por Nelson Osorio
Cualquiera sabe que al solo intento de abrir un intercambio
de ideas y opiniones sobre “crítica literaria” surge tal cantidad de equívocos,
malentendidos y confusiones que uno corre el riesgo de ocupar todo el tiempo y
el papel de que dispone procurando deslindar el objeto del cual quiere hablar.
Al
parecer, gran parte de estos malentendidos provienen del hecho de que empleamos
una misma expresión –“crítica literaria”– para denominar actividades no sólo
diversas sino incluso divergentes. En otras palabras, bajo la denominación “crítica
literaria” no hay una cosa (una
actividad, una práctica, una disciplina) sino varias cosas, varias prácticas, concretas diferentes, pero que se
ejercen con el mismo nombre.
Y esta es
una de las razones por la que nos encontramos hoy en día –en Venezuela y en
América Latina– con el hecho de que la expresión “crítica literaria” cubre un
campo semántico tan gaseoso que bajo este nombre se puede encontrar cualquier
cosa, desde el serio y noble ejercicio que nos legara Alfonso Reyes o Pedro
Henríquez Ureña, hasta el frívolo cotilleo dominical de un valetudinario como
el chileno Hernánr Díaz Arrieta (Alone).
Porque si
bien es cierto, por una parte, que existen los aportes serios y respetables de
estudiosos como José Antonio Portuondo de Cuba, Antonio Cornejo Polar de Perú,
Isaías Peña Gutiérrez o Rafael Gutiérrez Girardot de Colombia, Ángel Rama de
Uruguay, Domingo Miliani y Oscar Sambrano Urdaneta de Venezuela, Jaime Concha o
Juan Loveluck de Chile, Noé Jitrik o Néstor García Canclini de Argentina –para
nombrar sólo algunos–, no es menos cierto que, por otra parte, vemos diariamente
que los circuitos de mayor difusión se ven copados por las incursiones aleves
de un sinnúmero de corsarios que pueblan las revistas, periódicos, suplementos
y hasta universidades.
(Acerca de
esto último quisiera abrir un corto paréntesis.
Algunos
podrán creer que exagero, pero verdaderamente a veces uno tiene la impresión de
que muchos consideran que el solo hecho de estar alfabetizados, saber leer y
escribir, constituye preparación suficiente para faenar en esta especie de bien
mostrenco que es la crítica literaria. A título de ejemplo de la irresponsable
impunidad con que suele perpetrarse un cierto tipo de “crítica”, quisiera poner
aquí tres casos espigados en publicaciones diferentes.
Uno de
ellos es el del antes mencionado Hemán Días Arrieta, conocido por el seudónimo
de Alone y que ha sido llamado “el decano de la crítica chilena”. Este señor,
que ha sido regente por decenios de la crónica literaria de El Mercurio de Santiago de Chile, ni
siquiera estima necesario leer los libros que comenta. Y Con toda impudicia
escribe un largo artículo sobre La muerte
de Artemio Cruz de Carlos Fuentes, en el que confiesa olímpica y
literalmente: “No me jactaré de haber leído toda La muerte de Artemio Cruz...” (El
Mercurio, 12 de diciembre de 1968).
Sabemos
que es frecuente que este tipo de “críticos” comenten libros que no leen, pero
hay que reconocer que no todos tienen los bríos para publicarlo descaradamente,
lo cual también nos dice mucho del público al que se dirigen.
Pero si el
no leer lo que se comenta es grave, hay otros que ni siquiera parecen tomarse
la molestia de hojear los libros sobre los que entregan su opinión. Tal es el
caso del anónimo (¡y con razón!) encargado de la sección “Libros” de una
revista de amplia difusión continental que se edita en Miami, quien al comentar
62. Modelo para armar escribe que en esta
novela “Cortázar da las instrucciones en el prólogo para comenzar el juego, el
cual consta de múltiples opciones con
trozos sueltos para armar a gusto y paladar del lector, de manera que
cumpla funcionalmente las necesidades de cada uno” (Vanidades Continental, año IX N2 12, 16 de
junio de 1969). ¿Será necesario decir que esas “múltiples
opciones” y esos “trozos sueltos” sólo existen en la febril imaginación del
autor o autora de la reseña?
Y un
último ejemplo, para cerrar esta pintoresca galería. El escritor, periodista,
profesor y, por supuesto, “crítico” chileno Claudio Solar se refiere así al
primer libro de cuentos de Vargas Llosa: “...pese a que Los jefes es una novela (sic) que fue premiada con el galardón
Leopoldo Alas...”. Y para que nadie vaya a creer que lo de novela es un lapsus, insiste: “...la pasión sexual tiene un perfil
distinto que separa esta manera de novelar (sic) de la anterior” (La estrella, Valparaiso, 20 de marzo de
1971).
Estos tres
botones de muestra podrían multiplicarse, pero creo que bastan para demostrar
que no hay ninguna exageración en sostener que actualmente cualquier audacia
puede cometerse bajo el amparo del nombre de “crítica literaria”.
Y con ello
cerramos este paréntesis).
En función
de lo anterior, es necesario tomar conciencia de que no cabe legítimamente
hablar de la crítica literaria, sino
que para entendernos debemos saber de qué tipo de crítica y de qué críticos
hablamos, ya que, como hemos dicho, bajo este nombre podemos encontrar
prácticas absolutamente diferentes e inconciliables.
Ahora
bien: si nos detenemos en este problema de las diferencias en la práctica
crítica, a primera vista podríamos considerarlas como una consecuencia lógica
de las diferencias de capacidad, inteligencia, cultura y sensibilidad entre los
“críticos”. Esto, desde luego, también existe y es fácilmente detectable en el
examen comparativo de algunas muestras que pueden tomarse al azar; pero no
parece que pueda considerarse un criterio de distinción valedero, puesto que
así enfocado el problema se podría llegar a establecer que hay tantas prácticas
“críticas” diferentes como personas ejercen dicha actividad. Si hiciéramos un
examen de conjunto, a partir de una muestra más o menos amplia y valida, sea de
la “crítica” nacional o de la continental, sería posible determinar que, más allá
de las diferencias individuales, el panorama nos muestra la presencia actuante
de dos concepciones diferentes tanto de la literatura misma como de la función
de la crítica y los estudios literarios.
Por tal
motivo, si bien las manifestaciones concretas de nuestra crítica puedan darnos
a primera vista la impresión de un paisaje abigarrado, yendo un poco más a sus
raíces veremos que son sólo dos los colores fundamentales que organizan el
conjunto. Y que en gran medida la variedad no ofrece otra cosa que los matices
de uno u otro.
Esto que
digo no es una idea nueva. Hace ya casi cincuenta años, en otros términos, el
novelista Manuel Rojas decía en un artículo de 1933:
Existen dos clases de críticos: los que estudian los libros y los que estudian la literatura. Nosotros no podemos quejar de que nos falten los primeros (casi hay sobreproducción), pero suspiramos por los segundos. Los primeros son, en realidad, parásitos de los escritores. Viven de lo que estos hacen. Los segundos son compañeros del escritor, marchan con él y a veces se le adelantan.
Creo que este diagnóstico, a pesar del tiempo, conserva un
grado importante de vigencia. Todavía hoy –sobre todo en los medios de comunicación
en masas– lo que abunda es esa crítica parasitaria, ancilar, ejercida en muchos
casos por escritores mediocres o frustrados, o por personas que por
desempeñarse decorosamente en profesiones tan respetables como el derecho, la medicina
o el periodismo, creen tener méritos suficientes para pontificar en el terreno
de la literatura. A veces este tipo de crítica se profesionaliza –en órganos de
prensa e incluso en la docencia–, pero sin perder su condición parasitaria, por
lo que suele alcanzar un mayor grado de sofisticación aunque conservando su
índole esencial.
En todo
caso, cualquiera sea su carácter –profesional o amateur–, esta concepción del
trabajo crítico es en gran medida la que domina en nuestro medio y esto es lo
que ha impedido –o por lo menos dificultado– el que la crítica literaria pueda
desarrollarse como una disciplina
autónoma (y digo autónoma, no independiente) que pueda
contribuir a un conocimiento más pleno de nuestra cultura y nuestra tradición
literarias.
La
alternativa que, con diversos matices, se ha estado desarrollando en los
últimos años frente a esta crítica parasitaria es la de una crítica autónoma,
con principios y estatutos propios, capaz de cumplir una tarea de conocimiento
sobre nuestra literatura; una crítica, en último termino, que más que al
servicio del libro o de los escritores esté al servicio del conocimiento de
nuestra realidad literaria.
Crítica
parasitaria, crítica autónoma. La primera prolonga de algún modo la noción
pragmático-burguesa del arte, que en su versión más radical lo considera un
artículo accesorio y complementario, valioso como fuente de disfrute y como
adorno para el salón o la conversación “culta”. En esta perspectiva, la crítica
es otra modalidad de esta conversación “culta”, que nos informa sobre el autor,
nos ayuda a “entender” la obra y hasta puede –por qué no– ahorramos el trabajo
de leer, sobre todo si se trata de obras muy largas o difíciles. La segunda,
por el contrario, parte del principio de que el arte y la literatura son
componentes básicos y necesarios del proceso de humanización del hombre, y que en
ellos se registra su proyección más noble y autentificadora. De allí que la
crítica no pueda quedarse en la glosa más o menos culta del texto, sino que
busque un conocimiento comprensivo de la producción literaria, no aislándola
sino reintegrándola al conjunto de la actividad del hombre, del hombre
concreto, social e histórico.
Por eso,
la primera más bien reproduce y refuerza la sensibilidad y los valores
dominantes, mientras que la segunda busca crear y producir conocimientos
nuevos, contribuyendo así a renovar y enriquecer valores y sensibilidad para
lograr una apropiación más plena de su propia cultura.
Esto mismo
es lo que hace que las diferencias entre estas dos concepciones del carácter y
la función de la crítica literaria no puedan considerarse como simples
problemas metodológicos. Lo que en realidad ocurre es que ambas se vinculan a
concepciones del mundo diferentes, que corresponden a intereses socioculturales
distintos.
En
consecuencia, los sectores que se encuentran consciente e inconscientemente
adheridos al sistema de ideas, gustos y valores tradicionales y dominantes
seguirán legitimando una “crítica” que en el fondo de su aparente inocuidad lo
que hace es reproducir gustos, ideas y valores que reflejan pasivamente nuestra
actual dependencia y subdesarrollo. Porque esta crítica basada en el “buen
gusto”, en la “sensibilidad”, suele ser esencialmente conservadora, ya que el “buen
gusto” es indefectiblemente el gusto de las clases y sectores dominantes, de la
cultura dominante. De allí también que sea perfectamente valedero pensar que
este tipo de “crítica” no va a desaparecer de los medios de comunicación ni de
la enseñanza mientras no desaparezcan históricamente las condiciones e intereses
sociales a los que obedece su existencia.
Por el
contrario, el eventual fortalecimiento de la crítica como una disciplina
autónoma, desmitificadora y en función del conocimiento de nuestra realidad, se
encuentra ligado al crecimiento de las fuerzas y sectores renovadores, que
buscan desarrollar conocimientos propios sobre nuestra identidad y para
enfrentar la penetración cultural con que se busca sellar nuestra dependencia.
En este
sentido, lo que se plantea es una crítica literaria que vincule su quehacer al
proyecto histórico de las fuerzas sociales renovadoras, y que en tal sentido
cumpla una función descolonizante y autentificadora en lo cultural.
Pero esta
función no puede cumplirse plenamente mientras se siga trabajando a partir del
Catálogo Oficial de nuestras letras elaborado por el gusto tradicional. Es
urgente y necesario leer de nuevo, y no sólo leer lo que nos presenta ese
Catálogo sino también aquellos textos y autores que han sido marginados de él,
investigar en el campo empírico de la producción literaria, de la actividad
cultural, para actualizar y hacer nuestro un conjunto de obras que por haber
sido escritas a contrapelo del “buen gusto” dominante quedaron excluidas del
parnaso burgués y exquisito.
En
Venezuela hemos asistido en los últimos años a la sorpresa de Salustio González
Rincones, por ejemplo, gracias a la acuciosa inquietud de Jesús Sanoja
Hernández. En Chile hemos contribuido al reencuentro de Juan Emar, creador de
San Agustín de Tango, una especie de Macondo surrealista e irónico. Los jóvenes
colombianos rescatan a Luis Vidales y al ácido y agresivo Luis Carlos López, el
“tuerto” López de Cartagena. Hugo Mayo y Pablo Palacio surgen como luces
insólitas en el solemne postmodernismo ecuatoriano. Y en el conjunto
continental este investigar crítico y este ver de nuevo están mostrando que en
el paisaje invernal y desvaído en que han convertido nuestra literatura los
manuales, hay ramas ocultas que muestran una realidad nueva, más fresca y
agresiva, pero que ha sido escamoteada y marginada por no ajustarse al encorbatado
y solemne gusto de nuestra mediocre burguesía consular.
Leer de
nuevo y ver de nuevo, desacralizar los manuales y programas de estudio para
rescatar y construir una fisonomía más auténtica de nuestra literatura son
puntos de partida para una crítica hispanoamericana al servicio de nuestra
cultura y de nuestra identidad. Esta crítica debe tener una proyección que
permita que nuestras literaturas nacionales respiren con pulmones
latinoamericanos el aire de la contemporaneidad y de la renovación. Para cumplir
con ello es necesario volcarse sobre la realidad empírica de nuestra producción
literaria nacional y continental, y acometer la tarea de sacar a luz las líneas
básicas que han ido dibujando en la literatura el perfil de nuestra identidad
americana.
Pero, ¿qué
pasa con esa otra actividad, parásita de libros y escritores, como hemos visto,
y que también emplea el nombre de “crítica literaria”? Hay que reconocer que
existe. Y por algún tiempo probablemente seguirán existiendo y usurpando este nombre
personas que buscan entronizar en el mundo de las letras una atmósfera
semejante, a los concursos de belleza. Pero este ejercicio de almas sensibles y
solemnes, por mucho que se maquille con términos nuevos y alambicados, pertenece
ya a un pasado agonizante aunque tozudo, y tal vez haya que aceptar que siga
existiendo para que se cumpla aquello de que los muertos entierren a sus
muertos.
Porque
para nuestros tiempos, para nuestras necesidades, sólo el estudio, la investigación
seria y rigurosa de nuestra producción literaria –la anterior y la actual–
puede ser la base que legitime una crítica latinoamericana verdaderamente
contemporánea, una crítica autentificadora y descolonizante, abocada al
conocimiento de nuestra literatura para contribuir a conocemos mejor.
Y habría
que reconocer que una crítica fundada sobre estas bases y estos objetivos
parece ser la única que pueda legitimarse desde la perspectiva de quienes
buscan hacer más nuestra y más habitable esta América nuestra que hoy
habitamos.
[Caracas, mayo" de
1981]