domingo, 3 de abril de 2016

Por la autopista anaranjada, de Humberto Mata





para Silvio Arta

Cuando el hombre llegó al pueblo triangular ya el cabello rozaba sus hombros y el silencio era su lenguaje. Apareció una tarde de nubes que tenían el color del plomo, alguien dijo, y caminó por la plaza central, a los lados del árbol multiforme, con la cabeza como si contara los pequeños pozos y las manos blancas, delicadas, ocultas en los bolsillos del pantalón único, abombado, con pliegues al lado de la relojera. Contestó, temeroso, un saludo indiscreto, con un movimiento inconcluso desde el cuello hasta los ojos hundidos y la cara lampiña que alguna vez fue suave y ahora arrastraba las manchas producidas por el sol, los pliegues de una vejez sin edad, de un tiempo indeciso, flotante, y "luego se alejó, por la calle adyacente, hasta perderse en la oscuridad brumosa del atardecer con lluvia. Una música de voces y cuerdas llenó la plaza, los asientos rectangulares, la estatua.

All the lonely people,
where do they all come from?

La señora de la esquina rosada, la que vende alfileres y botones morados y de todos colores, menos azul eléctrico por estética, por dignidad, por recuerdo, lo vio pasar sudoroso, maloliente, repugnante, con el cabello pegajoso que le caía sobre los hombros redondos, la espalda curva y la camisa de cuadros, con mangas hasta las muñecas, que dejaba desnudas unas manos delgadas, huesudas, blancas, de dedos largos que recorrían la melena sucia, brillante en la oscuridad próxima, en el declinar de la tarde uniforme. Ella lo vio desaparecer hacia los sitios mágicos del pueblo, detrás de las últimas calles de barro, silencioso, distante, empapado, mientras se acodaba sobre el concreto saliente de la ventana herrumbrosa, desgastada, de la tienda de quincalla.

Waits at the window, wearing the Cace that she keeps in a jar by the door, who is it for?

Después (algunos opinan desde siempre) la presencia del hombre se transformó en algo normal, repulsivo por el olor a orina pero normal cotidiano: quizás hasta necesario en un pueblo que vive de recuerdos y conmemora batallas. Entonces lo veíamos: en un asiento de la plaza, en los juegos de pelota, en las reuniones nocturnas. Lo observábamos, con indiferencia, con respeto oculto, cuando se sentaba, con su interminable olor a orina, cabizbajo, siempre empapado, con los ojos castaños extrañamente impasibles, casi tan suaves como sus manos sin callos, algunas veces en los asientos rectangulares bajo una lluvia lenta y persistente que le record.aba a la mujer de la esquina rosada (que luego murió por fastidio, ahorcada), la tarde que lo vio pasar descalzo y dirigirse hacia el cementerio y volver el otro día y todos los días desde entonces hasta llegar al banco, enfrente de la estatua, y esperar con los ojos hundidos, silencioso, solitario.

no one come near

Así, en una espera indescriptible, pasaron los años del hombre lampiño, extremadamente delicado, hasta que una mañana, blanca por la niebla blanca, el mismo día que, horas más tarde, en el crepúsculo, descolgaron a la mujer de la quincalla, lo encontraron en la acera de la esquina rosada, temblando sobre el suelo, con los ojos más ausentes que nunca y las facciones rígidas. Alguien, que ahora nadie recuerda pero todos conocen, después de observar al hombre largamente, con curiosidad inusitada, como si acabara de descubrir algo, lo llevó, en un ocho cilindros, por la autopista anaranjada, hasta la ciudad, el hospital blanco, los olores a formol y éter, las caras pálidas siempre esperando. Allí, en la sala rectangular, bajo dos mil voltios convertidos en luz, despojaron al hombre de la camisa de cuadros y el pantalón abombado, y observaron dos senos que caían, como pequeñas gotas en un vidrio vertical, y un sexo receptor, marchito como todo el cuerpo que otra vez esperaba, la espalda sobre la fría camilla, con los ojos hundidos y las manos colgantes hacia el suelo, con un silencio más allá de todo silencio y las uñas largas llenas de tierra. Y no sé por qué en ese momento, al lado de la mujer tendida, recordé una película, un carruaje por una montaña que amanece y unas caras blancas, falsas, de magos y espías.


Publicado en Pieles de leopardo (1978). Monte Ávila Editores, Caracas.

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