viernes, 26 de febrero de 2016

La bestia

de Arturo Uslar Pietri






                        ...Tracatrán... Tracatrán... Tracatrán...
            Aquel ruido adormecía, acunaba. Se perdía la noción de ir sobre los rieles a una velocidad exagerada. La noche vista por el ventanillo era una e inamoble. Era como estar suspendido en el aire.
            ...Tracatrán... Tracatrán... Tracatrán...
Federico Sumercé iba adormecido en la butaca. Llevaba ocho meses de trotamundos y la indigestión de los paisajes le había causado una modorra espiritual.
            De pronto un gran baño de luz y un pito estridente.
            Se incorporó. Había llegado.
            El andén estaba lleno de gente, esa gente impersonal que parece destinada solo a completar muchedumbres. Paseó una mirada desesperada por todo aquello, una mirada que era un bostezo de los ojos. Nada interesante, nada que hiciese sostener los músculos en su trabajo de posición vertical.
            Pero allí, sostenido en un pilar, había algo que sí lo sacudió.
            Era un cartel de colores definitivos: rojo, negro, amarillo; en la parte superior un soldado empuñaba un fusil prolongado de bayoneta, en una actitud bélica bastante fácil; debajo, en grandes letras, decía: «Alístese en la Legión Extranjera. Es tal vez la única oportunidad que se le presente en su vida de realizar sus sueños de gloria y heroísmo. Acuda al jefe de movilización».
            Mientras los mozos descargaban su equipaje se le había ido grabando en el cerebro el letrero. Después, dentro del coche, rumbo al hotel, iba rumiando aquello.
            Era, indudablemente, cosa de estúpidos dejarse sugestionar por aquel cartelito. Dejarse matar por una patria, por una idea, por unos móviles que no eran suyos ni le interesaban siquiera. Ocupar el puesto de los que debiendo ir no iban. ¡Absurdo! ¡Absurdo!
            Sin embargo, al entrar al hospedaje no pudo resistir; al primero que topó le soltó a quemarropa:
            Tenga la bondad de decirme, ¿hay muchos en la Legión Extranjera?
            Más o menos mil, señor.
            Se fue riendo. Mil bienaventurados, mil hombres-niños, que todavía jugaban a los muñecos: el muñeco del honor, el muñeco de la civilización, el muñeco de la justicia. No obstante se sobresaltó. ¿Por qué tanto interés?, ¿para qué ocuparse tanto de aquello que sabía que no lo afectaba en nada? ¿De aquello que él comprendía imposible, grotesco, idiota?
            Desechó la idea, la corrió de la bóveda del cráneo. Al fin se iba, se fue, ¡qué tranquilidad!
            Encendió un cigarrillo por hacer algo.
            Al arrojar la cerilla, la mano se le movió con un movimiento raro, reflejo, rebelde.
            Se le había movido la mano; él no había hecho nada para moverla, había sido aquella mano sola, sola, ¡sola!...
            ¿Acaso no gobernaba sus músculos? ¿Por qué, pues, aquella anomalía?
            Se inquietó. Quizá no tenía todo el dominio de sus fuerzas.
            La fantasía se le desbordó como un oleaje.  ¡Horrible! ¡Horrible! Aquella mano se había movido sola, también podría hacer lo mismo el brazo, y el tórax, y la cabeza, y las extremidades. Podrían ponerlo en marcha, y hasta, acaso, llevarle a poner su nombre en aquel prólogo de tragedia que anunciaba el cartel pintarrajeado.     
            Todos los estúpidos resortes que gobernaban su mecanismo podrían… podrían… pero no, era únicamente exceso de imaginación. Él tenía el dominio, era el jefe de todos ellos, mandaba y le obedecían.
            Quiso ensayar:
            A ver. ¿Queréis llevarme a alistar? Pues bien, no quiero... no... no...
            A pesar de todo le pareció que se había movido. ¿Sería posible?
            Comenzó entonces a rugir:
            ¡No! ¡No! ¡¡Noooo!! ¡¡Nooooo!!
            Y conforme se excitaba creyó ver que era mayor la actividad de insurrección de todo su organismo.
            Aquellos músculos lo empujaban, lo retenían, lo llevaban maniatado de ligaduras. Se debatió para arrojar aquel monstruo que le oprimía, le ahogaba, le iba apagando la última palpitación, debía ser igual la sensación de los buzos apresados, los pulpos, estaba extenuado. Ya no podía luchar.
            Sentía que su voz interior se le iba apagando.
            Nooo... Noo... No... N...
            Llegó a ser imperceptible, había que esforzarse por sentirla, ya era solo el eco de ella lo que sonaba en e1 tímpano, era como el canto de un grillo perdido en una lejanía larga...
            La imaginación comenzó a poblarle el espíritu de imágenes desusadas. Sobre un mar de menta un barco ostentaba todo el velamen extendido. El barco estaba inmóvil como si hubiese encallado en lo profundo. Pero empezó a llegar el viento y a palmotearle en las velas, y un cabeceo pesado le tomó todo el casco. Pero la nave no quería moverse, la nave no, bien lo
comprendía, quien no quería moverse era él, pero en aquel maldito velamen, que se aplanaba vertical sobre su lomo hueco de madera, el viento hacía fuerza con su cabeza poderosa. ¡Ah! La fuerza terrible del viento.
            Después le pareció un manchón confuso, vibrante, indefinible, una especie de nube polícroma que venía agigantándose como desde el hueco de una vorágine y ascendía sobre él con una rapidez espantosa, llególe a los ojos y se le metió en la comba de las pupilas y ya allí dentro, como bailando una zarabanda loca, aparecieron unas letras, unas letras fatales que decían: «La legión extranjera».
            Se borró repentinamente todo y quedó sumido en un vacío blanco, de ese blanco impreciso que queda cuando se apagan todos los colores. Solo en los oídos le lamía persistente un silbido opaco, lento.
            Empezó a ver calles oscuras, en las que la luz de los faroles era como una moneda sucia en una mano negra.
            Pasaban las calles, comenzaban las calles, muchas gentes venían a tropezar en sus hombros con un sonido sin eco.
            Súbitamente se le encimó una puerta grande, una puerta ardiente en luces, y como incrustadas en el marco de ella dos figuras vivas, dos figuras que eran las mismas del cartel del
andén.