miércoles, 10 de diciembre de 2014

Una taza de café / Los inacabados



Una taza de café




Inusitada alegría se reflejaba aquella noche en el rostro de Don Andrés Bello. Una onda de calor, tibia y fragante como en los días de su lejana juventud, aceleraba los latidos de su corazón, y por su frente, de ordinario pálida, sombreada por el dolor, pasaba una luz acariciadora. Hasta sus piernas rígidas, clavadas por el mal en muelle poltr6na, parecían librarse de ataduras y dolencias.
            Había recibido, junto con una carta de Antonio Leocadio Guzmán fechada en Lima, en la que éste le pedía su opinión sobre el Congreso Americano y la unión de los pueblos libertados por Bolívar, varias muestras de café de Venezuela. Conmovedora ternura lo invadía al contacto del fino grano, en cuya entraña se escondía el aroma del valle risueño que un día de mediados de junio de 1810 recibió, sin que él lo sospechara siquiera, desde las alturas de Campo Alegre, la última caricia de sus ojos. Y la emoción se tornó en impaciencia cuando entre los rótulos de las talegas vio escrito el nombre de El Helechal, hacienda que en tiempos más felices fuera suya y de sus hermanos. Con gesto nervioso, al que acompañaba apenas su voz gastada, ordenó le prepararan una taza de aquel café, que tenía virtudes mágicas para su imaginación adormecida.
            Cuando la criada entró a su despacho con la humeante bebida, el jurista eminente, árbitro de naciones, cuyos ademanes reposados revelaban la nobleza y la paz de su espíritu, se hallaba sentado a su mesa de trabajo, de espaldas a un pesado armario en el que los libros se apretaban en hileras, y se preparaba a contestar las preguntas que le hacía su sagaz compatriota.
            Colocada la cafetera y sus adminículos en la maciza mesa de roble, hizo el anciano un gesto a la criada, quien partió de puntillas, y solo, muy quedamente, como quien cierra las cortinas a un niño que duerme, vertió en la taza la aromosa tinta, y bebió, bebió, con leticia, trago a trago, hasta tocar los inciertos lindes del sueño, el breve minuto en que toda materialidad desaparece y el alma se desprende del cuerpo dejándonos sumidos en éxtasis inefable.
            Soñaba el poeta con la querida malqueriente, con la Patria. Se veía joven, fuerte, pasear con sus hermanos por los sombreados corredores y el ancho patio de El Helechal, en la fila de Maríchez. A lo lejos, como una garza oscura en actitud de tender el vuelo, estaba Caracas, la ciudad de sus amores. ¡Caracas! Rojeaban sus techos a la luz del sol, entre búcares florecidos y verdinegros saucedales.
            Tomaba luego el descenso por la cuesta amarillenta; vadeaba arroyos; saltaba por entre palizadas que festoneaban los cundeamores; dejaba atrás a Petare, atalaya do en viva roca, y aparecían los campos de Chacao, fausto de la Colonia.
            Allí, allí, y su índice señalaba la casona señorial, de arquería tallada en berroqueña. Dábase una fiesta de arte, animada por la grave cortesanía de Martín Tovar y por la suavidad de gestos y palabras de Rosa Galindo, su mujer. Por el jardín a la francesa discurrían las parejas de enamorados, en tanto que la orquesta, dirigida por el maestro Juan Manuel Olivares, deshojaba lentamente las armonías de un paso de pavana. Primores de ejecución, engolada solemnidad de los caballeros, cuyas cabalgaduras les esperaban piafando; languidez de las bellezas morenas que encantaron al Conde de Segur. Callada la orquesta, Paula Sojo de Uztáriz, negros los ojos, los cabellos cortos y rizados, tocaba al clavecino un minueto de Rameau, imprimiéndole un aire de criolla melancolía.
            Comenzaba la tarde a dorar las cimas del Ávila con oros de antañona casulla, olorosa a ranciedad y a verbena. Con un grupo de caballeros, entre los cuales José Félix Ribas descuella por su arrogancia varonil y Tomás Montilla por su alegría comunicativa, va Andrés Bello de vuelta a su ciudad. La charla es animada, nobles los propósitos, altivos y apasionados los conceptos.
            Apenas si se fijan en el torreón de la hacienda de los Ibarra, empenechado de humo denso, y en la fila de chaguaramos, que agitan sus cimeras, como airones de solariega hidalguía.
            Entre las nieblas del crepúsculo se arrebuja el palacio de los Capitanes Generales, en cuyo seno lleva Vasconcellos una vida de lujo y de placeres.

            Vasconcellos ilustre, en cuyas manos
            El gran Monarca del Imperio ibero
            Las peligrosas riendas deposita
            De una parte preciosa de sus pueblos…

Bello recita sus versos en elogio del gobernante que le brinda protección y afecto. Ribas habla de la partida de tresillo que va a jugar esa misma noche en la Sala Capitular; Montilla hace un chiste de buen gusto...
            De pronto, se insinúa en una curva del camino,

            La verde y apacible
            Ribera del Anauco.

            Bucólico paisaje digno de Teócrito se desarrolla ante sus ojos humedecidos por las lágrimas. ¡Cuántos recuerdos evocados en un instante por el correr de esas aguas cristalinas! Sus primeros versos, sus primeros amores. Filis y Cloris trepan con ligereza por la montaña, se pierden, reaparecen, tornan a perderse hasta que sólo se mira sobre el cielo el parpadeo de dos estrellas gemelas. No hay sendero, ni boscaje, ni piedra en esos fértiles parajes, desconocidos para el poeta. Sus cafetales le han visto errar, pensativa la frente, invocando a la Musa campesina para pedirle un ramo de flores con que cubrir la losa de su sepulcro.
            Las finas bestias, echadas al trote por sus jinetes, levantan el polvo de la ciudad, y las caladas celosías se abren con cautela al paso de la cabalgata.
            En Candelaria suena el Angelus, y súbito un coro de esquilones y campanas, partido de todos los puntos del horizonte, se concierta en un místico arrobamiento. Del fondo de un patio embalsamado por un jazminero de las Indias, se escapan, untadas con la miel de la femenina devoción, las divinas palabras: El Ángel del Señor anunció a María…
            Hasta la Plaza Mayor, presos en el hechizo de la hora, no cambian los paseantes una sola frase. Al pie de la Torre, frente a los portales descalabrados, se despiden con efusión. Pensando en la cena aderezada por su madre, que gustará al lado de sus buenas hermanas, una de las cuales, María de los Santos, los ha dejado hace poco por la paz de las Monjas Carmelitas, y de los hermanos que hablan de empresas agrícolas, de la bondad de las cosechas y del próximo arribo a La Guaira de una corbeta que zarpará inmediatamente para La Coruña, con café y cacao de sus fundos. Andrés Bello endereza su caballo hacia el norte, pero antes de desmontarse en su casa de las Mercedes, galopa hasta el templo de La Trinidad propicio al esplendor de los Bolívares, y contempla con cariño el samán plantado a orillas del Catuche. La vista de ese árbol le trae a la memoria la de aquel otro gigante de la selva, vestigio de otras edades, que en Güere se levanta con arrogancia, y en cuya copa sombría se enredan por las noches, como en la cabellera de una virgen aborigen, las lucecillas del Tirano Aguirre. Y los valles de Aragua, jardín de Venezuela, que visitó en compañía de Alejandro de Humboldt, y...
            Las voces de dos discípulos amados, José Victorino Lastarria y Miguel Luis Amunátegui, despiertan al anciano con un respetuoso Buenas Noches. Con voz húmeda de llanto les contesta el Maestro, y musita, balbuce como un niño, soñando acaso todavía, estos versos dolorosos:
           
            Naturaleza da una madre sola
            y da una sola patria...

Caracas, marzo de 1923.




Los inacabados 



León Daudet ha hablado recientemente de los escritores incompletos, de los que no dieron de sí
cuanto pudo esperarse de sus fuerzas, de los que dotados magníficamente no realizaron la obra maestra, de la que trazaron solamente los lineamientos. “Estamos con ellos, dice el gran polemista, en los limbos literarios, en el dominio, con frecuencia pintoresco, de lo inacabado”. Toma de aquí Daudet la expresión de “escritores inacabados” y presenta como ejemplo tres nombres gloriosos de la literatura francesa contemporánea: Teófilo Gautier, Villiers de I’Isle Adam y León Bloy.
            Gautier, urgido por la vida, obligado sin otros medios que los de su pluma a ganar el pan de cada día, derrochó su verbo, luminoso y fecundo en los folletines que escribiera para los periódicos. Asoman aquí y allá como una mujer desnuda de suprema belleza a los bordes: de un lago de aguas tormentosas, la frase limpia, la idea transparente que esmaltan su prosa incomparable. Nos debía un Pantagruel, exclama Daudet, y nos dio sólo un Capitán Fracasse. Villers, con una imaginación; creadora y un sentido penetrante de las cosas extrahumanas; con su palabra colorida y las súbitas iluminaciones de su espíritu, se perdió como Gautier en los laberintos de una ruda labor, y sustituyó el Fausto o algo por el estilo de que era capaz con la voluptuosidad llena de sirtes malignas de los Cuentos Crueles y las potentes adivinaciones de su Eva Futura. León Bloy malgastó su talento, sus dentelladas de polemista acorralado, lanzando apóstrofes soberbios y sangrientas ironías contra gentes de baja estofa. No hallaron el tema que estuviera en armonía con los destellos de su genio y la fuerza de su concepción original, no se dieron por entero, no realizaron su destino y constituyen el tipo de los “escritores inacabados”…
            Asignándole un carácter más amplio y general a la idea de Daudet, podemos afirmar que los escritores venezolanos, con excepción de uno solo, lanzado fuera del país por la tormenta revolucionaria de la Independencia, han pertenecido a la familia de los “inacabados”. Daudet toca apenas las causas que produjeron el fenómeno. Entre nosotros esas causas son más visibles y desgarradoras: incompatibilidad con el medio; carencia de estímulos vivificadores; fraude o mala fe, tanto en el elogio como en la censura; invasión y fácil ascenso de los menos aptos, y un erróneo concepto de la democracia, que no es nivelación igualitaria como lo cree la generalidad, sino ascendente selección.
            Juan Vicente González, que es entre nosotros el tipo perfecto, casi diremos el prototipo de esta especie infeliz, tuvo, como en muchas otras cosas, la intuición genial del problema. En 1861, presa el país de la más negra anarquía, escribió en El Heraldo un estudio sobre Fermín Toro, réplica necesaria a impertinentes zumbidos contra la fama del gran orador, que a la sazón hallábase en España, comprometidos su nombre y su decoro en el desempeño de una difícil misión diplomática. Un grupito encabezado por el general Justo Briceño, reformista empedernido a quien la envidia le roía el corazón, dióse a propalar el fracaso de Toro frente a las dificultades de toda índole que le presentaba la Cancillería española, y llegó en sus desmanes hasta calificar de inepto al negociador y de antidemocrática su actitud. Juan Vicente González saltó a la palestra en defensa del amigo de su juventud, trazando en escrito apresurado como todos los suyos, los rasgos sobresalientes de la personalidad de Toro como político y literato.
            En ese escrito, a vuelta de cálidos y merecidos elogios, nos tropezamos con los siguientes conceptos: “En el aislamiento de un país sin letras, como falta alimento a la imaginación y el voto competente de los sabios, disgústase fácilmente el hombre de su talento de escribir, que cree inferior a su idea, desdeñando el sufragio fácil de sus amigos, y prefiriendo juzgar, gustar y abstenerse, a ser inferior a su pensamiento y a sí mismo. El señor Toro halla siempre una imagen para expresar su idea, pero él se detiene, embarazado por el silencio que se hace a su alrededor, y espera a que su pensamiento se transforme en gota de luz y caiga de su pluma. Nacen de esta situación obras inacabadas, fragmentos, pensamientos a que se ha comunicado su alma y que sin ocio ni disposición de espíritu para juntarlos entre sí, no forman jamás un monumento. Y el hombre llamado a la gloria de las letras, y que debió hacer florecer la admiración entre sus semejantes, viene a convertirse en un espíritu feliz que piensa, que conversa con sus amigos, que sueña en la soledad, que medita una grande obra que no acabará jamás, y que no llegará a la posteridad sino en fragmentos”. Esta es la historia de los literatos venezolanos; la suya propia, la de Baralt, la de Cecilio Acosta, la de Pérez Bonalde.
            Baralt tenía treinta y un años cuando escribió su Historia, obra de encargo ajena a sus naturales inclinaciones. Leyéndola se siente una gran impaciencia y una infinita piedad ante el pensamiento que nos obsede, de que hubiera dado remate a una obra más conforme con sus gustos: una filosofía del lenguaje, de la que el esbozo del Diccionario Matriz no es sino una muestra afortunada. La Biografía de Ribas de González es un alto, un momento de espera en el vértigo de sus estériles luchas políticas. Acaso la de Bello, que acarició largamente, producto de afinidades electivas, con ser tan hermosa la de Ribas hubiera sido más serena y fundamental para su gloria. Cuando se leen las Reflexiones sobre la Ley de 10 de abril de Fermín Toro y se admira el caudal de ciencia y doctrina que expone, abrillantado por su estilo impecable, se piensa al punto en la profunda obra de historia y de economía política que hubiera podido legarnos. Cecilio Acosta se fue a la tumba, pobre y desilusionado, sin haber escrito el ensayo a la inglesa que era lógico esperar de su vastísima capacidad literaria. Son admirables la Vuelta a la Patria de Pérez Bonalde y el poema a su hija muerta, como fueron acerbo su destino, emponzoñada su vida y triste de toda tristeza su muerte frente al mar. Al sentir cómo late aún nuestro corazón, acorde con el ritmo de sus versos, algo de dolorosamente trunco nos empaña la mente con su imagen.
            “Escritores inacabados”. ¡Cuán exacto, conmovedor y digno de meditación resulta el término en nuestro país!

Caracas, octubre de 1925.

lunes, 8 de diciembre de 2014

PRIMERA CIRCULAR











PRIMERA CIRCULAR

            El Comité Organizador consciente de la crisis que vive el país y de las oscuras proyecciones económicas para el próximo año, en las cuales el sector universitario se vislumbra particularmente disminuido, ha decidido convocar una nueva edición del evento que se viene realizando desde el año 2009.
             A pesar del mal tiempo navegaremos como Doña Inés, contra el olvido, e intentaremos atracar en la Isla de Margarita el 1° de diciembre de 2015 para celebrar el  tercer congreso crítico de narrativa venezolana, en el cual se le rendirá un tributo a nuestra apreciada novelista Ana Teresa Torres. El evento tiene por finalidad reunir a diversos especialistas del área de la crítica y de la investigación para debatir sobre las diferentes modalidades del cuento, la novela y otros géneros narrativos del país.

El Congreso se desarrollará sobre la base de los siguientes ejes temáticos:

1.       Análisis del discurso
2.      Del mestizaje cultural al multiculturalismo
3.      Géneros emergentes y nuevos formatos (blogs, twitter, webs)
4.      La obra de Ana Teresa Torres
5.      La tradición moderna
6.      Literatura comparada
7.      Marcas del Caribe
8.      Narrativas regionales
9.      Políticas culturales (edición, promoción, mercado)
10.   Publicaciones periódicas
11.    Re-lecturas: figuras, autores, movimientos
12.   Teoría y crítica

Eventos principales

Conferencia central

Presentación de la obra de Ana Teresa Torres

Participación

Los resúmenes de las ponencias se enviarán para su arbitraje hasta el 31 de julio de 2015  a la dirección electrónica investigaciones.literarias@gmail.com. Indicar en asunto: III Congreso Crítico de Narrativa Venezolana.


            El resumen debe incluir: a) Título del trabajo, b) exposición del tema en no más de doscientas cincuenta palabras (250), c) cuatro palabras clave, d) nombre y filiación institucional del ponente, e) dirección de correo electrónico.

            Una vez aceptada su propuesta, se le enviarán instrucciones para que efectúe la inscripción en la página del Congreso.

Aranceles y hospedaje

            Se informará en próximas circulares

Información

            Instituto de Investigaciones Literarias, UCV
            Telefax: 0212 693 05 65
           
Comité Organizador

            Octavio Acosta
Antonietta Alario
            Ana García Julio
Ángel Gustavo Infante
María del Rosario Jiménez
Vicente Lecuna
María Eugenia Martínez P.
Mario Morenza
Yafi Nose
Maritza Pimentel
Rebeca Pineda Burgos
María del Pilar Puig
Mayra Salazar González
Carlos Sandoval

Patrocinantes

Vicerrectorado Académico (UCV), Dirección de Cultura (UCV), Gerencia de Información y Conocimiento (UCV), Comisión de Estudios de Postgrado FHE-UCV, Fundación UCV, Dicori (UCV).



martes, 30 de septiembre de 2014

De ahora en adelante




de Hensli Rahn



(Caracas, 1982). Músico. Escritor. Obtuvo mención especial en el concurso de cuentos El Nacional 2014; primer lugar en el IX Concurso Anual de Cuentos Sacven, en 2013; primer lugar en el Premio de Cuento Policlínica Metropolitana en la edición de 2010; y mención en el Premio Anual Transgenérico 2006 de la Fundación para la Cultura Urbana. Es autor de los libros Crónicamente Caracas (2008) y Dinero fácil (2014).

Sus relatos aparecen en las compilaciones De qué va el cuento (Alfaguara, 2013) de Carlos Sandoval, Joven narrativa venezolana III (Equinoccio, 2011), Tiempos de ciudad (FCU, 2010) de Ana Teresa Torres, y Un siglo, una visión(Alfonzo Ribas, 2010) de Milagros Socorro. Crónicamente Caracas está incluido en el “Breve diccionario de cronistas hispanoamericanos” de la antología Mejor que ficción (Anagrama, 2012) del español Jorge Carrión.



Publica en los portales Contrapunto, Sacven y Prodavinci. Su cuenta de Twitter es @HensliRahn



 
¿Alguien se acuerda de Detroit en el futuro? Exacto. Pasar la noche en el centro de la ciudad era pasar la noche en aquel Detroit pero sin la parte de los cyborgs de pinga como Robocop, ni las patrullas aerodinámicas en forma de tanque. Hagamos eso para un lado porque había lo otro: un eclipse para siempre y los malos más malos sobre la faz de la Tierra, con sus risas sabrosas que te despelucaban los cabellos de la nuca.
Nosotros vivíamos allí. Cuando llegábamos a casa después de hacer todo lo que hacíamos ya no había sol. Así que en resumidas cuentas, nuestra casa era esa negrura. Uno que otro poste de luz de yodo y el mazo de cocuyitos a lo lejos en un firmamento negro como el Planeta Muerto. Pero eran solo las luces de las favelas desde las montañas del Más Allá. O las últimas almas despiertas al margen de todo.
            Durante el día, para variar, era mi hermano quien firmaba. Filmar, corregía mi madre creyendo que hablábamos de cine. Pero portar el estilo es firmar, ma. Fir-mar. Total que el engendro firmaba porque tenía toda la cabeza rapada menos la tapa de los sesos, donde mantenía una platabanda hermética de rulos. El signo de Nike tallado en la sien. Y unas botas Patrick Ewing originales en marrón, con el autógrafo en morado,a punto de escarapelarse por el julepe diario. Pero él las llevaba con la frente arriba. Mi padre se las dio cuando se hizo el milagro: pasó el examen de reparación de matemáticas el muchacho. Gran vaina. Yo nunca raspaba materias y por eso mismo no me echaban ni un peo de lado. Mis botas, unas Punto Blanco, fueron un negocio con los morochos Fuentes: Mario y Gabo. En realidad, Bebé Gerber y Gasparín. Dos negros color apio que se pasaban el recreo entero vendiendo cachivaches robados. Después serían periqueros y otras vainas más, pero todavía estábamos en otros tiempos. Y a mí no me importaban demasiado los medios, mientras pudiera tocar el fin con los dedos de mis pies.
            Jugar baloncesto en la cancha del Fermín Toro siempre fue un lío. Por mí no era, porque yo driblaba a punta de fintas y jugaba piloto: la posición de los retacos y los enclenques. La cosa era por culpa de mi hermano Roger, delantero nato con extremidades de alambre. Convertía todas las cestas imposibles que los demás negros soñábamos hacer. El problema venía cuando jugábamos contra los jubilados de quinto año. Todos del tamaño suficiente para sujetar la pelota con una sola mano, pegar un brinquito como si nada y clavarla con fuerza bruta. Tenían el aro todo doblado para abajo de tanto guindarse. Cuando perdían, se volvían las hienas del infierno. El piso lo llenaban de gargajos. Si encontraban a un menor curioseando, en el acto lo cosían a patadas. Uno de los más bocones nos decía que le trajéramos a mi papá o alguien de su rin, para cachetearlo. Y había un dientón sin alma que una vez se sacó la correa y azotó al perro que escarbaba la basura. La pagaban siempre con el más pendejo de la vida.
Papá Noel de Haití era un gordo masivo, fotocopia del MC merenguero Sandy, de Sandy & Papo. Tenía un copete en resorte cristalizado de gelatina. La primera vez que jugó contra nosotros, encolerizado por la derrota, le dio un empujón a mi hermano que lo bombeó hasta la reja. Pero la vez siguiente tuvo el detalle de jugar en nuestras filas. Con los años vendrían más guardianes de este corte, pero Noel fue el primero y el más grande que se apiadó de nosotros. De ahora en adelante, dijo mi hermano, somos tres. Lo bueno es que éramos más y teníamos un guardaespaldas para cuando las cosas se pusieran color de hormiga. Lo malo, pues que teníamos que pagarle a Noel con la amistad como él la conocía: hacer las cosas en cambote. A toda hora estar los tres juntos, para arriba y para abajo.
            No me quedaba tiempo para las cosas de verdad importantes, como limpiar la escoria de las calles con el sudor de mis propias manos. Tenía que trasnocharme jugando Streets of Rage sin volumen, para no despertar al mostro. Si por mala leche levantaba a Roger, me quitaba el único control de un solo vergajazo. De vista nadie lo creía pero el diablo ese tenía la mano pesada, con un nudillo salido en forma de tachuela. Una sola mano hacía que te doblaras de la contradicción, con un grito de sufrimiento y un hormigueo de risa. A veces que yo me le resteaba y no había forma de que me quitara el control, pero entonces llamaba a mi madre con una actuación impecable.
Mamá tenía debilidad por él, aunque fuera cuatro años mayor que yo. La leyenda dice que ma perdió su primer embarazo. A su segundo intento, botó un bebé rosado con una estúpida frente de papa. El mismo que después se conocería como el psicópata del recreo. El incomprendido, entre otros títulos. Si lo dejaba graznar, fijo me ganaba una tunda a las dos de la madrugada. ¿Qué iba hacer? Tenía que darle el control para que se creyera el rey. La mierda es que el Sega no era de nosotros sino de mi mejor pana de clases, Bemba, que me lo estaba pidiendo de vuelta desde hace un mes.
            Se podía hablar de todo con ese carajo. Lo quería como a otro hermano pero de mi propia edad. Después se murió su papá y le decían El Triste. Pasaba todo el recreo con los ojos metidos en sus barajitas de Magic. No se quitaba ni para bañarse la franela de Brujería, donde salía una cabeza degollada y una mano que la templaba por las greñas. Pero cuando Bemba era normal y su tragedia comegato era parte del futuro distante, hacíamos las cosas en espejo, como si fuéramos la misma persona separada en dos dimensiones distintas. De hecho Bemba había sido expulsado del Luz de Caracas, liceo chiquiluqui, para después aterrizar en la pocilga donde encontró su versión mejorada: yo. Es una teoría que nunca quiso aceptar del todo por algo que se llama falta de humildad.
En fin, él juntaba cromos gringos del Dream Team y yo martillaba por aquí y por allá para completar el álbum pirata del Equipo de Ensueño que vendían en el quiosco. Él coleccionaba monedas y estampillas que venían del mundo entero. A mí de vaina me daban para una empanada y un jugo diario, así que me puse a coleccionar tarjetas usadas de teléfono. Traían impresos paisajes de lo largo y ancho del territorio nacional, que nunca me parecieron lo mismo cuando por fin los visité en carne y hueso. Bemba no hablaba casi pero era tremendo as en los videojuegos. Cuando le compraban un casete, lo terminaba la misma tarde. La tía le trajo el Neo Geo de los Estados Unidos, así que me pasó su vieja consola de Sega. Fue un regalo de un hermano a otro. Pero la misma tía le pidió la consola, para retrucársela al niño de su señora de servicio. A mí se me salió una coba automática: le dije que se la devolvería la semana siguiente. Mi boca se movió y en el aire quedaron las palabras.
         Por esos días hubo una justa implacable contra un combo de San Martín. Eran completos alienígenas en el Fermín Toro, pero había respeto de por medio gracias a las leyendas de su inmisericordia. La ex de mi hermano estaba en una esquina de la cancha. No se habían visto más desde que ella lo mandó a tragar píldoras de Ubicatex. Ahora era jeva de Experimento, uno minado de pecas y chicharrones magenta que venía con los forasteros. Dos tipos grandes tomaron al pelirrojo por el brazo y nos retaron a ver cuál era la alharaca. Un rapidito a cinco puntos.
Roger, Noel y yo nos deslizamos sobre la cancha. Sacamos balón y anotamos de una. Me marcaba uno de los tipos grandes que echaba codazos a maldad y me jalaba la camisa cuando no podía alcanzarme. Pasé la bola a mi hermano, que le hizo una bandejita en la cara al pelirrojo y quedó lelo. Punto. Noel hizo el saque con parsimonia; rebotando con una mano, indicando el pase con la otra. Pero eran solo patrañas para llegar a su zona mágica, la burbuja de tiro libre. Hizo su brinquito clásico y lanzó en suspensión. Punto. De nuevo Roger eludió fácil al pelirrojo con su drible de fintas y morisquetas. Se metió en el área y lanzó un gancho que uno de los tipos grandes al fin taponeó. Pero la pelota quedó en mis manos. La convertí desde la raya de tres. Chao pescao.
En estos casos Noel decía las palabras de cierre. Desalójenme la cancha, repito. Obedeciendo el mandato, se paró y se fue la jeva de Experimento. Experimento como tal estalló en una rabieta ciega con algo de llanto. Un segundo después, voló por los aires como una baraja y sonó feo cuando cayó. Era un movimiento que solo le había visto a Yokozuna, pero a Noel le salió natural. Era muy firmante ese gordo del diablo. En su retirada, los tipos no ayudaron al pelado adolorido. Pero sí nos gritaron desde lejos para invitarnos a jugar en la cancha de sus bloques. Donde sea, cuando sea, dijo Noel, haciendo un meneíto como en el baile del perro.
            Un lunes a primera hora, la cara de Bemba estaba sin consuelo. En sus manos el Sega con el control fracturado, enmendado en adhesivo. A grandes rasgos, le dije la verdad: Marico, Roger y yo tuvimos una tángana y esto fue lo que quedó. Salvé lo que pude. Bemba sacó los ojos del aparato y los puso en mi cara. Iba por el sexto mundo, dándole guasasa al jefe de los malos. Roger se levantó y quiso quitarme el control. No lo solté. Me encapuchó con la sábana y me torteó un buen rato. Cuando al fin pude reaccionar, la pantalla estaba congelada con las rayas verdes y fucsias: había desencajado el casete para hacerme arrechar. No importa cuánto avancé por los drenajes de la ciudad ni cuántos enemigos aniquilé, todo se había ido al garete. Tenía que recomenzar desde cero sin méritos. Me entró el demonio. Casi despescuezo a Roger. De la nada emergió mi madre para salvarlo y dio un portazo que tumbó cable, control y Sega. Bemba cerró la bemba. No sé si prende, le dije con toda sinceridad.
Hasta aquí más o menos los acontecimientos fueron verídicos, aunque no precisamente en ese orden. Todo comenzó cuando las letras de Streets of Rage brillaron de más y caí en cuenta de que si el muñequito en la pantalla era yo, pues yo era su todopoderoso —¿Para qué diablos lo hacía pelear todas las noches en contra de aquellos cabrones mala gente? ¿Y si era más bien al contrario: ellos Los Chéveres, el muñequito malo y yo una fuerza que lo programaba todo por capricho? Dios debe decir esas cosas cuando habla solo, o sea, todo el tiempo—. Total que una lacra del mundo tres me quitó el último corazón de vida. Me cegó la cólera y batí el control contra el suelo. Lo demás fue rápido. Oí la carcajada de Roger y nos enzarzamos a vida o muerte. Mi madre intervino. No halló otra forma de separarnos que lanzarnos el Sega. Mientras lo esquivamos, pudimos verlo desintegrarse en el cosmos sucio de la pared. Bemba, le dije. Perdón, chamo. Quise distraerlo de esa cagada invitándolo al Campeonato de Baloncesto de Tres. Pronto nos batiríamos con los de San Martín. Un sueño nacional estaba a punto de cumplirse. Pero no picó el anzuelo. Tampoco pronunció palabra durante el resto de la mañana.
            El fin de semana apareció mi papá. Nos llevó a la piscina del Hotel Tamanaco y nos dijo que pidiéramos lo que se nos antojara. Lo cual era otra forma de decir papas fritas y hamburguesa full equipo. El ciclón de mi padre golpeaba las costas de vez en cuando y era como guao. Secuestró a mi madre en una habitación aparte. Y alquiló otra más para que no jodiéramos el parque Roger y yo. Pero ambos dos tomamos rumbos distintos por los confines del hotel. Anduve realengo por el lobby. Pegué un par de mocos en el brazo de un sofá. Meé en el lavamanos. Viví la vida. Sobre los teléfonos públicos de la recepción, pillé un par de tarjetas que no tenía. La Puerta de Miraflores de Monagas y el Cerro Perico de Puerto Ayacucho. Volví a la piscina para contarle a Roger la primicia pero estaba hablando con dos niñas en bikini. Cuando llegué hasta él, no me las presentó. Ellas jamás se quitaron los lentes de sol, y hablaban castellano como si tuvieran una papa caliente bajo la lengua. Dejé mis tarjetas en el revoltillo de mis bermudas con la franela, por un lado de la piscina. El resto del día me dediqué a flotar en el agua celeste.
Tarde en la noche, prendí la tele y salió Sylvester Stallone peinado como gánster de antaño. Una chistorra dizque cómica. En el otro canal estaban dando Robocop 2. Ahora sí hablábamos de cosas serias. La injusta, mugrienta, futura Detroit. Allí los rufianes se daban bomba, echándose unas carcajadas de espanto fuera de la tienda que acababan de desvalijar. En cuestión de segundos, derrapó un automóvil. Se abrió la compuerta y del hueco emergió el pico de una metralleta, soltando asteriscos de fuego azul por cada ráfaga. Pero salió del baño Roger y me arrebató el control remoto. Era la final del Torneo de las Américas en Portland. El Equipo de Ensueño norteamericano versus la selección de Venezuela.
Llamamos por teléfono al gordo Noel. ¿Estás viendo el partido, man? No solo estaba viéndolo. Estaba rezando por la nación en pleno, junto a su madre y sus hermanas. ¿Quién quieres ser tú?, me dijo mi hermano. Él se creía Scottie Pippen, así que nadie podía repetir su personaje. Noel del otro lado de la línea dijo que él era Gabriel Estaba, un gordo achinado de los Bravos de Portuguesa que había jugado poquito en la NBA. Yo dije que era Charles Barkley, un mestizo coco pelado impulsivo como él solo. Se cagaba en el réferi, en el entrenador y hasta en su propia camiseta de ser necesario. Para mi pesar, que jode tiempo después, una loca del baloncesto me informó que yo no tenía un pelo de Barkley sino la vista segura, transparente y sutil de Michael Jordan. Naturalmente, fue la hembra de mi vida. Pero para eso faltaban unos cuantos años luz. Mientras tanto, veíamos en vivo y directo cómo se quemaban los minutos del juego más importante del país hasta la fecha.
            La semana siguiente fue nuestro partido final contra los de San Martín en su propia casa. No recuerdo el día, pero ya era de noche. Como un video sin los colores de verdad, todo se veía en anaranjado y negro por culpa de los postes de yodo. La camionetica por puesto —­llamada El Vengador IV— nos dejó en la plaza y empezó la llovizna caliente. Tuve un mal presentimiento. Me callé la boca para no ser yo el pavoso. En nuestros pechos seguía la contrariedad por la derrota reciente del país a manos de nuestros propios héroes. Una molesta arrechera nos traía confundidos. Noel nos mostró la callejuela por donde teníamos que subir caminando. La senda de los guerreros invictos. Los botines se nos llenaron de agua, pero la goma de las suelas era demasiado pro porque no resbalaba ni un chin.
Entramos a la cancha y había cuatro gatos. Experimento sin camisa, más alebrestado que de costumbre, una sombra y los dos tipos grandes. Solo uno de ellos dos iba a jugar en el partido. El otro tipo cedió su puesto por un recambio estelar de último minuto. Caracas sin Luz era un negro tinto con la cabeza crecida para atrás como un ser de Alien, el octavo pasajero. Tocaba el aro de pie, alzando la mano. No tenía ni que saltar. Vamos a jugar a siete. Fue la primera de las dos únicas vainas que dijo en toda la noche. Y cáguense, fue la otra, de aquí no salen vivos.
       Sacaron balón y Alien la clavó. Se quedó guindado del aro. Sacó la lengua y se chupeteó su propia boca con un ruido todo sádico. 1-0. El tipo se la pasó a Alien. Alien a Experimento. Experimento al tipo y este lanzó de tres. La pelota no entró, pero ellos dijeron que sí. No había forma de constatar aquello porque el aro no tenía malla. 4-0. Alien sacó y me le pegué atrás. Era demasiado rápido, entonces lo pisé y la bola se le salió de las manos. Esta fue a dar a Noel, quien se atrevió a un doble paso con bandeja y la hizo. 4-1. Roger me la pasó a mí, no supe qué hacer, así que se la di de vuelta. Mi hermano conejeó al tipo. Burló a Experimento, pero este se quedó picado y le cobró una zancadilla fea. Mi hermano derrapó antes de pasarme la pelota. Su alambrera de piernas y brazos chocó contra el piso. Subió un coñazo de agua de charco y sonó como el fin de nosotros.
Todo el mundo se le quedó mirando a Roger, enchumbado de inmundicias. Cuando gritó mi nombre, recordé que tenía el balón entre mis manos. Así que lancé y para adentro. 4-2. La saqué, Alien me la robó, se la pasó al tipo y este la convirtió. 5-2. El tipo fue asaltado por Noel, mejor conocido como Aventura en la Zona de Tres. Lanzó bien pero la bola rebotó en el tablero y se la embolsilló Experimento, quien hizo una locura y no la metió, pero la contaron como que sí. 6-2. Mi hermano se la roba al pelirrojo y la convierte desde donde está. 6-3. Me pasa la bola, no veo luz y me lanzo de tres. 6-6. La partida se replantea a ocho puntos. Inspirado, driblo al tipo, escapo de Alien y con todas mis fuerzas le lanzo el pase a Noel. Pero Experimento mete la cara y se lleva tremendo balonazo en el cachete. La recoge mi hermano. Salta como nunca antes habíamos visto, roza el aro con las puntas de los dedos y le encesta en la cara a Alien. 6-7. Se la doy a Noel y la hace de tres. Hasta la vista, babies.
            No sé cómo salimos de allí, pero mi hermano y yo llegamos a la casa. Se supone que a Noel lo despellejaron vivo en la parada del autobús pero tampoco sé cómo terminó eso. Lo que sí sé es que recorrimos al contrario la senda de los guerreros. Faltaba nada para llegar a la acera de los buses. El gordo se empeñó en caminar lento, como si no tuviéramos pavor de aquella victoria. ¿Cagaos?, dijo. Si están cagaos pidan tiempo. Yo mismo paré el primer autobús que vi y me desgañité llamando a Roger, que también le daba largas al pánico. Siempre se queda como un perro en estado de alerta cuando hay que irse. Captando vibraciones en el aire, oliendo emociones para reaccionar. Lo arrastré por un brazo hasta la escalera de la camionetica. El horror se inoculó también en el alma del gordo, pero sus ojos estaban en neutro. Era un maldito kamikaze. Lo jalé por la franela: Súbete, gordo. Se soltó con un meneo de malcriado. La próxima es la mía, dijo. Gallinas.
Como las gallinas, comenzó a cacarear bajo la lluvia. Se doblaba los dedos para atrás y para adelante aunque ya ninguno hacía cric crac. La magia había escapado de sus huesos. ¿De qué hablas?, le dije. Pero eso ya no se oyó por la bullaranga de los motores. El chofer se puso en marcha y mi hermano y yo nos salvamos de chiripa gracias a la mediación de José Gregorio Hernández. Un altar de El Venerable estaba soldado al tuyuyo de latón del que salía la palanca de las velocidades. Pagué por los dos como estudiantes que éramos, pero el chofer y el ayudante me cayapearon: Tarifa nocturna, menor. Era el precio inventado, con recargo, que tantas veces tuvimos que pagar. ¿Qué más puedo decir? Ni tu Envidia pudo Conmigo se llamaba la camionetica. Ninguna de estas cosas distrajo a mi hermano. Agachó la cabeza y tenía las pepas de ojos exorbitadas, mirando lo que no se puede mirar. El infinito se movía por debajo del suelo. Lo dejamos morir, dijo bajito. Entonces yo repetí lo mismo pero sonó peor todavía. A veces ganar es perder. Y nos perdimos en el eclipse como un par de doñas en la fe, murmurando adentro de la nada a velocidad de crucero.
Noel reapareció en el liceo dos semanas más tarde con el semblante de un difunto vivo. Era pleno recreo. Los jodedores lo agarraron de sopa. Le decían Lázaro y Terapia Intensiva. Tenía un bolsito de tela guindado del cogote, donde mecía su brazo muerto. Dos gajos negroides en cada ojo como si acabara de llorar petróleo. Y el copete de esponja sin la potencia antigravedad de los primeros días. Nos echó una mirada de matón desde una esquina, rodeado de sus nuevos compinches. Gasparín y el bobo del hermano, quienes también montaron cara de cañón. Qué quéqué, dijo el gordo desde el otro lado. Me di cuenta de que además tenía un chichón brillante en la ceja. Que te sobes, dijo Roger, que eso se hincha. La gente esperaba un poco más de acción a la hora de la salida. Aunque no pasó mayor cosa por aquel momento. Y aquellos pobres diablos siguieron en sus mismos pasos, tras la sombra del más gordo de todos los zombis.
Gracias al cielo mi madre no vio aquel esperpento de lástima. Pero se lo olió porque la noche de la victoria, nada más entrar a la casa, nos recibió con una tormenta eléctrica. Nos castigó por tantos días que hasta ella misma perdió la cuenta. Sin saberlo, pegó un grito que encerraba nuestro acertijo cuántico: tenía horas sin saber dónde estábamos metidos, mientras que nosotros no teníamos la menor idea de cómo nos habíamos salvado.
            La mañana del día siguiente, Bemba todavía no me hablaba. Esperé al recreo para encararlo. Mira, le mostré tarjetas telefónicas. Una cascada de espuma de afeitar sobre un pozo de salsa soya. Matorrales de gamuza fucsia entre peñones de plomo. Un cerro en forma de tetilla humana. Comenzó a mover el coco en aprobación. Qué pasta, dijo. Nunca he estado allí. Ni ahí. Y menos que menos allí. Yo sí, le dije, y le conté sobre un viaje inventado, para unir los pedazos rotos de una hermandad que duraría hasta el día en que dejáramos de respirar.