Las colonias
Inquietud
Desde temprano
corre el rumor con insistencia. En todos los rostros hay contracciones de
inquietud y en algunos se abren grandes ojos lentos bajo los pliegues tenues de
las frentes amarillosas. A cada momento se forman grupos que conversan en voz
baja, acompañando las palabras con ademanes rápidos.
Alguien dijo
que una parte de los ciento ochenta y siete estudiantes que nos encontramos
detenidos en Las Colonias, sería destacada con rumbo incierto. El dicho se
prendió en la totalidad, usurpando el sosiego de los cerebros. Saltando de boca
en boca sufre transformaciones, a veces ventajosas, colmadas de esperanza, y otras
alarmantes, matizadas de terror.
La minoría
opina que se trata de la libertad de los estudiantes de bachillerato,
declarados, por Gómez, irresponsables. Los más optimistas creen que se irán unos
cinco o seis compañeros en representación de los detenidos, para conferenciar
con el Tirano en su ciudadela de Maracay y la mayoría no cesa de repetir que
serán separados, para confinarlos en La Rotunda, los estudiantes más
peligrosos, según el pensar de la Dictadura.
Tumbado en mi
cama de campaña, con la cabeza apoyada en el hueco de las manos entretejidas
sobre la almohada, y mirando fijamente el techo rústico, trabajo con la
imaginación.
Hace dos meses
me prendieron. Fui introducido junto con nueve compañeros en uno de los
calabozos que están en el piso alto del cuartel de policía. Allí permanecimos
unas treinta horas, al cabo de las cuales nos hicieron bajar al patio donde
encontramos al resto de los universitarios detenidos. Pasaron la lista reglamentaria
y luego nos hicieron salir a la calle, uno, a uno. Cuando me tocó mi turno y ya
pisando el umbral del recinto, observé que cada compañero se hallaba entre dos
soldados y que la tropa se extendía en una sola fila a lo largo de la calle. Yo
entré a formar en la mitad de la hilera. Tanto la esquina de San Francisco como
la esquina de Las Monjas se encontraban plenas de gente que miraban la escena
con ojos de espectador interesado. Sin duda que ninguna compañía de dramas o
comedia les hubiese ofrecido un espectáculo más atrayente. La decoración era
magnífica: árboles, automóviles solitarios y edificios majestuosos. Los
personajes despedían singular interés: un batallón en traje de campaña, numerosos
policías y un grupo de estudiantes presos. Y todo auténtico. Por eso las
miradas se aguzaban para burlar la distancia y atrapar los menores movimientos del
conjunto escénico. Cuando la totalidad de los compañeros se encontraba en la
calle. No sé por qué imaginé que hacia falta algo para completar la intensidad
del cuadro, y ese algo era la salva de aplausos con que las gentes debían
premiar el maravilloso trabajo de los actores.
Yo quedé entre dos soldados
paliduchos que me escudriñaban detenidamente. Procuré disimular mi nerviosidad
encendiendo un cigarrillo y mientras lanzaba algunas volutas de humo con
aparente calma, observaba el aumento de los espectadores en las esquinas.
Una fuerte voz me hizo caer el
cigarrillo:
―¡Atención! ¡Carguen!
Los soldados, automáticamente,
evolucionaron en los máuseres.
―Al hombro... arrr!... ¡De frente...
marrr!
Partimos, dirigiéndonos hacia el
Sur. De la muchedumbre, estacionada en la esquina de San Francisco brotó un
hombre que, deteniéndose a la orilla de la acera, se quitó el sombrero
respetuosamente. Era el conserje de la Universidad.
Al llegar a la esquina de Pajaritos,
el compañero que iba delante de mí, dijo:
―Vía La Rotunda.
Yo aprobé en silencio.
Pero llegamos a La Palma y torcimos
a la izquierda. ¿Se habían equivocado quizás? ¿O tal vez, obedeciendo órdenes
superiores, nos pasearían por la capital, antes de llevarnos a la cárcel, para
demostrarle a los venezolanos que la Dictadura era capaz de violar impunemente,
a la vista de todos, las más elementales garantías ciudadanas? Era posible. Mas
no estaba dentro del habitual proceder de Gómez. ¿Hacia dónde iríamos, pues? Y
el recuerdo del traqueteo de los máuseres a la voz de “¡carguen!”, inició un
leve erizamiento en mi piel.
Era probable que nos condujesen a
una plaza y allí agujereasen nuestros pechos con una descarga cerrada.
Tal pensamiento terrible fue tomando
cuerpo en mi imaginación encendida.
Sí, era casi seguro que nos llevaban
a la muerte.
Y no quedaba otro recurso que
esperarla con serenidad.
Experimenté cierto desprendimiento
de la vida causado por una profunda resignación. Y dije al soldado que iba
delante de mí, y que constantemente movía el máuser, amenazando estropearme el
rostro con la punta del cañón:
―Oiga. Aprenda a cargar el máuser.
No sea bestia.
El soldado volvió la cabeza y por
sus ojos pequeños cruzó una lucecilla de cólera. Después apresuró el paso,
colocándose a una distancia suficiente para no tropezarme con el arma.
Desde las aceras, una multitud de
hombres y muchachos nos veían pasar, y en la caras de unos la palidez se
hundía, y en los gestos de los otros se estampaba un asombro contenido.
El compañero que me precedía en la
fila me dijo, en tono bastante elevado, para que lo oyeran todos:
―Caray, mi vale; este paseo
cívico-militar ha debido ser anunciado en la prensa con un letrero que dijera
más o menos: Exhibición gratis de osos jóvenes y circunspectos cazados en la
selva de la Universidad. No acercarse a los animalitos que son peligrosos. ¡Cuidado
con las uñas!
Algunos rieron el chiste. Otros
miraron a su creador con ojos estupefactos.
Luego seguimos en silencio. Mientras
tanto, la idea del posible fusilamiento se me adentraba cada vez más,
enfriándome la espalda con un hilillo de temblor que me corría de la nuca a los
pies.
Al fin cruzamos Los Caobos, tomando
la carretera del Este. El pensamiento lúgubre huyó por completo, y cierto
sosiego hizo presa de mi mente, haciéndome urdir concepciones optimistas. Así,
imaginé que un uno de los pueblecitos cercanos, Chacao probablemente,
subiríamos a un tren que nos conduciría a cualquier puerto, de donde saldríamos
rumbo al destierro. Semejante idea no tardó en ser desechada al ver que no nos
deteníamos en ninguna parte.
Al llegar la noche entramos a
Petare. Dormimos en el cuartel de policía, mojados por el aguacero que nos
asaltó en el camino. Muy de mañana continuamos la marcha, que no paró hasta
Guarenas, donde nos detuvimos extenuados por la larga distancia recorrida y por
el sol intenso que, durante ocho horas, se cernió sobre nuestros cuerpos
sudorosos. A los días no completos de descanso, partimos de nuevo, con una
noche negra y una llovizna helada.
Después de mucho andar, trepando
cerros babosos, cruzando arroyuelos, saltando peñascos, y tropezándonos a cada
momento, entramos a esta vieja casona cuando de la luna solo quedaba una sola
puntita que luchaba contra la claridad creciente.
Los recuerdos, al llegar aquí, son
desalojados por la inquietud que, laborando en lo inconsciente, otra vez ha
impregnado mi espíritu.
Y obsesionado por el rumor, cuyo
zumbido percibo en la atmósfera, transitan por mi mente los rasgos resaltantes
de muchos compañeros ―que serán los destacados, según mi parecer― y experimento
cierto gozo en irlos acomodando en una fila rígida, que gira a la derecha o a
la izquierda, obedeciendo socarronamente las órdenes de algún oficialillo pálido
y la fila se va agrandando, agrandando, y nuevos rostros cansados se alinean y
dejan caer sonrisas despreciativas que se hunden en la serenidad espesa del
mediodía. Y esa imagen, honda y ténebre. Se va apagando, disolviendo con lentitud,
para ceder el puesto a otra, hermosa y fresca, de un árbol robusto, gigantesco,
con el tronco hinchado y las hojas muy verdes. Y también el árbol comienza a desvanecerse.
El sopor me invade, me agobia. Y
cuando en mi cerebro todo es bruma, pienso de pronto que tal vez me hagan abandonar
este sitio. Entonces, así, con los ojos cerrados, voy construyendo el local
que, tenemos por cárcel. La sala, donde estamos treinta y es conocida con el
nombre de “Los Capacheros”, por desarrollarse allí continuas reyertas
interestudiantiles, dado el carácter un poco agresivo y jacarandoso de casi
todos sus ocupantes. El aposento vecino, más pequeño pero más fresco, designado
por sus mismos habitantes con un nombre procaz que expresa humildad y tontería,
calificativo puesto ex-profeso para molestar a los de la sala. Los cuartos que
están al otro lado de la puerta de entrada, donde moran, principalmente, los
futuros bachilleres, quienes tienen que soportar con estoicismo los furores religiosos
de un compañero místico, rezador de rosarios interminables. Y afuera, en el solar,
“La Tienda Roja”, llena hasta desbordar y desordenada como ninguna; “La Bomboniere”,
con dos largas hileras de camas pulcras que incitan al sueño; “Mon Bijou”, de
lonas muy blancas y de habitantes, en extremo cuidadosos de sus ropas y de sus
comodidades, que con las encomiendas que reciben de sus casas forman ágapes
exquisitos y silenciosos; y “El Comando”, o sea la cocina de la casa, el sitio más
estrecho e inhospitalario que pueda concebirse, donde duermen apretujados cinco
o seis.
Ahora me sumerjo en los menudos
hechos sucedidos los días anteriores, y, al revivir los pormenores de algunas escenas,
se aleja un poco la somnolencia que me arrastra. Y permanezco lúcido, despierto
totalmente, por varios minutos. Hasta que torno a sentir cierta laxitud, mucha
pereza para iniciar movimientos.
Las imágenes, que brotaban claras al
principio, se insertan unas en otras, produciéndome una confusión de recuerdos
que poco a poco va cediendo, hundiéndose bajo el peso del sueño fuerte, ancho.
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