lunes, 21 de julio de 2014

Espacio de la escritura y escritura del espacio en Música con pie de Salmo




por Rafael José Alfonzo

 
  Imagen de Giogia Napoletano

Dejo, mi casa al Tiempo
Ana Enriqueta Terán

a Aura Salas Pizani


Siempre se ha sustentado que la función primordial del poeta es purificar el lenguaje. Al quebrantar los límites de la palabra, al despojarla de todo residuo el poeta recupera la naturaleza original del lenguaje. Este se constituye entonces como una realidad epifánica, punto
del espíritu donde todo deja de ser contradictorio al expresar, después de afectivos combates, incesantes mundos posibles. Y es así como el lenguaje poético, “vuelto sobre sí mismo, dice lo que por naturaleza parecía escapársele. El decir poético dice lo indecible” (Paz, 1973: 112). Desautomatiza esta realidad y crea “otra” realidad imantada, inagotable, tal como la que percibimos en Música con pie de Salmo de Ana Enriqueta Terán, “libro de oscuros acentos donde la experiencia asume una condición alucinada y trágica” (Palomares, 1985: 7).
            En este libro el poema es orfebrería del habla, en él disputan varias voces, se reconcilian y debaten; el poema, en síntesis, es cifra, relieve de signos, el texto más que un tejido de palabras configura una caligrafía de la imaginación, por eso podríamos decir que esta poesía refinada, elegante, hace de la palabra una presencia magnética, dándole respiración, ritmo, pálpitos. Sorprende cómo la escritura adquiere las modulaciones del habla, tonalidad que nos regresa al ámbito “primitivo” de la palabra conjurada, de la confesión, de las revelaciones.
Sopesaron de lejos su seda inmóvil, de escasa huella
su resplandor de ciudad alzada en el horizonte nocturno.
Establecieron la distancia, el desempeño y puntualidad de la rosa
que bebe la última, preciosa luz,
el último, delicado rescoldo de la tarde
dorado el ala, la gracia final de la vida
que sobrepasa en silencio la suntuosidad de la muerte
                                                               (Elegía a un Garzón Soldado, p.77)
                                                                                      

Música y palabra constituyen un cuerpo imantado que nos permite subrayar esa visión del poema como el ámbito de reconciliación, de inesperado y expectante encuentro entre la poesía y el hombre. Si originalmente el salmo es un cántico de alabanza (lat. psalmus, gr. psalmóspsallein: hacer vibrar las cuerdas) en los textos de la poetisa escritura y música posibilitan la conversión del hombre en imagen, participan de la palabra como potens, fuerza que reinventa, crea otra dimensión de lo real, de nuestras vivencias. El poema más que registrar, transfigura los espacios familiares, los contornos, las líneas huidizas y profundas del dolor, las carencias y las sobreabundancias de amor. De allí que nos instalamos en un universo de clarísimas oscuridades para encontramos en el extravío de nuestros propios delirios y terrores. Poesía de la ceremonia del universo, de la casa, del cuerpo, de la búsqueda incesante de la belleza eterna en la palabra recuperada.
            La poetisa toca los ecos de la casa, arde en la ira del padre y en los agrios rencores que flotan en todos los ángulos. Mito de la violencia y del amor. Del dolor. Enlutados y sonrientes los fantasmas familiares recorren por última vez sus huellas borrosas, atrás está la madre, la imagen doblada del peso patriarcal, participante desde un sitial impreciso del rito de una familia que se debate y reconcilia. Allí en ese espacio epifánico, la poetisa inventa la víspera, los deseos póstumos, se hace humo, ser errante de las constelaciones:


Elaboramos la medida, la pausa entre alguien
                                        y el despojado absoluto.
Afuera ladra la bestia de uno mismo
puerta y más allá
hasta alcanzar la madre y seguir pulso apenas
empujando, cavando de regreso
impaciente de nada.
Entonces, vivo, o sólo me nutre lo que habla de mí
(no para mí) alguien que me sueña
y no logra darme estatura, ni minuciosa
.bien pulida osamenta:
Afirmación de cal, último refugio del yo
mientras me salgo, me vuelvo humo
me dejo ir más insomne que el alma.
                                                           (Los Sueños VIII, p. 31)

            Escritura del carácter, expresión de un imaginario donde se entreteje la voz de la mujer de voluntad impetuosa. La poetisa expresa su voz de mujer, su signo, su habla. En esa orfebrería del habla, en la elegante y refinada configuración del texto se va delineando esa sutileza propia de lo femenino. No digo feminista, enunciación de lo ridículo, de la trivial competencia con lo macho y lo femenino, expresión de una escritura no de hombre desdoblado en el proceso enunciativo en mujer, o mujer en hombre sino mujer metamorfoseada en Mujer, en búsqueda de ese absoluto que sólo el signo ofrece: la belleza perenne.
                Los enlutados
                que sonríen y pasan
                dicen adiós con manos dobles.
Se apoyan en la frase del viejo prestigio familiar.
Para no avergonzarse, para no avergonzarse.
Pero se discute, se recuerda.
Hermanas más, qué bellas fuimos.
Aún son bellas nuestras sombras.
                (Recados al Hermano Mayor, p. 55)

            La casa, espacio de la escritura, del cuerpo, de la misma interioridad transfigurada, infierno, limbo y gloria, sitial de la ceremonia doméstica, ritualidad onírica, suntuosidad verbal, torbellino de ira y frase, nostalgia de la víspera, círculo de lo huidizo y permanente. La casa, en fin, es ese centro de convivencia de vivos y muertos, en sus linderos resuena la música del mundo, se atiza el recuerdo, la duermevela. Allí la familia, seres enlutados, rostros iracundos, de mucho temple, de airado señorío, conforman ese imaginario de “tinieblas clarísimas”. Podríamos afirmar que la casa es un orbe de significados, un lenguaje. El universo externo también. Un minucioso bestiario, águila o gavilán, hilvanan no sólo el cielo, tejen el texto, el mismo sueño. Quizá sea un bestiario medieval, del señorío y la violencia. Más allá, lo bíblico se presiente, es una reminiscencia cultural que se esparce y asimila, intertexto sumergido a un tono poético propio, al mito personal.

Casa mía, casa nuestra tantas veces pálida.
Semejante a esa flor que se hace oscura en la memoria
Para luego volverse con otro rostro
                desconociendo el sabor de las águilas
                del pabellón sólo belleza,
todo de un golpe en el pecho del aire.

Mi casa, nuestra casa de espalda a los bellos nombres,
majestuosa y sombría como a través de un mismo sueño;

La casa, la vieja casa del orgullo y de la violencia.
                (III Recados al Hermano Mayor, p. 59)


            Hacerse imagen es el fin del poeta, metamorfosearse en esa búsqueda de lo absoluto, de pronunciar lo indecible; el ser otro viene a constituir un deseo, una sublime y desgarrada aspiración en el “fantástico asilo” que marca su existencia de postergado del signo. La poetisa se sitúa en ese círculo donde adviene esa aplazada aspiración; fuera de lo heterogéneo, trasmutada por la imagen, ella misma es imagen.

Esta vez, hicimos el trecho con máscaras ajustadas
a la más pura delicia, al más puro, solitario ademán
de la doncella y su costumbre de planta enlutada.
Alguien de rodillas
                            imitando
                                        un girasol.
Polifónica abundancia; rítmico ascenso:
el mar con sus millares de sexos azules;
el mar por debajo de la piel del agua.
Esta vez escuchamos los más extraños colores.
Los perfumes
                entraban
                            por los ojos.
Los perfumes olían a música y cabeceos de selva,
a pianos muy jóvenes sobre la desnudez de las islas.
Entonces por qué volver el rostro y acurrucarse de nuevo
en la cegadora, despiadada vigilia.
                            (Los Sueños II, p.19)

Y es así como cuerpo y signo conforman la cifra plena. Por eso el poema se prefigura como fabulación de la belleza, aventura de la imaginación, ilustra ese encuentro entre imagen y mujer, música y letra. Y en esa ilimitada línea trazada por el silencio, donde somos revelación de nuestras propias palabras, donde somos imagen, cuerpo, signo y deseo recuperados, la poetisa vislumbra a través de su tono personal y universal que la poesía es erotismo, ceremonia, éxtasis y logos.

Referencias
            Paz, O. (1973). El Arco y la Lira. Fondo de Cultura Económica: México.

            Palomares, R. (1985). “La Música Sagrada de Ana Enriqueta Terán”. En Música con Pie de Salmo. Ediciones Actual. Serie Poesía: Mérida.






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