por Rafael José Alfonzo
Imagen de Giogia Napoletano
Dejo, mi casa al Tiempo
Ana Enriqueta Terán
a Aura Salas Pizani
Siempre se ha sustentado que la función primordial del
poeta es purificar el lenguaje. Al quebrantar los límites de la palabra, al
despojarla de todo residuo el poeta recupera la naturaleza original del lenguaje.
Este se constituye entonces como una realidad epifánica, punto
del espíritu donde todo deja de ser contradictorio al
expresar, después de afectivos combates, incesantes mundos posibles. Y es así
como el lenguaje poético, “vuelto sobre sí mismo, dice lo que por naturaleza
parecía escapársele. El decir poético dice lo indecible” (Paz, 1973: 112).
Desautomatiza esta realidad y crea “otra” realidad imantada, inagotable, tal
como la que percibimos en Música con pie
de Salmo de Ana Enriqueta Terán, “libro de oscuros acentos donde la
experiencia asume una condición alucinada y trágica” (Palomares, 1985: 7).
En este
libro el poema es orfebrería del habla, en él disputan varias voces, se
reconcilian y debaten; el poema, en síntesis, es cifra, relieve de signos, el
texto más que un tejido de palabras configura una caligrafía de la imaginación,
por eso podríamos decir que esta poesía refinada, elegante, hace de la palabra
una presencia magnética, dándole respiración, ritmo, pálpitos. Sorprende cómo
la escritura adquiere las modulaciones del habla, tonalidad que nos regresa al
ámbito “primitivo” de la palabra conjurada, de la confesión, de las
revelaciones.
Sopesaron de lejos su
seda inmóvil, de escasa huella
su resplandor de ciudad
alzada en el horizonte nocturno.
Establecieron la
distancia, el desempeño y puntualidad de la rosa
que bebe la última,
preciosa luz,
el último, delicado
rescoldo de la tarde
dorado el ala, la
gracia final de la vida
que sobrepasa en
silencio la suntuosidad de la muerte
(Elegía
a un Garzón Soldado, p.77)
Música y palabra constituyen un cuerpo imantado que nos
permite subrayar esa visión del poema como el ámbito de reconciliación, de inesperado
y expectante encuentro entre la poesía y el hombre. Si originalmente el salmo
es un cántico de alabanza (lat. psalmus, gr. psalmóspsallein: hacer vibrar las cuerdas) en los textos
de la poetisa escritura y música posibilitan la conversión del hombre en
imagen, participan de la palabra como potens, fuerza que reinventa, crea otra dimensión
de lo real, de nuestras vivencias. El poema más que registrar, transfigura los
espacios familiares, los contornos, las líneas huidizas y profundas del dolor, las
carencias y las sobreabundancias de amor. De allí que nos instalamos en un
universo de clarísimas oscuridades para encontramos en el extravío de nuestros
propios delirios y terrores. Poesía de la ceremonia del universo, de la casa,
del cuerpo, de la búsqueda incesante de la belleza eterna en la palabra
recuperada.
La poetisa
toca los ecos de la casa, arde en la ira del padre y en los agrios rencores que
flotan en todos los ángulos. Mito de la violencia y del amor. Del dolor.
Enlutados y sonrientes los fantasmas familiares recorren por última vez sus
huellas borrosas, atrás está la madre, la imagen doblada del peso patriarcal,
participante desde un sitial impreciso del rito de una familia que se debate y
reconcilia. Allí en ese espacio epifánico, la poetisa inventa la víspera, los
deseos póstumos, se hace humo, ser errante de las constelaciones:
Elaboramos la medida,
la pausa entre alguien
y el despojado absoluto.
Afuera ladra la bestia
de uno mismo
puerta y más allá
hasta alcanzar la madre
y seguir pulso apenas
empujando, cavando de
regreso
impaciente de nada.
Entonces, vivo, o sólo
me nutre lo que habla de mí
(no para mí) alguien
que me sueña
y no logra darme
estatura, ni minuciosa
.bien pulida osamenta:
Afirmación de cal,
último refugio del yo
mientras me salgo, me
vuelvo humo
me dejo ir más insomne
que el alma.
(Los
Sueños VIII, p. 31)
Escritura
del carácter, expresión de un imaginario donde se entreteje la voz de la mujer
de voluntad impetuosa. La poetisa expresa su voz de mujer, su signo, su habla.
En esa orfebrería del habla, en la elegante y refinada configuración del texto
se va delineando esa sutileza propia de lo femenino. No digo feminista,
enunciación de lo ridículo, de la trivial competencia con lo macho y lo
femenino, expresión de una escritura no de hombre desdoblado en el proceso
enunciativo en mujer, o mujer en hombre sino mujer metamorfoseada en Mujer, en
búsqueda de ese absoluto que sólo el signo ofrece: la belleza perenne.
Los enlutados
que sonríen y pasan
dicen adiós con manos dobles.
Se apoyan en la frase
del viejo prestigio familiar.
Para no avergonzarse,
para no avergonzarse.
Pero se discute, se
recuerda.
Hermanas más, qué
bellas fuimos.
Aún son bellas nuestras
sombras.
(Recados al Hermano Mayor, p. 55)
La casa,
espacio de la escritura, del cuerpo, de la misma interioridad transfigurada,
infierno, limbo y gloria, sitial de la ceremonia doméstica, ritualidad onírica,
suntuosidad verbal, torbellino de ira y frase, nostalgia de la víspera, círculo
de lo huidizo y permanente. La casa, en fin, es ese centro de convivencia de
vivos y muertos, en sus linderos resuena la música del mundo, se atiza el
recuerdo, la duermevela. Allí la familia, seres enlutados, rostros iracundos,
de mucho temple, de airado señorío, conforman ese imaginario de “tinieblas
clarísimas”. Podríamos afirmar que la casa es un orbe de significados, un
lenguaje. El universo externo también. Un minucioso bestiario, águila o
gavilán, hilvanan no sólo el cielo, tejen el texto, el mismo sueño. Quizá sea
un bestiario medieval, del señorío y la violencia. Más allá, lo bíblico se
presiente, es una reminiscencia cultural que se esparce y asimila, intertexto
sumergido a un tono poético propio, al mito personal.
Casa mía, casa nuestra
tantas veces pálida.
Semejante a esa flor
que se hace oscura en la memoria
Para luego volverse con
otro rostro
desconociendo el sabor de las águilas
del pabellón sólo belleza,
todo de un golpe en el
pecho del aire.
Mi casa, nuestra casa
de espalda a los bellos nombres,
majestuosa y sombría
como a través de un mismo sueño;
La casa, la vieja casa
del orgullo y de la violencia.
(III Recados al Hermano Mayor, p. 59)
Hacerse
imagen es el fin del poeta, metamorfosearse en esa búsqueda de lo absoluto, de
pronunciar lo indecible; el ser otro viene a constituir un deseo, una sublime y
desgarrada aspiración en el “fantástico asilo” que marca su existencia de
postergado del signo. La poetisa se sitúa en ese círculo donde adviene esa
aplazada aspiración; fuera de lo heterogéneo, trasmutada por la imagen, ella
misma es imagen.
Esta vez, hicimos el
trecho con máscaras ajustadas
a la más pura delicia,
al más puro, solitario ademán
de la doncella y su
costumbre de planta enlutada.
Alguien de rodillas
imitando
un girasol.
Polifónica abundancia;
rítmico ascenso:
el mar con sus millares
de sexos azules;
el mar por debajo de la
piel del agua.
Esta vez escuchamos los
más extraños colores.
Los perfumes
entraban
por los ojos.
Los perfumes olían a
música y cabeceos de selva,
a pianos muy jóvenes
sobre la desnudez de las islas.
Entonces por qué volver
el rostro y acurrucarse de nuevo
en la cegadora,
despiadada vigilia.
(Los Sueños II, p.19)
Y es así como cuerpo y signo conforman la cifra plena. Por
eso el poema se prefigura como fabulación de la belleza, aventura de la imaginación,
ilustra ese encuentro entre imagen y mujer, música y letra. Y en esa ilimitada
línea trazada por el silencio, donde somos revelación de nuestras propias
palabras, donde somos imagen, cuerpo, signo y deseo recuperados, la poetisa
vislumbra a través de su tono personal y universal que la poesía es erotismo,
ceremonia, éxtasis y logos.
Referencias
Paz,
O. (1973). El Arco y la Lira. Fondo
de Cultura Económica: México.
Palomares,
R. (1985). “La Música Sagrada de Ana Enriqueta Terán”. En Música con Pie de Salmo. Ediciones Actual. Serie Poesía: Mérida.
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