viernes, 31 de marzo de 2017

La tertulia del café de Pombo, de José Gutiérrez Solana



La tertulia del café de Pombo se encuentra en el museo Reina Sofía de España.


Abajo y a la izquierda, aparece el escritor venezolano Pedro Emilio Coll.






La tertulia del Café de Pombo es la obra más emblemática de José Gutiérrez Solana, exponente de la gran afición de su autor a las reuniones de intelectuales, habituales durante el primer tercio del pasado siglo en los más conocidos cafés madrileños: el Nuevo Levante, el Universal, el Candelas y, sobre todo, el que da título al cuadro, el Pombo.
El lienzo, donado al Estado español por Ramón Gómez de la Serna en 1947, fue expuesto previamente en el I Salón de Otoño de Madrid, celebrado en octubre de 1920 en el famoso café madrileño del que tomó su nombre, situado en la calle de Carretas. Posteriormente pasó a formar parte de la colección de Gómez de la Serna.
Los protagonistas de la pintura son algunos de los mas destacados intelectuales de la época: Manuel Abril, Tomás Borrás, José Bergamín, José Cabrero, Gómez de la Serna –de pie, en el centro de la escena– Mauricio Bacarisse, el propio Solana autorretratado, Pedro Emilio Coll y Salvador Bartolozzi.
El esquema compositivo de este conocido lienzo repite las constantes de otras representaciones solanescas: fuerte claroscuro, frontalidad y hieratismo en el tratamiento de los personajes, así como la disposición de estos en semicírculo, rodeando a la figura central. El espejo aparece en su condición de elemento mágico, por medio del cual se confunden la realidad y la ficción, tal como ocurre asimismo en otros lienzos de Solana. La concepción dibujística de la obra, la abundancia de materia y el predominio de los tonos sombríos son también características de este popular retrato colectivo.

Paloma Esteban Leal

Texto tomado de la página web del Museo Reina Sofía.








martes, 28 de marzo de 2017

Pedro Emilio Coll ante la crítica




Douglas Bohórquez
«La postulación de un nuevo canon en el cuento modernista» (2007)


«[En "El diente roto"] se revela la ironía y escepticismos propios de su escritura» (p. 65). 

Julián Padrón y Arturo Uslar Pietri

prólogo a Antología del cuento moderno venezolano (1895-1935)

«Pedro Emilio Coll en formas más castigadoras y sutiles, parece buscar las normas de la novela filosófia del siglo XVIII y su eco en Francia. Su posición es única en nuestras letras y sólo mucho tiempo después aparece Julio Garmendia que parece querer acompañarlo con La tienda de muñecos».


Jesús Semprum
«Del modernismo al criollismo» (1921)

Pedro Emilio Col, que andando el tiempo había de adquirir uno de los estilos más sencillos, diáfanos y puros que pueden encontrarse en nuestra América, curábase entonces poco de la elegancia del lenguaje, cuidando con preferencia de su claridad y de su lógica

Mariano Picón Salas
Pedro Emilio Coll


«Pedro Emilio Coll será el crítico y el guía de este generación del 95. Nacido en Caracas en 1872 y muerto en 1946, la breve, pero muy concentrada obra literaria de Coll (Palabras, El castillo de Elsinor, La escondida senda) es una de las más finas glosas que un venezolano haya dedicado al espectáculo del mundo y de la cultura finisecular, y a este sensibilidad un tanto mórbida, turbada y ansiosa, con que los hombres del último medio siglo han sufrido y expresado una época de extremadas tensiones espirituales» (p. 139)


«Nadie ha sabido recoger como él el color y el ambiente de algunos momentos venezolanos; crónicas y recuerdos suyos como los que ha dedicado a los últimos días de la autocracia de Guzmán Blanco y al despreocupado libertinaje de la época de Andueza Palacio, cuando Caracas pretendió ser un país tropical con cafés, cantantes, largas temporadas de ópera, coches y caballos importados, revelan en Pedro Emilio una frustrada vocación de novelista» (p. 139)


«Temperamento muy armonioso y equilibrado, supo librarse de los falsos adornos de la época modernista y logré el secreto de una prosa tan clara, justa y persuasiva» (p. 139)


«Si la literatura de Pedro Emilio Coll aspira, sobre todo, a ser una literatura de ideas, la de otros de sus contemporáneos, Manuel Díaz Rodríguez, señala una singular ambición estética» (p. 141)


«Él alzará un hermoso laude a la memoria de Antonio Paredes, el arrogante guerrero sacrificado por Cipriano Castro; y los protagonistas de sus más famosas novelas (Idolos rotos, Sangre patricia) son individualidades exaltadas, profundas neuróticos, que, cuando no pueden embriagarse en la acción, cuando fracasan en su choque con el mundo, anhelan hacerse una vida personal, única, que de ningún modo se parezca a la de los hombres comunes. El Arte, es, en todo caso, la más alta justificación moral de una vida» (p. 141)

Luis Beltrán Guerrero
«Desterrado de Atenas» (1981)

«Al confirmar el fino espíritu y la formación grecorromana, a más de francesa (siendo Francia la nueva Grecia) de Pedro Emilio, permítaseme, sin embargo, negar que haya padecido nunca de ostracismo en su Caracas, criollo universal como era, y no nacionalista exclusivo como Urbaneja Achelpohl, o griego extranjerizante siempore como Pedro César Domínici, sus otros compañeros de Cosmópolis, el nombre sthendaliano sugerido por la novela de Bourget que sirvió de bandera a la famosa revista 1894» (p. 245)


«El juego de relaciones entre esos escritores frente al problema de lo autóctono, ha sido muy bien observado por Rafael Angel Insausti –Urbaneja, la tesis; Domínici, la antítesis; Coll, la síntesis- juego que se repiten en su trayectoria humana, pues Urbaneja no sale nunca del país, Domínici se aleja desde su juventud hasta la muerte, salvo un interludio vacacional de 1933; y Coll hará su primer viaje a Europa en 1987, regresará en 1899; volverá en 1915, regresará en 1923… y así para morir el 20 de marzo de 1947, en esta Caracas que tan fresca y donosamente describió en sus crónicas, y donde había nacido un 12 de julio de 1872» (p. 245)


«Pedro-Emilio Coll fue un crítico creador, cuya orientación, ajena a escuelas y exclusivismos, sujeta a la impresión sujetiva ayudada por la educada reflexión, nos dejó un magnífico saldo espiritual, si se aprecia por las conciencias que removió y remueve desde sus notas de lector, en las que la modestia del oficio declarado, oculta la capacidad de exégesis y la riqueza de sugestiones intelectuales» (p. 247)



Pedro Emilio Coll, de Jesús Semprum

El estilo (Fragmento)




Desde sus primeros ensayos de Cosmópolis, el lector menos avisado columbra en Pedro Emilio Coll una intensa personalidad literaria. Dijo Buffon que sólo las obras bien escritas pasarán a la posteridad; y aunque dijo una verdad incontestable según mi parecer, con todo eso hubiera podido ser un poco más explícito. Porque no creo yo, ni lo creería Buffon, que una obra escrita en estilo pintiparado y relamido, músico y hechicero, sea digna, por ese mérito, de perdurar sobre el incontenible y eterno discurrir de las aguas del olvido. No tanto. Pero sí cabe asegurar que una obra, pequeña o grande por la extensión, nimia o trascendental por el asunto, estará escrita en estilo apropiado, enérgico y firme, siempre que su interés intrínseco, ético o estético predomine con brillo incontrastable de estrella fija sobre el efímero e intermitente resplandor de los enjambres de luciérnagas errabundas. Sin embargo, Pedro Emilio Coll escribió en El castillo de Elsinor: «Si muchas frases perduran al través de los tiempos, es más por su belleza sinfónica que por su estricto significado».
Su propio estilo es la más elocuente respuesta que puede darse a semejante afirmación. Porque Pedro Emilio Coll no es un estilista en el sentido que suele asignársele corrientemente a este vocablo: encuéntrase muy lejano del preciosismo meticuloso y plástico de Díaz Rodríguez y también de la estudiada e intencionada pulcritud que Zumeta sabe poner en sus prosas, como pavón de hechicería que convierte el puñal en juguete de lindos reflejos; y, sin embargo, su estilo tiene tanta intensidad personal, tanto mérito rítmico y de elocuencia como el de nuestros mayores artistas del verbo. y es porque Coll no escribe nunca sino cuando en su cerebro se hincha irresistible, preñada de reflexiones o imágenes, la onda del pensamiento, con impulso tan vehementemente arrollador que barrunto que la más fuerte tensión de su voluntad sería impotente para detener el flujo de las palabras expresivas.
Con esto bastará para que comprendáis que Pedro Emilio Coll es el menos retórico de nuestros escritores. Elección de palabras, construcción y ordenación de frases, son para él cosas poco menos que desconocidas; pero el mismo furor divino que arrastraba a la pitonisa a prorrumpir en frases incoherentes cuyo extraño sentido turbaba el ánimo de los que consultaban el oráculo, lo arrastraba igualmente a encontrar en el momento preciso la frase feliz y armoniosa que expresa justamente aquello que está palpitando entonces en su pensamiento.
Es un inspirado, no en el sentido que los viejos poetas atribuían a aquella inspiración ciega y sorda que guiaba al bardo por los mayores aciertos de dicción y de idea y por los más funestos extravíos; pues esta inspiración no es nunca desordenada y violenta, ni anda a «saltos de antílope», como creían los románticos que debe andar siempre. Entre el estilo de Montalvo, por ejemplo, que no fue nunca sino un desesperado romántico, en política y en literatura, y el de Coll, existen dos fosos inmensos: el uno formado de purismo impertinente, a ocasiones insoportable, en el ecuatoriano, y el otro de orden sereno, diáfano y puro, en el venezolano. Los partidarios del gramaticalismo encontrarán superior el estilo del primero, porque en él es casi imposible encontrar palabra, giro ni frase que no esté suficientemente autorizado por antiguos escritores españoles; y yo, a pesar de ello, me quedaría con el del segundo, por la transparencia, la elegancia desnuda y sin artificio, y principalmente por aquella resonancia recóndita, que no reside por cierto en la mayor o menor habilidad con que está compuesta la frase, sino en la armonía y en la justeza con que se adapta el íntimo pensamiento del escritor a la forma con que lo expone, en concordancia total y expresiva, como en plenitud melodiosa adáptase el agua del océano a los recodos y acantilados de la ribera.

Y no perdurará su obra «por su belleza sinfónica» en sí, sino porque su belleza sinfónica es producto de una superior, de una honda armonía espiritual: la línea, el matiz, el acorde, no existen para él como fenómenos independientes, sino como efecto o como manifestaciones de una fuerza íntima, residente en el yo; y de esta guisa, cuando el idealista irónico que escribió El castillo de Elsinor y Homúnculos se encuentra en contacto con lo exterior, un individualismo casi pantagruélico se desprende de su obra como olor de suculencias y tentaciones que surgiera de la retorta o de la alquitara de un sabio químico...