martes, 29 de julio de 2014

Autobiografía estética mínima

Fotografía de Andreea Chiru





 por Dayana Fraile

Cuando cursaba el tercer grado de la primaria, una mujer irrumpió en mi salón de clases soplando una flauta. Tenía las mismas virtudes que le atribuyen al flautista de Hammelin porque, de inmediato, me sentí deslumbrada. Era la nueva profesora de música. Cuando llegué a casa, enloquecí a mis padres para que me inscribieran en su clase de las tardes. Empecé a pasarme los días rodeada de partituras de música clásica y, también, de selecciones de música tradicional originaria de distintos continentes. Mi profesora tenía gestos etéreos y vestía como una hippie. Pero, para ser francos, en ese momento mi conocimiento del mundo apenas me permitía articular la hipótesis de que mi profesora era “rara”. Eso me gustaba porque siempre me había sentido como si fuera un bicho raro. Durante casi toda la escuela primaria usé unas desagradables botas ortopédicas y los chicos me ponían sobrenombres que aún me avergüenzan. Era el blanco perfecto de los matones del curso. Las tardes de flauta adormecieron ese desierto rojo que quemaba. En una ciudad pequeña devorada por el sol, el tecnomerengue y los alaridos de Juan Gabriel aquello constituyó mi primera oportunidad de formar parte de una comunidad estética disensual.
Desde siempre me gustó leer. Mi libro preferido por esa época era La señorita Emilia de Barbara Cooney. Lo compré con mi propio dinero en una feria itinerante. Suena tonto pero creo que ese tomo ilustrado ocasionó un daño inenarrable a mi constitución sentimental. La señorita Emilia se la pasa durante todo el libro intentando hacer algo para que el mundo sea un lugar más hermoso. En momentos de patética instrospección me he preguntado, no sin un poco de horror, si es que mi vida hasta este momento no ha sido una glosa ininteligible de esa única frase. Una continua tensión entre la borrasca desesperada de no poder materializarla y la diáfana comunión con la luz que irradia.




Me reprocho el haber quedado entrampada en la cursilería de una sentencia recusada de valor debido a su infinito desgaste. Quizás, por eso me gusta cantar con Poly Stirene: “Soy un cliché” -el punk siempre escupiendo lo que todos nos esforzamos en tragar. Aunque siento que debo confesar que, de vez en cuando, me doy ánimos al preguntarme qué pasaría si el cliché fuera un promontorio desde el cual se pudiera saltar hacia un horizonte de imágenes y, también, qué pasaría si esas imágenes en constante movimiento lograran redistribuir lo sensible: los cuerpos, las voces, y los rostros: entonces, respondo, el cliché obliteraría su negatividad. Es una condescendiente puerta de salida. Lo sé. Es algo así como un tragaluz en el último piso de una mansión abandonada. Una ventana por la que puedes atisbar pero que nunca podrás abrir.
He empezado con las confesiones indecorosas. Pero no me pesan. No deseo ser una intelectual en el sentido clásico del término –ni en ninguno de los otros sentidos posibles. No es mi intención tomar espacios para decirle a los demás cómo leer el país o la tradición literaria nacional. No tengo certezas. Mi aproximación a los signos del mundo se engasta en una tradición puramente fenomenológica. Escribo por una simple conjunción de coincidencias. En primer lugar, porque no tenía suficiente dinero para seguir en la música. Y, luego, porque empezaron a llegar las señales. La primera: descubrí los lomos de los libros de Nietzche y Dovstoievski en la biblioteca familiar. La segunda: tropecé con un profeta alucinado que me mostró el camino.
El profeta llegó a mediados del año 2000, justo con el cambio de siglo. Me encontró de vacaciones en la isla Margarita. No recuerdo cómo se llamaba. Era dos o tres años mayor que yo. Decía que era pintor. Me habló de la Escuela de Artes de la Universidad Central de Venezuela, en donde estudiaba. Se sentaba frente a la piscina por las noches mientras tomaba sorbos de una botella de jarabe de codeína. Nunca me enseñó ninguna de sus obras pero escuchó mis terribles poemas con indulgencia. Fue la primera persona a la que escuché hablar sobre la posibilidad de estudiar literatura. Una intervención providencial. Mis amigas estaban demasiado ocupadas en conseguir el aval de sus padres para practicarse una rinoplastia como para formular una recomendación tan atinada. Dos años después, cuando llegué a la Escuela de Letras de la UCV, intenté reencontrar a ese extraño mensajero pero fue como si se lo hubiese tragado la tierra, como si solo hubiese existido en esas noches de conversaciones perdidas en la oscuridad de un resort de ambiente familiar.
Empecé a leer bajo la orientación de personas dedicadas al oficio; clasificando los libros por periodos históricos, tradiciones y géneros. Conocí a otros muchachos jóvenes que escribían. Me invitaban a leer en los recitales de la escuela y no perdía oportunidad de torturarlos con mis terribles poemas. Recibí mi primer consejo literario del poeta José Delpino. Recuerdo que me recomendó no rimar. Fue otra intervención providencial. Me acerqué a los trabajos de Carlos Ávila, Miguel Hidalgo Prince y Mario Morenza porque siempre me topaba con ellos en los pasillos. Mario me invitó a unirme al Apéndice de Pablo. Tomábamos

DAYANA FRAILE

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cervezas en los restaurantes chinos mientras hablábamos de libros y comíamos tallarines. Me sumer en el ambiente de la literatura venezolana contemporánea, una frontera porosa entre el verde de los árboles y las casas de cartón. Me entregué a explorar el género narrativo. Llegaron los autores imprescindibles: de la Parra, Madrid, De Stefano, Noguera, Rodríguez. Esos que me permitieron conectar con la voz que resuena en mi libro Granizo.
No si tengo una poética personal. Pero una vez vi un performance en el que pude rescatar un gesto que, quizás, me pertenece: la artista se cubre la cabeza con una casa de muñecas de cartón. Las paredes blancas contienen delicados detalles pintados en colores pasteles: una maceta con geranios, una cuerda para colgar ropa, una bicicleta. Buena parte del espectáculo consiste en que la artista eleve las manos hasta la fachada para concretar cambios sutiles, así, cuando sus dedos entreabren las ventanas, podemos observar sus ojos y, cuando sus dedos tiran de la puerta, podemos atisbar su boca. Son transformaciones pasajeras, en cuestión de instantes sus dedos cierran las ventanas y las puertas, se pierden en los bolsillos de su delantal de ama de llaves y reaparecen con una figura para fijar sobre la pared. Un gato o un reloj. Pero a los pocos segundos estas figuras ceden su lugar a otras. Estos movimientos generan la ilusión en el espectador de que los días están pasando en la casa de muñecas. Creo que esa casa es la escritura. Una casa poblada de figuras: concesiones hechas al lenguaje para atrapar el sentido con una red transparente. Entrar en el sentido es entrar en la imagen. El tiempo siempre me entrega imágenes dispersas que se corresponden unas con otras, imágenes que se acoplan o fusionan para formar otras imágenes. Debajo de la escritura está mi cuerpo, el cuerpo de mis ideas, pero también mi cuerpo físico. Muevo las imágenes y las que sobresalen modifican a su manera a las que se encuentran en el fondo. La operación es delicada y arroja resultados imprevisibles. La imagen más insignificante vale más que mil palabras sin ningún resplandor.
Creo que el mayor reto que afrontan los escritores en todo el mundo es la repartición del tiempo: el tiempo del que viven y el tiempo en el que escriben. El mayor reto que afrontan los escritores venezolanos es el de mantenerse vivos en un territorio sacudido por la violencia delictiva. Lo digo porque, al igual que todos mis vecinos, estuve a punto morir varias veces a los pies del glorioso Ávila. Sigo mi instinto. Estoy en contra de aquello de tomarse la literatura demasiado en serio. Creo en el juego y el sentido del humor. Siento cierto pudor ante el exhibicionismo intelectual y la profundidad literaria que pontifica y no se cuestiona, que no se burla de sí misma. Me atraen los claroscuros.


A Paula la alcanzaría en la parada de autobuses. Su cabello ahora lo anudaba la colita amarilla que le regalé cuando terminamos 4to Año. Me aseguró que siempre la usaba en las tardes o para (actividades sin mucha trascendencia como) pasear a su perra Carlota. Mis callos estaban cansados por la carrera y ya clamaban cita con el Doctor Scholl.



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