularon los milagros como las hojas que van cayendo en el suelo de las selvas.
            La pesca tornóse abundante. Las enfermedades escasas.
            El Santo milagroso, velaba por sus protegidos.
            Como buenos hermanos, los pueblecitos ribereños compartieron el hallazgo extraordinario. Todos los años, la imagen era transportada de un lugar al otro, llevada en andas al través de la costa desnuda.
            Rufo, el viejecito favorecido, en el día del Nazareno, vistió se con un sayal morado y grueso cordón a la cintura. Se estuvo muy silencioso durante los preparativos para la salida de la procesión y, cuando el Santo apareció en el umbral de la capilla, con la mayor serenidad acercóse a él y retirando la pesada cruz del hombro de la imagen, echósela en el suyo. No hubo manera de disuadirle.
            Días después de esa procesión, el anciano pescador durmióse tranquilamente. bajo las velas tensas de su barca y cuando intentaron despertar le, no lograron que abriese los ojos, ni tampoco encontrarle huellas de la desolladura que el madero le produjese.
            Así nació la costumbre singular y era de verse todos los años el desfile lento de la imagen a lo largo de la llanura con la espalda libre de la cruz y era de verse el gozo del pescador agraciado por el Nazareno, que la soportaba durante la jornada interminable.
            Si parecía ayer! Y ya iban corridos cincuenta años!

***

            Era por Semana Santa y era el día del Santo Milagroso, del Santo Patrón de la costa.
            Por esta vez el milagro mayor recayó sobre la cabeza rizosa de Colás, un pescador de bíceps formidables y amplia experiencia marina saturada de yodo.
            Colás vivía por entonces en una isla vecina y en su cayuco estrecho y largo, verificaba la travesía en pocas horas.
            Su mujer teníale preparada una túnica violeta y un grueso cordón de cocuiza, para: que se lo amarrase por la cintura.
            La población de los dos pueblos, aglomeróse frente a la capilla.
            Numerosos rapaces de todas las edades, iban llegando con sus sayales morados.
            Brillaba un fervor primitivo en todos los ojos, en todos los rostros.
            Los marinos altos y cuadrados, con gran respeto, se fueron agrupando en torno a las rejas de la entrada, después de santiguarse con el gesto torpe de sus manos anchas.
            Por sobre la multitud, pasaron repetidas veces las aves del mar, en giros tardos.
            El sol chorreaba un oro desvaído sobre las hojas regordetas de los uveros.
            El viento tornóse suave y dejó de enmarañar con sus dedos ganchudos, la cabellera de los cocotales.
            Por algo era aquel día, el día del Santo Patrón de la costa!
            Los elementos y los hombres, se preparaban a rendirle un homenaje digno de su divinidad.
            Dieron las nueve de la mañana, hora en que emprendía su marcha la procesión, a lo largo de la ribera, para llegar al otro extremo de la llanura con la caída del sol.
            La gente, esperaba por Colás, que no aparecía.
            En un corrillo, dijo un pescador:
            —Qué raro que no haya venío Colál
            Otro:
            —Sí oh, qué raro!
            Un tercero:
            —Yo lo vide anoche, allá en la Isla, antes de venime. Fuí cajedél, y que iba a vení solo, porque la mujé está enferma.
            Una voz:
            —Pa mí que Colá, no quié echase la crú encima!
            Una vieja:
            —Jesú Panchito, no diga eso!
            En la puerta de la capilla, apareció un monago flaco, con los brazos encorvados bajo el peso de los cirios.
            Luego surgió el sacristán, con aspecto de canónigo, trayendo solamente tres o cuatro cirios y con la cara grave y abacial.
            Y, por último, allá en el fondo, comenzó a moverse un bulto de contorno esférico, semejante a una gran boya alquitranada. Era el cura. Este, el sacristán y el monago, figuraban sólo anualmente, en el día extraordinario y desaparecían luego, dejando un suave olor a incienso, que la brisa marina se encargaba de borrar.

***
           
A eso de las diez, como no llegase Colás, la procesión comenzó a salir del pueblo lentamente.
            El Nazareno, con las guedejas vegetales mecidas por la brisa, dejaba ver en las facciones, ya muy pronunciadas, una expresión dulce y tranquila.
            Sobre el hombro curvado, estaba la cruz pesada, que el Cirineo ausente, debió soportar.
            El gentío marchaba preocupado, por la rara ausencia de Colás.
            Presentían algo inesperado, porque era la primera vez que se rompía la tradición, la primera vez que el Santo, soportaba la cruz en su día.
            Cuando marchaban por la costa, a pleno mediodía, el sol echó más troncos a su hoguera y todo el suelo, pareció chisporrotear.
            El viento hasta entonces suave, afilóse las uñas en el filo del horizonte y se lanzó sobre la multitud, apagando los cirios y arrastrando hacia el mar, la tenue humareda del incensario, que el monago agitaba sin descansar.
            Rezaban con los ojos bajos y con un fervor marino.
            Doce pescadores, sostenían las andas que soportaban al Santo e iban guiándose, merced a la voz de un anciano, porque llevaban los ojos vendadas con unos vendajes negros, para protegerse del resplandor.
            A ratos se formaba en el confín, un torbellino de arena, que avanzaba hacia la procesión como una columna de pies veloces y luego deshacíase sobre ellos en una nube de polvo caliente.
            Aquellos que volvían los ojos hacia el Nazareno, clavado en el centro de una tarima, podían observar la dulzura de sus facciones, que parecían sonreír, bajo la doble cruz de madera y de sol.
            Las mujeres volteaban hacia atrás, tratando de descubrir la llegada del Cirineo desaparecido.
            Pasaron las horas lentamente, muy lentamente. Como un tabardillo sobre las cabezas descubiertas de los fieles.
            No apareció Colás.
            El Nazareno sonreía divinamente entre la multitud angustiada que no se atrevía a quitarle aquella cruz que presentían más aplastante que nunca.
            Por el retardo en la salida llegarían a la otra punta de la llanura ya entrada la noche.
            Sobrevino suavemente el crepúsculo.
            El viento refrescóse y el sol comenzó a hundirse en la caverna del mar.
            Las Mamas de los cirios ardían tranquilas, en actitud vertical.
            Se oía mejor el rumor grave de las oraciones.
            El humo del incensario envolvía la figura del Santo con su red vaporosa y perfumada.
            La obesidad del cura regodeábase ante la proximidad del descanso.
            La prosopopeya del sacristán comenzó a inflarse de nuevo y el monago sentía en sus bolsillos, el tintineo opaco de los centavos ofrecidos por el cura.
            La llanura llenóse de una paz ancha y bonachona.
            Ahora la marcha era descansada.

***
           
Unos muchachos que iban adelante salieron de entre unos peñascos gritando algo con voces temerosas.
            Inconscientemente la procesión avanzó con mayor rapidez hasta alcanzar el sitio en que los muchachos lanzaran sus gritos.
            Como el Nazareno estaba al frente de la multitud, llegó con los primeros.
            Recostado contra una 'peña musgosa y cubierta de cangrejos, estaba Colás con los ojos muy abiertos, repletos de cristales salitrosos, lo mismo que el sayal de estameña burda.
            En torno al tórax amplio y por sobre los brazos membrudos, se le enroscaba un grueso cordón de cocuiza.
            El rostro, levemente contraído, se aclaraba con una sonrisa final, que parecía saludar al Santo.
            Los pescadores se llenaron de terror.
            Del sayal burdo de Colás, parecía desprenderse suavemente un humillo violeta, que comenzó a subir hacia arriba, hacia lo alto, en el aire diáfano del atardecer. Después, entre las nubes, el viento fuerte de las alturas, se puso a extenderlo por todo el cielo, hasta que el crepúsculo, recostado contra el mar, se hizo violeta, de un violeta pálido como la estameña del sayal.
            El Nazareno sonreía con mayor dulzura, bajo sus guedejas vegetales y la sombra de la cruz, vino a caer en el hombro mismo de Colás, vestido de Cirineo y que parecía esperarla, recostado contra la peña musgosa, cubierta de cangrejos de un morado apoplético…

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