miércoles, 10 de diciembre de 2014

Una taza de café / Los inacabados



Una taza de café




Inusitada alegría se reflejaba aquella noche en el rostro de Don Andrés Bello. Una onda de calor, tibia y fragante como en los días de su lejana juventud, aceleraba los latidos de su corazón, y por su frente, de ordinario pálida, sombreada por el dolor, pasaba una luz acariciadora. Hasta sus piernas rígidas, clavadas por el mal en muelle poltr6na, parecían librarse de ataduras y dolencias.
            Había recibido, junto con una carta de Antonio Leocadio Guzmán fechada en Lima, en la que éste le pedía su opinión sobre el Congreso Americano y la unión de los pueblos libertados por Bolívar, varias muestras de café de Venezuela. Conmovedora ternura lo invadía al contacto del fino grano, en cuya entraña se escondía el aroma del valle risueño que un día de mediados de junio de 1810 recibió, sin que él lo sospechara siquiera, desde las alturas de Campo Alegre, la última caricia de sus ojos. Y la emoción se tornó en impaciencia cuando entre los rótulos de las talegas vio escrito el nombre de El Helechal, hacienda que en tiempos más felices fuera suya y de sus hermanos. Con gesto nervioso, al que acompañaba apenas su voz gastada, ordenó le prepararan una taza de aquel café, que tenía virtudes mágicas para su imaginación adormecida.
            Cuando la criada entró a su despacho con la humeante bebida, el jurista eminente, árbitro de naciones, cuyos ademanes reposados revelaban la nobleza y la paz de su espíritu, se hallaba sentado a su mesa de trabajo, de espaldas a un pesado armario en el que los libros se apretaban en hileras, y se preparaba a contestar las preguntas que le hacía su sagaz compatriota.
            Colocada la cafetera y sus adminículos en la maciza mesa de roble, hizo el anciano un gesto a la criada, quien partió de puntillas, y solo, muy quedamente, como quien cierra las cortinas a un niño que duerme, vertió en la taza la aromosa tinta, y bebió, bebió, con leticia, trago a trago, hasta tocar los inciertos lindes del sueño, el breve minuto en que toda materialidad desaparece y el alma se desprende del cuerpo dejándonos sumidos en éxtasis inefable.
            Soñaba el poeta con la querida malqueriente, con la Patria. Se veía joven, fuerte, pasear con sus hermanos por los sombreados corredores y el ancho patio de El Helechal, en la fila de Maríchez. A lo lejos, como una garza oscura en actitud de tender el vuelo, estaba Caracas, la ciudad de sus amores. ¡Caracas! Rojeaban sus techos a la luz del sol, entre búcares florecidos y verdinegros saucedales.
            Tomaba luego el descenso por la cuesta amarillenta; vadeaba arroyos; saltaba por entre palizadas que festoneaban los cundeamores; dejaba atrás a Petare, atalaya do en viva roca, y aparecían los campos de Chacao, fausto de la Colonia.
            Allí, allí, y su índice señalaba la casona señorial, de arquería tallada en berroqueña. Dábase una fiesta de arte, animada por la grave cortesanía de Martín Tovar y por la suavidad de gestos y palabras de Rosa Galindo, su mujer. Por el jardín a la francesa discurrían las parejas de enamorados, en tanto que la orquesta, dirigida por el maestro Juan Manuel Olivares, deshojaba lentamente las armonías de un paso de pavana. Primores de ejecución, engolada solemnidad de los caballeros, cuyas cabalgaduras les esperaban piafando; languidez de las bellezas morenas que encantaron al Conde de Segur. Callada la orquesta, Paula Sojo de Uztáriz, negros los ojos, los cabellos cortos y rizados, tocaba al clavecino un minueto de Rameau, imprimiéndole un aire de criolla melancolía.
            Comenzaba la tarde a dorar las cimas del Ávila con oros de antañona casulla, olorosa a ranciedad y a verbena. Con un grupo de caballeros, entre los cuales José Félix Ribas descuella por su arrogancia varonil y Tomás Montilla por su alegría comunicativa, va Andrés Bello de vuelta a su ciudad. La charla es animada, nobles los propósitos, altivos y apasionados los conceptos.
            Apenas si se fijan en el torreón de la hacienda de los Ibarra, empenechado de humo denso, y en la fila de chaguaramos, que agitan sus cimeras, como airones de solariega hidalguía.
            Entre las nieblas del crepúsculo se arrebuja el palacio de los Capitanes Generales, en cuyo seno lleva Vasconcellos una vida de lujo y de placeres.

            Vasconcellos ilustre, en cuyas manos
            El gran Monarca del Imperio ibero
            Las peligrosas riendas deposita
            De una parte preciosa de sus pueblos…

Bello recita sus versos en elogio del gobernante que le brinda protección y afecto. Ribas habla de la partida de tresillo que va a jugar esa misma noche en la Sala Capitular; Montilla hace un chiste de buen gusto...
            De pronto, se insinúa en una curva del camino,

            La verde y apacible
            Ribera del Anauco.

            Bucólico paisaje digno de Teócrito se desarrolla ante sus ojos humedecidos por las lágrimas. ¡Cuántos recuerdos evocados en un instante por el correr de esas aguas cristalinas! Sus primeros versos, sus primeros amores. Filis y Cloris trepan con ligereza por la montaña, se pierden, reaparecen, tornan a perderse hasta que sólo se mira sobre el cielo el parpadeo de dos estrellas gemelas. No hay sendero, ni boscaje, ni piedra en esos fértiles parajes, desconocidos para el poeta. Sus cafetales le han visto errar, pensativa la frente, invocando a la Musa campesina para pedirle un ramo de flores con que cubrir la losa de su sepulcro.
            Las finas bestias, echadas al trote por sus jinetes, levantan el polvo de la ciudad, y las caladas celosías se abren con cautela al paso de la cabalgata.
            En Candelaria suena el Angelus, y súbito un coro de esquilones y campanas, partido de todos los puntos del horizonte, se concierta en un místico arrobamiento. Del fondo de un patio embalsamado por un jazminero de las Indias, se escapan, untadas con la miel de la femenina devoción, las divinas palabras: El Ángel del Señor anunció a María…
            Hasta la Plaza Mayor, presos en el hechizo de la hora, no cambian los paseantes una sola frase. Al pie de la Torre, frente a los portales descalabrados, se despiden con efusión. Pensando en la cena aderezada por su madre, que gustará al lado de sus buenas hermanas, una de las cuales, María de los Santos, los ha dejado hace poco por la paz de las Monjas Carmelitas, y de los hermanos que hablan de empresas agrícolas, de la bondad de las cosechas y del próximo arribo a La Guaira de una corbeta que zarpará inmediatamente para La Coruña, con café y cacao de sus fundos. Andrés Bello endereza su caballo hacia el norte, pero antes de desmontarse en su casa de las Mercedes, galopa hasta el templo de La Trinidad propicio al esplendor de los Bolívares, y contempla con cariño el samán plantado a orillas del Catuche. La vista de ese árbol le trae a la memoria la de aquel otro gigante de la selva, vestigio de otras edades, que en Güere se levanta con arrogancia, y en cuya copa sombría se enredan por las noches, como en la cabellera de una virgen aborigen, las lucecillas del Tirano Aguirre. Y los valles de Aragua, jardín de Venezuela, que visitó en compañía de Alejandro de Humboldt, y...
            Las voces de dos discípulos amados, José Victorino Lastarria y Miguel Luis Amunátegui, despiertan al anciano con un respetuoso Buenas Noches. Con voz húmeda de llanto les contesta el Maestro, y musita, balbuce como un niño, soñando acaso todavía, estos versos dolorosos:
           
            Naturaleza da una madre sola
            y da una sola patria...

Caracas, marzo de 1923.




Los inacabados 



León Daudet ha hablado recientemente de los escritores incompletos, de los que no dieron de sí
cuanto pudo esperarse de sus fuerzas, de los que dotados magníficamente no realizaron la obra maestra, de la que trazaron solamente los lineamientos. “Estamos con ellos, dice el gran polemista, en los limbos literarios, en el dominio, con frecuencia pintoresco, de lo inacabado”. Toma de aquí Daudet la expresión de “escritores inacabados” y presenta como ejemplo tres nombres gloriosos de la literatura francesa contemporánea: Teófilo Gautier, Villiers de I’Isle Adam y León Bloy.
            Gautier, urgido por la vida, obligado sin otros medios que los de su pluma a ganar el pan de cada día, derrochó su verbo, luminoso y fecundo en los folletines que escribiera para los periódicos. Asoman aquí y allá como una mujer desnuda de suprema belleza a los bordes: de un lago de aguas tormentosas, la frase limpia, la idea transparente que esmaltan su prosa incomparable. Nos debía un Pantagruel, exclama Daudet, y nos dio sólo un Capitán Fracasse. Villers, con una imaginación; creadora y un sentido penetrante de las cosas extrahumanas; con su palabra colorida y las súbitas iluminaciones de su espíritu, se perdió como Gautier en los laberintos de una ruda labor, y sustituyó el Fausto o algo por el estilo de que era capaz con la voluptuosidad llena de sirtes malignas de los Cuentos Crueles y las potentes adivinaciones de su Eva Futura. León Bloy malgastó su talento, sus dentelladas de polemista acorralado, lanzando apóstrofes soberbios y sangrientas ironías contra gentes de baja estofa. No hallaron el tema que estuviera en armonía con los destellos de su genio y la fuerza de su concepción original, no se dieron por entero, no realizaron su destino y constituyen el tipo de los “escritores inacabados”…
            Asignándole un carácter más amplio y general a la idea de Daudet, podemos afirmar que los escritores venezolanos, con excepción de uno solo, lanzado fuera del país por la tormenta revolucionaria de la Independencia, han pertenecido a la familia de los “inacabados”. Daudet toca apenas las causas que produjeron el fenómeno. Entre nosotros esas causas son más visibles y desgarradoras: incompatibilidad con el medio; carencia de estímulos vivificadores; fraude o mala fe, tanto en el elogio como en la censura; invasión y fácil ascenso de los menos aptos, y un erróneo concepto de la democracia, que no es nivelación igualitaria como lo cree la generalidad, sino ascendente selección.
            Juan Vicente González, que es entre nosotros el tipo perfecto, casi diremos el prototipo de esta especie infeliz, tuvo, como en muchas otras cosas, la intuición genial del problema. En 1861, presa el país de la más negra anarquía, escribió en El Heraldo un estudio sobre Fermín Toro, réplica necesaria a impertinentes zumbidos contra la fama del gran orador, que a la sazón hallábase en España, comprometidos su nombre y su decoro en el desempeño de una difícil misión diplomática. Un grupito encabezado por el general Justo Briceño, reformista empedernido a quien la envidia le roía el corazón, dióse a propalar el fracaso de Toro frente a las dificultades de toda índole que le presentaba la Cancillería española, y llegó en sus desmanes hasta calificar de inepto al negociador y de antidemocrática su actitud. Juan Vicente González saltó a la palestra en defensa del amigo de su juventud, trazando en escrito apresurado como todos los suyos, los rasgos sobresalientes de la personalidad de Toro como político y literato.
            En ese escrito, a vuelta de cálidos y merecidos elogios, nos tropezamos con los siguientes conceptos: “En el aislamiento de un país sin letras, como falta alimento a la imaginación y el voto competente de los sabios, disgústase fácilmente el hombre de su talento de escribir, que cree inferior a su idea, desdeñando el sufragio fácil de sus amigos, y prefiriendo juzgar, gustar y abstenerse, a ser inferior a su pensamiento y a sí mismo. El señor Toro halla siempre una imagen para expresar su idea, pero él se detiene, embarazado por el silencio que se hace a su alrededor, y espera a que su pensamiento se transforme en gota de luz y caiga de su pluma. Nacen de esta situación obras inacabadas, fragmentos, pensamientos a que se ha comunicado su alma y que sin ocio ni disposición de espíritu para juntarlos entre sí, no forman jamás un monumento. Y el hombre llamado a la gloria de las letras, y que debió hacer florecer la admiración entre sus semejantes, viene a convertirse en un espíritu feliz que piensa, que conversa con sus amigos, que sueña en la soledad, que medita una grande obra que no acabará jamás, y que no llegará a la posteridad sino en fragmentos”. Esta es la historia de los literatos venezolanos; la suya propia, la de Baralt, la de Cecilio Acosta, la de Pérez Bonalde.
            Baralt tenía treinta y un años cuando escribió su Historia, obra de encargo ajena a sus naturales inclinaciones. Leyéndola se siente una gran impaciencia y una infinita piedad ante el pensamiento que nos obsede, de que hubiera dado remate a una obra más conforme con sus gustos: una filosofía del lenguaje, de la que el esbozo del Diccionario Matriz no es sino una muestra afortunada. La Biografía de Ribas de González es un alto, un momento de espera en el vértigo de sus estériles luchas políticas. Acaso la de Bello, que acarició largamente, producto de afinidades electivas, con ser tan hermosa la de Ribas hubiera sido más serena y fundamental para su gloria. Cuando se leen las Reflexiones sobre la Ley de 10 de abril de Fermín Toro y se admira el caudal de ciencia y doctrina que expone, abrillantado por su estilo impecable, se piensa al punto en la profunda obra de historia y de economía política que hubiera podido legarnos. Cecilio Acosta se fue a la tumba, pobre y desilusionado, sin haber escrito el ensayo a la inglesa que era lógico esperar de su vastísima capacidad literaria. Son admirables la Vuelta a la Patria de Pérez Bonalde y el poema a su hija muerta, como fueron acerbo su destino, emponzoñada su vida y triste de toda tristeza su muerte frente al mar. Al sentir cómo late aún nuestro corazón, acorde con el ritmo de sus versos, algo de dolorosamente trunco nos empaña la mente con su imagen.
            “Escritores inacabados”. ¡Cuán exacto, conmovedor y digno de meditación resulta el término en nuestro país!

Caracas, octubre de 1925.

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