miércoles, 15 de enero de 2014

"El amor es una ficción", de Ángel Gustavo Infante





Mamá obligó a Alfi a entrar en su habitación. Lo sentó en la cama frente al televisor. En la pantallota del Westinghouse, el profesor Ricky preparaba los instrumentos y contestaba a las preguntas del animador, sin emoción, a través de una sonrisa congelada.
Colocó frente a las cámaras un reloj de pared y pidió a los televidentes que quisieran experimentar un fenómeno psi, que observaran el movimiento pendular detenidamente, con la mente en blanco, sin distraerse en ningún momento y, además, pusieran atención a sus palabras.
Esto sucedía en vivo y en directo desde los estudios de Radio Caracas Televisión, por primera vez en un país latinoamericano. La planta competía con otra que mostraba una réplica de King Kong en pleno estudio.
Toda la población sería hipnotizada. Toda la que se instalara frente a la pantalla y sintonizara el programa del profesor Ricky.
La Madre Desesperada, con los ojos cerrados, sujetaba a Alfi por los hombros. Era una prueba a la que lo sometía ante la imposibilidad de llevarlo con los Ramaya.
Más nadie debía entrar a la habitación mientras el hipnotizador cumpliera sus funciones. En la sala de espera se encontraba el resto de los habitantes: la exgorda, para calmar sus nervios, hojeaba las páginas rojas de periódico; Felisberto iba de una esquina a otra de la sala con las manos atrás, como quien espera el nacimiento de su primogénito; yo los observaba mientras trataba de dominar mi famoso bucle.

En la comuna de Bejuma, Alfi perdió hasta los zapatos. Como yo lo había predicho, llegó descalzo y con ropa remendada. Íngrimo y solo: Pedrito Bastidas y Roseliano se habían quedado trabajando en una marquetería de Valencia, Frank, El Duke, desertó con otro grupo que iba rumbo a San Cristóbal, Pipo y la rubia antes de ser La Rubia desaparecieron sin dejar huellas.
El había regresado para celebrar su cumpleaños en el “Festival de las Flores”, acompañado por cinco mil personas, la noche del sábado trece de junio de 1970 en el Parque del Este.
Lo que nadie sabía era que su llegada a Caracas coincidiría con la llegada del profesor Ricky a nuestro país.
Coincidencia que mamá aprovechó para curarlo de una vez por todas.

Ricky, sencillamente, provocaría la liberación de la conciencia. Una vez hipnotizado, cada elemento podría ver con claridad –en imágenes a todo color- lo que clamaba su universo interno oprimido y sofocado por la rutina.
Las palabras y el péndulo inducirían el trance, con el cual se buscaría ampliar los limitados sentidos somáticos de la mente. Así lo explicaba el profesor e invitaba, de inmediato, a apreciar una puerta inmensa que debería estarse proyectando en cada sujeto, a palpar su textura y contornos, a empujarla suave, dulcemente, a penetrar en los espacios amplios e iluminados que ésta resguardaba y expandir allí todo el poder espiritual.

Yo me imagino que después de luchar con aquella mole de madera, si el televidente –por ejemplo- veía un mar, entonces anhelaba la inmortalidad o una vida sexual mejor; si el cielo, la pureza o una muerte sin sobresaltos producida por un ataque fulminante al corazón. Esto, en todo caso, lo ayudaría a mejorar su suerte o a estar conciente de sus carencias y del cambio deseado.

La persona quedaría suspendida, con los ojos bien abiertos, mientras la película rodara en su mente. A los cinco minutos el hipnotizador daría la señal y todo volvería a la normalidad.
¿Cómo era Alfi normal?
A mi edad repitió tres veces el sexto grado: se fugaba de clases a cazar lagartijas con las joyas de su sección, en unos montes donde ahora están las residencias Venezuela, el Centro Comercial, y ya no hay rastro de una muchachita de servicio que vivía en esas soledades, después de haberse escapado de una quinta donde trabajaba. Quizás había enloquecido: se alimentaba con los restos de frutas, verduras y otros desperdicios del mercado frente al colegio.
Era la tercera vez que mi hermano cursaba sexto y la enésima en que se internaba en la selva de gamelote armado con su fonda. De pronto le vienen unas ganas imperiosas –de esas que no perdonan- de hacer pupú. Se agachó de inmediato sin reparar en los alrededores y, cuando ya estaba disfrutando de uno de sus placeres favoritos, oyó una risita detrás de él. Se corto. Asustado, dio tres saltos de rana, se enredo con el pantalón y se fue de cabeza.
La risa se convirtió en carcajadas, en persona, en niña con vestido de rayitas como una lagartija y mi hermano se cuadró para disparar, confuso, sin darse cuenta de que no se había subido el interior ni el pantalón. La risa a rayas se acercó. Le señaló la tripa. El, muy rojo, soltó la fonda. Se vistió. Sería su prisionera. Silbaría la contraseña a los muchachos. Se burlarían de él durante toda la vida. No. La conduciría él solo o la dejaría en libertad. La muchacha no paraba de reír. De burlarse. Él le dio una cachetada. No cesó de reír. Apestaba a sudor de varios días, a frutas pasadas y orines. Trató de defenderse. Él le propinó una paliza. La dejó tendida sobre la tierra y sobre unas piedritas muy finas que se le incrustaron en las piernas. Por rabia, o quizás por instinto, le subió el vestido, le metió un dedo en la vagina y luego la lengua.

¿Cómo era Alfi normal?
A los catorce años ya no lo recibían en los colegios diurnos y mamá temía que la noche fuera su aliada, aunque las lagartijas también descansan. Ingresó en la escuela granja de Mayorica, a trescientos kilómetros de nuestra casa. Allá hizo nuevas amistades enemigas del estudio, amantes de la vida al aire libre.
Aprendió a trasplantar e injertar especies vegetales y a cruzar animales. Esta última disciplina fue su perdición: junto a aquellas amistades obligó al gordito, al tonto de la sección,  a pegarse una gallina (así decía él que ellos decían), es decir, a meterle al pipí de catorce años de edad por el culito de una pobre e indefensa gallina.
Querían observar el resultado. El tipo de criatura que engendraría. Dos sujetaron a la gallina escandalosa y otros dos al gordito que, de tanto susto, obtuvo una milagrosa erección. Lo molerían a palos, le meterían la cabezota en la poceta repleta, le bañarían el colchón con aceite de tractor. Ante estas amenazas, el gordo prefirió cerrar los ojos y sentir cómo descosía a la pobre gallinita que se transformó en una mancha roja a la cual tuvo que sacrificar con sus manos.
Una semana después Alfi regresaba a casa. Duró seis meses en aquella escuela.

Ahora duraría cinco minutos hipnotizado. Miraba el péndulo sin pestañar y no advirtió, al igual que mamá, cuando el entrometido de Felisberto entró. El animador le dio el pase a Ricky y éste comenzó con las instrucciones. Estaban ante la gran puerta de madera que debían abrir para liberar la conciencia. En el reloj comenzaron los cinco minutos del experimento. Mamá apretaba los ojos y Felisberto se entregaba de lleno. La ecuanimidad de my big brother  revelaba que algo andaba mal y, de pronto, por esos caprichos de los dioses y de la compañía eléctrica, el televisor perdió la señal y la pantalla quedó oscura. Hubo un abucheo gigantesco más allá de la vecindad, del barrio, de la parroquia. El apagón fue general.
Mamá, Elisa y yo salimos a la calle. Ellas notaron la ausencia de Felisberto y yo la de Alfi. No quería creer que aquel truco había resultado. Mi hermano salió al momento idéntico a sí mismo y nos sonrió en paz. La exgorda fue en busca de su marido y lo condujo hacia la luz: el muy torpe estaba ido, como en estado de shock, completamente hipnotizado.
Alfi en ningún momento prestó atención al programa. Se refugió en las espumas de la bahía de San Francisco y de la cerveza en un saloom de Sacramento, en el perfumito de Nelly a quien había amado y en los senos de Jennifer, una rubia que le había dado la cola hasta Caracas, inhalando cocaína de calidad, en un Mercedes Benz full equipo.
La mente dócil de Felisberto sí había seguido las instrucciones al pie de la letra y nadie sabía lo que veía, sentía o padecía. Así duraría sólo una semana (para despecho de la exgorda que prefería verlo así, como pagándole una cuota al más allá), cuando el hipnotizador se vio obligado a deshipnotizar a todos los hipnotizados, respondiendo al gran número de llamadas telefónicas que hizo la audiencia no hipnotizada ante la pesadilla de soportar a esa masa idiotizada, postrada día y noche ante el mago de la cara de vidrio.

La maestrota volvió un lunes. Llevaba un pantalón verde agua. El poliéster calcaba algunos remolinos en las enormes nalgas. Desde el pupitre de al lado le piqué un ojo a Adrianita, le señalé el trasero en cuestión y en sus mejillas se dibujaron dos agujeritos.
La vieja estaba feliz de volver con nosotros, la muy hipócrita. Algunas niñas corrieron a abrazarla. Le entregaron frutas y galletas de regalo, las aduladoras.
Adriana me pasó una página de su cuaderno de matemática. En los cuadros de papel ya había iniciado el juego para celebrar la bienvenida: un cero al centro de la cruz. Coloqué una equis en el extremo izquierdo. Le pasé la vieja y me dio por pensar que de ahora en adelante haríamos eso: jugar la vieja, jugar con la vieja y tener un futuro de ceros y equis.
Definitivamente volveríamos a ser simples niños ignorantes, mientras la vieja deshojara los ceros del calendario hasta su jubilación.
El Maestro Ortega vino a despedirse durante el recreo. Eligió esa hora para no dar discursos: todos corrían como locos por el patio, como persiguiendo el ciclo vital, como con ganas de subdesarrollarse de una buena vez. Saludó a algunos, les acarició el pelo o les quitó el sudor de la nariz. Luego, lentamente, vino hacia mí con las manos en los bolsillos. Yo había terminado mi refresco y masticaba los hielos, mirando el granito del piso, el mismo granito de cuando él no había llegado, el granito de siempre, quizás el mismo que pisó la maestrota cuando sólo era una triste alumna que tenía una maestrota que a su vez tuvo una que a su vez.
-Ya lo sé –le dije antes de saludarme- todo cumple un ciclo. Todo tiene su final.
-Como la canción de Willie Colón, el malo. ¿Y qué quieres, Sebastián? ¿Quieres que ahora pase un cartelito por tus ojos que diga The End?
-Pero este piso es eterno.
-¿Cuál?
-Este. –Lo señalé con la punta del zapato-. Y por favor no me contradiga. Quiero creer que es así.
-Así andamos todos: queriendo creer en las cosas por increíbles que nos parezcan.
Luego me abrazó. Por primera vez en la historia me abrazó. Y me dijo:
-Te quiero mucho, carajito. Eres mi cómplice.
-No diga groserías, Maestro.
Se lo dije para desanudarnos la garganta. Le brindé el resto de los hielos y logré, de nuevo, su sonrisa. Resolví, entonces, regalarle mi secreto:
-¿Sabe una cosa, Maestro?
-De ahora en adelante no se dice –se tapó la nariz para decirlo, imitando mi voz-: ¿sabe una cosa, maestro?, sino: ¿sabes una cosa? Ya no soy tu maestro. Soy tu amigo.
-Bueno, amigo, venga esa mano.
-¿Cuál es tu misterio?
-Que estoy enamorado.
-¡Sebastián! ¡Qué maravilla! ¿Aquí en la escuela?
-Claro, aquí hay variedad. Adivina adivinador…
-No se necesita tener un ojo mágico para verlo.
-¿Te acuerdas de mi ojo?
-Como olvidarlo
-Ya casi no lo uso.
-Úsalo, en el futuro, para el amor: el primer amor es el primero en olvidarse. Lo contrario es el mito idílico.
Volvió a ser el Maestro-Vanguardia.
-Además, el amor es una ficción. Necesaria, claro. Así como el trabajo es un mal necesario.
-Quiero creer en todo. Y ficción o no ficción estoy enamorado de Adriana. ¡Aguafiestas!
-No te enojes. Celebro que lo estés. Sólo te recomiendo que le pongas su dosis de imaginación al amor durante el resto de tu vida.
-Muy didáctico, abnegado profesor.
-Muy irónico, terco discípulo, Sebastián cabeza de tornillo.
-¿Eso significa que habrá que cambiar la última estrofa del Himno al Maestro? Entonces la nueva versión diría así:

Cuán amable
Cuán afable
en la escuela lo encontramos
y en retorno le pagamos con ficción.

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