para Silvio Arta
Cuando el hombre llegó al pueblo triangular ya el cabello
rozaba sus hombros y el silencio era su lenguaje. Apareció una tarde de nubes
que tenían el color del plomo, alguien dijo, y caminó por la plaza central, a
los lados del árbol multiforme, con la cabeza como si contara los pequeños
pozos y las manos blancas, delicadas, ocultas en los bolsillos del pantalón
único, abombado, con pliegues al lado de la relojera. Contestó, temeroso, un
saludo indiscreto, con un movimiento inconcluso desde el cuello hasta los ojos
hundidos y la cara lampiña que alguna vez fue suave y ahora arrastraba las manchas
producidas por el sol, los pliegues de una vejez sin edad, de un tiempo indeciso,
flotante, y "luego se alejó, por la calle adyacente, hasta perderse en la oscuridad
brumosa del atardecer con lluvia. Una música de voces y cuerdas llenó la plaza,
los asientos rectangulares, la estatua.
All the lonely people,
where do they all come from?
La señora de la esquina rosada, la que vende alfileres y
botones morados y de todos colores, menos azul eléctrico por estética, por
dignidad, por recuerdo, lo vio pasar sudoroso, maloliente, repugnante, con el
cabello pegajoso que le caía sobre los hombros redondos, la espalda curva y la
camisa de cuadros, con mangas hasta las muñecas, que dejaba desnudas unas manos
delgadas, huesudas, blancas, de dedos largos que recorrían la melena sucia,
brillante en la oscuridad próxima, en el declinar de la tarde uniforme. Ella lo
vio desaparecer hacia los sitios mágicos del pueblo, detrás de las últimas
calles de barro, silencioso, distante, empapado, mientras se acodaba sobre el concreto
saliente de la ventana herrumbrosa, desgastada, de la tienda de quincalla.
Waits
at the window, wearing the Cace that she keeps in a jar by the door, who is it for?
Después (algunos opinan desde siempre) la presencia del
hombre se transformó en algo normal, repulsivo por el olor a orina pero normal
cotidiano: quizás hasta necesario en un pueblo que vive de recuerdos y conmemora
batallas. Entonces lo veíamos: en un asiento de la plaza, en los juegos de pelota,
en las reuniones nocturnas. Lo observábamos, con indiferencia, con respeto oculto,
cuando se sentaba, con su interminable olor a orina, cabizbajo, siempre empapado,
con los ojos castaños extrañamente impasibles, casi tan suaves como sus manos sin
callos, algunas veces en los asientos rectangulares bajo una lluvia lenta y
persistente que le record.aba a la mujer de la esquina rosada (que luego murió
por fastidio, ahorcada), la tarde que lo vio pasar descalzo y dirigirse hacia
el cementerio y volver el otro día y todos los días desde entonces hasta llegar
al banco, enfrente de la estatua, y esperar con los ojos hundidos, silencioso, solitario.
no
one come near
Así, en una espera indescriptible, pasaron los años del
hombre lampiño, extremadamente delicado, hasta que una mañana, blanca por la
niebla blanca, el mismo día que, horas más tarde, en el crepúsculo, descolgaron
a la mujer de la quincalla, lo encontraron en la acera de la esquina rosada, temblando
sobre el suelo, con los ojos más ausentes que nunca y las facciones rígidas. Alguien,
que ahora nadie recuerda pero todos conocen, después de observar al hombre
largamente, con curiosidad inusitada, como si acabara de descubrir algo, lo
llevó, en un ocho cilindros, por la autopista anaranjada, hasta la ciudad, el
hospital blanco, los olores a formol y éter, las caras pálidas siempre esperando.
Allí, en la sala rectangular, bajo dos mil voltios convertidos en luz, despojaron
al hombre de la camisa de cuadros y el pantalón abombado, y observaron dos
senos que caían, como pequeñas gotas en un vidrio vertical, y un sexo receptor,
marchito como todo el cuerpo que otra vez esperaba, la espalda sobre la fría
camilla, con los ojos hundidos y las manos colgantes hacia el suelo, con un
silencio más allá de todo silencio y las uñas largas llenas de tierra. Y no sé
por qué en ese momento, al lado de la mujer tendida, recordé una película, un
carruaje por una montaña que amanece y unas caras blancas, falsas, de magos y
espías.
Publicado en Pieles de leopardo (1978). Monte Ávila Editores, Caracas.
No hay comentarios:
Publicar un comentario