—Escuchad, mi buena
gente, la triste, lamentable historia de Marianik, la de los cabellos de oro.
Ella se echó a reír y me dijo:
—Ese canto bretón no me cuadra: mis
cabellos no son rubios.
Luego añadió, mirando más allá de mí,
quizá siguiendo con su vista verde el ir hacia el mar de un pescador:
—Tardaste en llegar. Desde anoche sabía
que el faro de Belle Isle había encontrado tu barco.
Habíamos atracado por unas horas, en
Saint Nazaire, penúltima escala. Aquella mañana, el trasatlántico se había
acercado al muelle tan lentamente, que el puerto parecía extender sus brazos
para estrecharlo. Ella estaba allí, entre muchos otros. Su saludo parecía no encontrar
sobre quien posarse y entonces levanté el brazo y tracé con la mano una curva
encima de mí cabeza. Desde ese momento no se apartó de mí.
—Mañana estaría llegando a El Havre, le
dije, sí no hubiera sido por ti.
Comenzamos a subir por una callejuela
estrecha y torcida y de repente se despertó en mí una gran sed. Entramos a una
venta.
—No tengo necesidad de beber, me dijo
ella. Y en su rostro había tal tristeza, tal reproche tímido, que por un
instante estuve a punto de no ir más allá. Sin embargo, cuando se acercó la
ventera secándose las manos en su delantal alforzado, le pedí una botella de
sidra y dos vasos.
—¿Dos vasos, señor?
La bretona buscaba con un ligero
temblor en los labios velludos, la presencia de mi invitado. Tuve piedad y le
dije:
—Es una manía particular. Hágame el
favor.
Marianik se puso a reír e hizo un
brusco movimiento para echar hacia atrás la masa espesa de su pelo. El reflejo
de su cabello se doraba bajo mi deseo y se volvía poco a poco rubio. Una súbita
congoja me hizo estremecer.
—Es el aire del mar, susurró Marianik.
En esta época todavía es húmedo y frío... ¡Y yo te robo todo tu calor!
Luego tomó mis manos y cuchicheando
para que la ventera, quien permanecía inmóvil mirándonos, no la oyera:
—¡Vámonos! Tú sabes que no podemos
permanecer mucho tiempo en el mismo sitio.
Se lanzó a la calle mientras yo
apartaba a la bretona que trataba de detenerme con un gesto de terror y súplica.
Marianik te iba con el viento que
soplaba desde el mar. Casi no podía seguirla y la gente se detenía para ver nuestra
alegre persecución.
Los pescadores que remendaban sus redes
en la acera, abandonaban la lanzadera y quitándose la pipa de la boca, escupían
y hacían el signo de la cruz; quizás porque parecíamos tan jóvenes y felices
que querían apartar de nosotros la desgracia.
Los ruidos del puerto nos acompañaban y
a mi nariz se había prendido el olor de la pintura fresca con que los marineros
habían vestido su barco para la llegada a El Havre. Como millares de pájaros
revoloteando en torno a nosotros, oía las voces de los estibadores, las
conversaciones de los pasajeros y los ladridos de un perrito asustado por el
silbido de la sirena.
—Oh, Marianik, detente. Déjame hundir
mis oídos en tu pelo para no escuchar sino el silbido del viento entre tus
cabellos…
—El silbido del viento en mi pelo es
semejante al vibrar de las cuerdas del mástil.
Tendía mis manos hacia ella tratando de
asir su cintura que se movía con la graciosa curva de una gaviota.
—Oh, Marianik. Debe ser tan tibia tu piel…
Detente un momento para no oír sino el pulsar de tu corazón.
Pero ella me gritaba casi llorando:
—No puedo, no puedo. ¡Mi pulso es como
el ir y venir de las bielas de acero en el vientre del barco!
Los ojos se me nublaban de lágrimas y
no veía sino el rápido movimiento de sus piernas y de sus pies, calzados con
extrañas sandalias que apenas tocaban el suelo. De vez en cuando volvía hacia
mí su rostro sonrosado por la celeridad de la marcha. ¡Pero la mirada de sus
ojos verdes era tan triste!
—Oh, Marianik. Si te detuvieras un
momento…
—Pero no puedo… no puedo… ¿No ves que
la barandilla del barco hiela tus manos?
Las nubes giraban encima de nosotros
como atraídas por un torbellino: negras, hostiles, como la sombría masa de humo
que se escapa de las chimeneas de los barcos que se van. Marianik miraba hacia
arriba con angustia y me hacía signos que yo ya no podía comprender.
—¿Oyes todavía el silbido del viento?
Me preguntó sin disminuir su rápida ascensión.
Ella parecía adivinar mi respuesta y
decía:
—Entonces, tenemos que ir más lejos.
Al poco rato volvía a preguntar:
—¿Sientes todavía el olor de la pintura
fresca?
Pero ¿para qué responder? Me parecía
haber arrastrado conmigo todo el barco, con sus olores y sus ruidos, y el
crujir de sus mástiles bajo el peso de la carga que balanceaban hacia la
bodega. Oía a mi lado las voces de alerta de los estibadores y el murmullo de
los pasajeros que habían preferido contemplar el puerto desde la barandilla,
donde yo estaba acodado.
…Para qué responder si ya Marianik decía:
—Tenemos que ir más lejos, más lejos aún…
Mi corazón comenzaba a sentir la
inercia del cuerpo. Sus golpes me ensordecían como el trepidar de las maquinarias
del buque que jadeaban para arrancarlo de las amarras. De repente Marianik se
detuvo; se inmovilizó en la misma postura con que había acogido la llegada del trasatlántico
y levantando su brazo como para saludarme, dijo, desgarrando su existencia:
—No puedo más… Ven…
Pero entonces la sirena del barco sonó
por tercera vez y un pasajero me dio con el codo:
—La muchacha esa está llorando… Allá,
en el muelle… ¿Pero no la conocía usted?
—No, nunca he estado en Saint Nazaire,
ni tampoco quise bajar al puerto esta mañana.
*
* *
Allí se quedó Marianik, la de los
cabellos de oro, que había venido al puerto a ver la llegada del barco y cuyo saludo
no encontraba sobre quien posarse.
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