martes, 18 de junio de 2019

Prontuario / Sábado, junio 26, dos cuentos de José Moreno Colmenares



ilustraciones de Hugo Baptista



Prontuario



El puño avanzó preciso, a nivel, hasta estrellarse entre mis labios y el mentón. Percibí con exactitud las formas de sus nudillos, minutos antes de perder la sensibilidad en la parte golpeada. Mis huesos crujieron —puedo afirmar que los oí— mientras todo se oscurecía dentro de la luz y comenzaba a girar hacia el infinito como una cigarra.
Las cigarras no son rojas —dijo la mujer.
Tenía un tono seguro y suave.
Las cigarras no son rojas... rojas... las cigarras... la mujer es una cigarra... huele bien...
No entendí. Sólo sabía que cantaban y al caer en mis manos enmudecían.
El brazo-émbolo vino de vuelta, implacable. Pieza aceitada de la gran máquina.
La pared se agrietó. El polvo y el humo del ariete hicieron borrosa la figura del obrero, pero al despejarse pude apreciar los músculos tensos que emergían del chaleco llevado sobre la piel desnuda.
—Tu abuelo era apuesto y siempre usaba chaleco de seda.
—Mi padre no lo usa —dije.
Y todo quedó en silencio. La abuela y yo parados en nuestros pensamientos.
Mi cabeza giraba sobre la nada. El resto del cuerpo desaparecía. Los otros dos cuerpos se revolvieron en las sillas; nalgas dormidas. Estaban a horcajadas, con los brazos apoyados en el espaldar y la cara en todo el centro de ellos, encima de la conjunción de sus manos. El mozo de estoques a menudo adopta esa posición, recostado a la barrera, con el reloj de la espera oteando la cornada que dejará una cigarra roja sobre la arena.
Me acerco sigilosamente al árbol. El cuerpo brilla, las alas irisadas recogen peces de sol. Ella se estremece al cantar. De pronto calla. Se desplaza en puntillas con pasos cortos, cuidadosos, venciendo la rugosidad de la superficie.
Me detengo sin perderla de vista, la miro tan fijamente que su imagen parece desdoblarse.
Ella y yo, cuerda de la oración o del deseo, con la respiración agazapada en el cuerpo.
Otro paso, aplastando el césped como a una colilla de tedio y al fin el viaje fugaz de la mano hasta atraparla.
—Está detenido!
Los cuerpos me rodearon. Hoscos y temerosos, sin hombres por dentro.
Me balanceé como si estuviera encerrado en la cuenca de sus manos, simultáneamente sentí encogerse los testículos y el aire que estaba dentro de mí se tornó helado.
Alguien hincó con saña mi espalda, cerca de la cintura, y pude adivinar el círculo del cañón que reposaba en la zona intercostal. El proyectil abriría una perfecta circunferencia.
—A quemarropa —diría el médico forense, rodeado de ametralladoras.
—Vamos —dijo otro.
Y empujó hacia el vehículo.
Con la mano izquierda tomó el mentón y colocó mi cara en la posición más adecuada (el carnicero tomaba el trozo de carne —pollo o res— lo situaba encima de la madera y luego de calcular la trayectoria dejaba caer el hacha), el puño volvió hacia mis ojos, agrandándose. Traté de esquivarlo pero el respaldo lo impidió.
En el cinematógrafo la silla es suave, con pelambre de animal domesticado. Creo estar en el vacío. Al aire, sin dirección alguna a pesar de mi esfuerzo. El hombre maniatado yace entre los rieles. La nuez se vuelve seca, atracada en la garganta e impide la salida de la voz. Me debato con impotencia. Las manos adheridas a los brazos del asiento. En la sala se escurren sonidos nerviosos. La silla rechina cuando de espaldas me voy al vacío. La locomotora avanza sobre mí con un pito insistente, enloquecedor.
—Dónde se reunía Ud.?
—Con quiénes?
—Cuándo deben verse?
—Quién tiene las armas?
Zarpazos en la luz y en la oscuridad. Luego, el tono suave, la voz meliflua.
—Habla. Te conviene. Todo quedará entre nosotros.
—No seas tonto, los demás cayeron y han dicho lo que sabían. Te complicaron.
Estaba preparado para esto. Sin embargo, dentro del pecho avanzaron las sombras, oprimiendo, dificultando la respiración. Las imágenes sin huellas, accionadas por una manivela sin control.
La ansiedad de sus rostros me devolvió la seguridad.
—Te libertaremos!
—La libertad: acaso el parque. O la calle sin horizonte. Posiblemente el caballo. Tal vez el niño que corre en el campo.
—Qué era la libertad?
Tener la mujer y los hijos... el automóvil... Las monedas en el bolsillo bien cosido, sin agujero alguno. Sería por ventura, la quietud que me invadía cuando ocupaba por las tardes aquel sillón de piel en contacto con mis espaldas y levemente, por la entrepierna, con los testículos.
Los autos se volvían meteoritos. Arrancaban de lo oscuro y se perdían en la noche.
Apreté los dientes.
—Señores, no recuerdo nada.
Encogí los hombros. Bajé la vista. Garabateé sobre el papel que tenía delante (julio 18, los trazos de un sello).
—Puede irse —dijo el presidente.
El alumno se levantó y caminó hacia la salida.
—Cero.
—Tres.
—Uno.
—Pase Ud. señorita.
La silla arañó el piso. Se produjo ruido al levantarse uno de los cuerpos. Hundió las manos en los bolsillos laterales del pantalón y agarró, a través del forro, las puntas de la camisa. Contrajo el vientre y haló con firmeza. La misma operación hacia la parte posterior. La camisa perdió arrugas. Se paseó midiendo las distancias.
—Estropeas mi carrera en el partido al seguir a esos locos. Ambiciosos sin perspectiva. —Miró fijamente. Impaciente pero contenido—. He luchado treinta años (la yugular tensa, la voz enronquecida) y la experiencia me enseñó, que «el poder no es sino de quienes logran imponerse a las falacias de las consignas».
No lo oía. Recordé la inexperiencia del joven negro que no supo inclinarse ante la ráfaga.
En él quedó firme la mirada; y luego de aquél venido de otras ciudades, dando saltos agónicos —sin experiencia alguna— como pájaro enfermo.
No podía oírle. Había descubierto que mi padre era un farsante.
—Te ordeno que hoy mismo participes la decisión de abandonarles.
Quedé anonadado. Le clavé los ojos con lástima. Había perdido al padre. Esa noche leía una obra que se titula «Carta a mi Padre» y quedé perplejo; pude escribir aquel libro.
Dirigí la mirada hacia un extremo de la sala, tras la pantalla que me cegaba. Observé difusamente unas piernas femeninas, la sombra de una maquinilla de escribir y un rostro terso, inmóvil e indiferente.
Los pies unidos y las rodillas apenas separadas.
La secretaria tomó asiento y comenzó a revolver papeles. Desde mi escritorio percibí su figura. La miré disimuladamente, conturbado. La mujer tenía un nombre de cuatro letras —Eddi—. Las vocales oprimiendo las consonantes. La amaba antes de conocer el timbre de su voz, me gustaba la piel de sus brazos.
—Qué harías si decidiera casarme?
Quedé con la vista perdida en el techo, oí nuestra respiración. Bajé los ojos y reconocí su vientre, el seno aplanado, la sombra del vello sobre su pubis, las piernas con la misma piel de los brazos. Giré sobre mí. Ella hizo otro tanto. La cabeza descansó encima de mi brazo desnudo y una de sus piernas penetró entre las mías.
Mi sexo estaba húmedo
—Qué harías si decidiera casarme?
Me incorporé y la besé.
El puño se retiró a las sombras. Otro vino de ellas y se interpuso parcialmente entre los haces de luz y yo. Comenzó a golpearme mientras decía frases obscenas. Se iniciaba la jornada definitiva, sin misericordia, como aquel gran monstruo mecánico que remachaba los pilotes. La sangre se iba por todas las partes del cuerpo. Eran seis, ocho o diez aspas repartidas en mi humanidad.
Las gradas del circo estaban plenas. El griterío desapareció al apagarse las luces. El rayo de un reflector se metió en la parte más alta de la carpa, y de la penumbra surgieron las líneas simples del trapecio e inmediatamente el círculo de luz bajó a la arena.
—Señoooooras y señooooores —sombrero de copa, levita, altas botas y pronunciación afectada.
—Silencio!
—Con ustedes... Mike y sus leones.
El haz recayó en la estrecha puerta de la entrada. Cada uno fue recibido en el área luminosa, hasta cuando todos estuvieron dentro de la jaula. Mike subió al trípode y los leones lo rodearon, cada uno de ellos con las fauces abiertas y la garra extendida. Mike hacía prodigios de equilibrio. Hubo rugidos de admiración y todos los leones aplaudieron.
La figura se hacía borrosa, dio la sensación de que se empequeñecía y revoloteaba con furia dándose topes con la bombilla al igual que una cigarra, y fue entonces cuando me percaté de que la mujer estaba equivocada.





Sábado, junio 26




Atravieso el largo de la calle. Mis pasos seguros desde el talón a la punta de los pies. Balanceo el cuerpo. Siento la piel fresca. Ligeramente fría con el aire que sopla. Las luces de neón se han encendido. El tránsito es abundante. De vez en cuando, una corneta impone su voz por encima de los diversos ruidos que una ciudad posee a las 7 p.m. Debo tener cara satisfecha. Las manos en los bolsillos del pantalón, aprisionando objetos: las llaves, las monedas, palpo el borde estriado, las cuento, las dejo caer, las retorno y continúo el juego. Pasan dos mujeres que podrían ser bellas en esta hora en que ya no tengo oficina, ni jefe, ni compañeros.
—Buenos días, Sr. González.
—Buenos días.
—Tiene Ud. lista la comunicación sobre pedidos?
—Sí. Tómela y tramítala. Ya el jefe ha preguntado por ella.
Estoy libre. Soy el hombre más osado de la Tierra, olvidado totalmente de aquel apartamento (muebles, radio, televisión, camas, pantuflas, esposa y hasta una jaula vacía, sin prisionero).
Otra dama avanza en dirección contraria. La oteo y yergo la figura, la miro con seguridad, si se quiere con aire de conquista. Hoy podría ser cualquiera de los personajes que admiro. En los que me doblo o desdoblo cuando reposo, manejo el automóvil o asisto a las ruedas semanales de la oficina. El jefe plantea estériles problemas administrativos: «La perfección, la eficiencia, la dictadura».
No sé realmente si la dama es hermosa, trato de encontrarla más allá de su físico. Quizás podría ser el final. Y no verme nuevamente solo entre la niebla mientras las luces se vuelven mortecinas. Entrecierro los párpados cuando la mujer pasa. Los tacones golpean el piso. El sonido va al fondo del cerebro y luego se pierde para devolverme el aire seguro de un hombre, que camina por la ciudad en busca de una explicación.
Me detengo en el cruce de la calle donde los autos pasan conducidos por manos seguras, con pasajeros y sin ellos, pero todos hacia un compromiso o una obligación. Los rostros y las luces de los faros pasan fugaces, en una cinta cinematográfica exhibida a una velocidad inconveniente. Me parece verlos en tensión, al contrario de mí. Estoy relajado en todo el cuerpo e interiormente con una euforia inquieta, llena de imprevisibles. Es el sábado, distinto al lunes y a otro día cualquiera:

6 a.m. Reloj despertador.
7 a.m. Rostro cortado y desayuno.
8 a.m. Buenos días... buenos días... buenos días...
12 a.m. Sol, gente y hambre-mareo.
2 p.m. Buenas tardes... buenas tardes... buenas tardes...

—El doctor desea que pase a su despacho, Sr. González.
—La eficiencia —el plazo de la tarea —la factura pendiente —vigile la hora de llegada de la secretaria —las hojas azules... azules... azules... a las 2,30; 2,35; 3 p.m... El hombre colgado del péndulo, listo al abordaje entre el humo y las relumbrantes espadas.
—Sr. González... Sr. González...
5,30 p.m.; molido, sin cerebro, sonámbulo por las calles... Continúo detenido en el cruce. En los bolsillos encuentro la diminuta rueda de un juguete de mi hijo; entre los dedos siento los relieves del pequeño neumático. La libertad se encoge, me llena de arrepentimiento y de frustración. Doy vuelta, y frente a mí una vidriera donde se exhiben animales de diversa índole; peces, perros, monos, pequeños saurios, etc. Todos en un mundo de encierro, todos limitados. Atravieso la calzada y caigo en una mesa del café más próximo.
—A su orden, señor.
—Cerveza y cigarrillos, por favor.
Y el tiempo pasa. Pasa simplemente.



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