jueves, 26 de junio de 2014

Crítica parasitaria y crítica autónoma



por Nelson Osorio



Cualquiera sabe que al solo intento de abrir un intercambio de ideas y opiniones sobre “crítica literaria” surge tal cantidad de equívocos, malentendidos y confusiones que uno corre el riesgo de ocupar todo el tiempo y el papel de que dispone procurando deslindar el objeto del cual quiere hablar.
            Al parecer, gran parte de estos malentendidos provienen del hecho de que empleamos una misma expresión –“crítica literaria”– para denominar actividades no sólo diversas sino incluso divergentes. En otras palabras, bajo la denominación “crítica literaria” no hay una cosa (una actividad, una práctica, una disciplina) sino varias cosas, varias prácticas, concretas diferentes, pero que se ejercen con el mismo nombre.
            Y esta es una de las razones por la que nos encontramos hoy en día –en Venezuela y en América Latina– con el hecho de que la expresión “crítica literaria” cubre un campo semántico tan gaseoso que bajo este nombre se puede encontrar cualquier cosa, desde el serio y noble ejercicio que nos legara Alfonso Reyes o Pedro Henríquez Ureña, hasta el frívolo cotilleo dominical de un valetudinario como el chileno Hernánr Díaz Arrieta (Alone).
            Porque si bien es cierto, por una parte, que existen los aportes serios y respetables de estudiosos como José Antonio Portuondo de Cuba, Antonio Cornejo Polar de Perú, Isaías Peña Gutiérrez o Rafael Gutiérrez Girardot de Colombia, Ángel Rama de Uruguay, Domingo Miliani y Oscar Sambrano Urdaneta de Venezuela, Jaime Concha o Juan Loveluck de Chile, Noé Jitrik o Néstor García Canclini de Argentina –para nombrar sólo algunos–, no es menos cierto que, por otra parte, vemos diariamente que los circuitos de mayor difusión se ven copados por las incursiones aleves de un sinnúmero de corsarios que pueblan las revistas, periódicos, suplementos y hasta universidades.
            (Acerca de esto último quisiera abrir un corto paréntesis.
            Algunos podrán creer que exagero, pero verdaderamente a veces uno tiene la impresión de que muchos consideran que el solo hecho de estar alfabetizados, saber leer y escribir, constituye preparación suficiente para faenar en esta especie de bien mostrenco que es la crítica literaria. A título de ejemplo de la irresponsable impunidad con que suele perpetrarse un cierto tipo de “crítica”, quisiera poner aquí tres casos espigados en publicaciones diferentes.
            Uno de ellos es el del antes mencionado Hemán Días Arrieta, conocido por el seudónimo de Alone y que ha sido llamado “el decano de la crítica chilena”. Este señor, que ha sido regente por decenios de la crónica literaria de El Mercurio de Santiago de Chile, ni siquiera estima necesario leer los libros que comenta. Y Con toda impudicia escribe un largo artículo sobre La muerte de Artemio Cruz de Carlos Fuentes, en el que confiesa olímpica y literalmente: “No me jactaré de haber leído toda La muerte de Artemio Cruz...” (El Mercurio, 12 de diciembre de 1968).
            Sabemos que es frecuente que este tipo de “críticos” comenten libros que no leen, pero hay que reconocer que no todos tienen los bríos para publicarlo descaradamente, lo cual también nos dice mucho del público al que se dirigen.
            Pero si el no leer lo que se comenta es grave, hay otros que ni siquiera parecen tomarse la molestia de hojear los libros sobre los que entregan su opinión. Tal es el caso del anónimo (¡y con razón!) encargado de la sección “Libros” de una revista de amplia difusión continental que se edita en Miami, quien al comentar 62. Modelo para armar escribe que en esta novela “Cortázar da las instrucciones en el prólogo para comenzar el juego, el cual consta de múltiples opciones con trozos sueltos para armar a gusto y paladar del lector, de manera que cumpla funcionalmente las necesidades de cada uno” (Vanidades Continental, año IX N2 12, 16 de
junio de 1969). ¿Será necesario decir que esas “múltiples opciones” y esos “trozos sueltos” sólo existen en la febril imaginación del autor o autora de la reseña?
            Y un último ejemplo, para cerrar esta pintoresca galería. El escritor, periodista, profesor y, por supuesto, “crítico” chileno Claudio Solar se refiere así al primer libro de cuentos de Vargas Llosa: “...pese a que Los jefes es una novela (sic) que fue premiada con el galardón Leopoldo Alas...”. Y para que nadie vaya a creer que lo de novela es un lapsus, insiste: “...la pasión sexual tiene un perfil distinto que separa esta manera de novelar (sic) de la anterior” (La estrella, Valparaiso, 20 de marzo de 1971).
            Estos tres botones de muestra podrían multiplicarse, pero creo que bastan para demostrar que no hay ninguna exageración en sostener que actualmente cualquier audacia puede cometerse bajo el amparo del nombre de “crítica literaria”.
            Y con ello cerramos este paréntesis).
            En función de lo anterior, es necesario tomar conciencia de que no cabe legítimamente hablar de la crítica literaria, sino que para entendernos debemos saber de qué tipo de crítica y de qué críticos hablamos, ya que, como hemos dicho, bajo este nombre podemos encontrar prácticas absolutamente diferentes e inconciliables.
            Ahora bien: si nos detenemos en este problema de las diferencias en la práctica crítica, a primera vista podríamos considerarlas como una consecuencia lógica de las diferencias de capacidad, inteligencia, cultura y sensibilidad entre los “críticos”. Esto, desde luego, también existe y es fácilmente detectable en el examen comparativo de algunas muestras que pueden tomarse al azar; pero no parece que pueda considerarse un criterio de distinción valedero, puesto que así enfocado el problema se podría llegar a establecer que hay tantas prácticas “críticas” diferentes como personas ejercen dicha actividad. Si hiciéramos un examen de conjunto, a partir de una muestra más o menos amplia y valida, sea de la “crítica” nacional o de la continental, sería posible determinar que, más allá de las diferencias individuales, el panorama nos muestra la presencia actuante de dos concepciones diferentes tanto de la literatura misma como de la función de la crítica y los estudios literarios.
            Por tal motivo, si bien las manifestaciones concretas de nuestra crítica puedan darnos a primera vista la impresión de un paisaje abigarrado, yendo un poco más a sus raíces veremos que son sólo dos los colores fundamentales que organizan el conjunto. Y que en gran medida la variedad no ofrece otra cosa que los matices de uno u otro.
            Esto que digo no es una idea nueva. Hace ya casi cincuenta años, en otros términos, el novelista Manuel Rojas decía en un artículo de 1933:
           

Existen dos clases de críticos: los que estudian los libros y los que estudian la literatura. Nosotros no podemos quejar de que nos falten los primeros (casi hay sobreproducción), pero suspiramos por los segundos. Los primeros son, en realidad, parásitos de los escritores. Viven de lo que estos hacen. Los segundos son compañeros del escritor, marchan con él y a veces se le adelantan.


Creo que este diagnóstico, a pesar del tiempo, conserva un grado importante de vigencia. Todavía hoy –sobre todo en los medios de comunicación en masas– lo que abunda es esa crítica parasitaria, ancilar, ejercida en muchos casos por escritores mediocres o frustrados, o por personas que por desempeñarse decorosamente en profesiones tan respetables como el derecho, la medicina o el periodismo, creen tener méritos suficientes para pontificar en el terreno de la literatura. A veces este tipo de crítica se profesionaliza –en órganos de prensa e incluso en la docencia–, pero sin perder su condición parasitaria, por lo que suele alcanzar un mayor grado de sofisticación aunque conservando su índole esencial.
            En todo caso, cualquiera sea su carácter –profesional o amateur–, esta concepción del trabajo crítico es en gran medida la que domina en nuestro medio y esto es lo que ha impedido –o por lo menos dificultado– el que la crítica literaria pueda desarrollarse como una disciplina
autónoma (y digo autónoma, no independiente) que pueda contribuir a un conocimiento más pleno de nuestra cultura y nuestra tradición literarias.
            La alternativa que, con diversos matices, se ha estado desarrollando en los últimos años frente a esta crítica parasitaria es la de una crítica autónoma, con principios y estatutos propios, capaz de cumplir una tarea de conocimiento sobre nuestra literatura; una crítica, en último termino, que más que al servicio del libro o de los escritores esté al servicio del conocimiento de nuestra realidad literaria.
            Crítica parasitaria, crítica autónoma. La primera prolonga de algún modo la noción pragmático-burguesa del arte, que en su versión más radical lo considera un artículo accesorio y complementario, valioso como fuente de disfrute y como adorno para el salón o la conversación “culta”. En esta perspectiva, la crítica es otra modalidad de esta conversación “culta”, que nos informa sobre el autor, nos ayuda a “entender” la obra y hasta puede –por qué no– ahorramos el trabajo de leer, sobre todo si se trata de obras muy largas o difíciles. La segunda, por el contrario, parte del principio de que el arte y la literatura son componentes básicos y necesarios del proceso de humanización del hombre, y que en ellos se registra su proyección más noble y autentificadora. De allí que la crítica no pueda quedarse en la glosa más o menos culta del texto, sino que busque un conocimiento comprensivo de la producción literaria, no aislándola sino reintegrándola al conjunto de la actividad del hombre, del hombre concreto, social e histórico.
            Por eso, la primera más bien reproduce y refuerza la sensibilidad y los valores dominantes, mientras que la segunda busca crear y producir conocimientos nuevos, contribuyendo así a renovar y enriquecer valores y sensibilidad para lograr una apropiación más plena de su propia cultura.
            Esto mismo es lo que hace que las diferencias entre estas dos concepciones del carácter y la función de la crítica literaria no puedan considerarse como simples problemas metodológicos. Lo que en realidad ocurre es que ambas se vinculan a concepciones del mundo diferentes, que corresponden a intereses socioculturales distintos.
            En consecuencia, los sectores que se encuentran consciente e inconscientemente adheridos al sistema de ideas, gustos y valores tradicionales y dominantes seguirán legitimando una “crítica” que en el fondo de su aparente inocuidad lo que hace es reproducir gustos, ideas y valores que reflejan pasivamente nuestra actual dependencia y subdesarrollo. Porque esta crítica basada en el “buen gusto”, en la “sensibilidad”, suele ser esencialmente conservadora, ya que el “buen gusto” es indefectiblemente el gusto de las clases y sectores dominantes, de la cultura dominante. De allí también que sea perfectamente valedero pensar que este tipo de “crítica” no va a desaparecer de los medios de comunicación ni de la enseñanza mientras no desaparezcan históricamente las condiciones e intereses sociales a los que obedece su existencia.
            Por el contrario, el eventual fortalecimiento de la crítica como una disciplina autónoma, desmitificadora y en función del conocimiento de nuestra realidad, se encuentra ligado al crecimiento de las fuerzas y sectores renovadores, que buscan desarrollar conocimientos propios sobre nuestra identidad y para enfrentar la penetración cultural con que se busca sellar nuestra dependencia.
            En este sentido, lo que se plantea es una crítica literaria que vincule su quehacer al proyecto histórico de las fuerzas sociales renovadoras, y que en tal sentido cumpla una función descolonizante y autentificadora en lo cultural.
            Pero esta función no puede cumplirse plenamente mientras se siga trabajando a partir del Catálogo Oficial de nuestras letras elaborado por el gusto tradicional. Es urgente y necesario leer de nuevo, y no sólo leer lo que nos presenta ese Catálogo sino también aquellos textos y autores que han sido marginados de él, investigar en el campo empírico de la producción literaria, de la actividad cultural, para actualizar y hacer nuestro un conjunto de obras que por haber sido escritas a contrapelo del “buen gusto” dominante quedaron excluidas del parnaso burgués y exquisito.
            En Venezuela hemos asistido en los últimos años a la sorpresa de Salustio González Rincones, por ejemplo, gracias a la acuciosa inquietud de Jesús Sanoja Hernández. En Chile hemos contribuido al reencuentro de Juan Emar, creador de San Agustín de Tango, una especie de Macondo surrealista e irónico. Los jóvenes colombianos rescatan a Luis Vidales y al ácido y agresivo Luis Carlos López, el “tuerto” López de Cartagena. Hugo Mayo y Pablo Palacio surgen como luces insólitas en el solemne postmodernismo ecuatoriano. Y en el conjunto continental este investigar crítico y este ver de nuevo están mostrando que en el paisaje invernal y desvaído en que han convertido nuestra literatura los manuales, hay ramas ocultas que muestran una realidad nueva, más fresca y agresiva, pero que ha sido escamoteada y marginada por no ajustarse al encorbatado y solemne gusto de nuestra mediocre burguesía consular.
            Leer de nuevo y ver de nuevo, desacralizar los manuales y programas de estudio para rescatar y construir una fisonomía más auténtica de nuestra literatura son puntos de partida para una crítica hispanoamericana al servicio de nuestra cultura y de nuestra identidad. Esta crítica debe tener una proyección que permita que nuestras literaturas nacionales respiren con pulmones latinoamericanos el aire de la contemporaneidad y de la renovación. Para cumplir con ello es necesario volcarse sobre la realidad empírica de nuestra producción literaria nacional y continental, y acometer la tarea de sacar a luz las líneas básicas que han ido dibujando en la literatura el perfil de nuestra identidad americana.
            Pero, ¿qué pasa con esa otra actividad, parásita de libros y escritores, como hemos visto, y que también emplea el nombre de “crítica literaria”? Hay que reconocer que existe. Y por algún tiempo probablemente seguirán existiendo y usurpando este nombre personas que buscan entronizar en el mundo de las letras una atmósfera semejante, a los concursos de belleza. Pero este ejercicio de almas sensibles y solemnes, por mucho que se maquille con términos nuevos y alambicados, pertenece ya a un pasado agonizante aunque tozudo, y tal vez haya que aceptar que siga existiendo para que se cumpla aquello de que los muertos entierren a sus muertos.
            Porque para nuestros tiempos, para nuestras necesidades, sólo el estudio, la investigación seria y rigurosa de nuestra producción literaria –la anterior y la actual– puede ser la base que legitime una crítica latinoamericana verdaderamente contemporánea, una crítica autentificadora y descolonizante, abocada al conocimiento de nuestra literatura para contribuir a conocemos mejor.
            Y habría que reconocer que una crítica fundada sobre estas bases y estos objetivos parece ser la única que pueda legitimarse desde la perspectiva de quienes buscan hacer más nuestra y más habitable esta América nuestra que hoy habitamos.

[Caracas, mayo" de 1981]