de Arturo Uslar Pietri
...Tracatrán...
Tracatrán... Tracatrán...
Aquel
ruido adormecía, acunaba. Se perdía la noción de ir sobre los rieles a una
velocidad exagerada. La noche vista por el ventanillo era una e inamoble. Era
como estar suspendido en el aire.
...Tracatrán...
Tracatrán... Tracatrán...
Federico Sumercé iba adormecido en la butaca. Llevaba ocho meses
de trotamundos y la indigestión de los paisajes le había causado una modorra
espiritual.
De pronto
un gran baño de luz y un pito estridente.
Se
incorporó. Había llegado.
El andén
estaba lleno de gente, esa gente impersonal que parece destinada solo a
completar muchedumbres. Paseó una mirada desesperada por todo aquello, una
mirada que era un bostezo de los ojos. Nada interesante, nada que hiciese sostener
los músculos en su trabajo de posición vertical.
Pero allí,
sostenido en un pilar, había algo que sí lo sacudió.
Era un
cartel de colores definitivos: rojo, negro, amarillo; en la parte superior un
soldado empuñaba un fusil prolongado de bayoneta, en una actitud bélica
bastante fácil; debajo, en grandes letras, decía: «Alístese en la Legión
Extranjera. Es tal vez la única oportunidad que se le presente en su vida de realizar
sus sueños de gloria y heroísmo. Acuda al jefe de movilización».
Mientras
los mozos descargaban su equipaje se le había ido grabando en el cerebro el
letrero. Después, dentro del coche, rumbo al hotel, iba rumiando aquello.
Era,
indudablemente, cosa de estúpidos dejarse sugestionar por aquel cartelito.
Dejarse matar por una patria, por una idea, por unos móviles que no eran suyos
ni le interesaban siquiera. Ocupar el puesto de los que debiendo ir no iban. ¡Absurdo!
¡Absurdo!
Sin
embargo, al entrar al hospedaje no pudo resistir; al primero que topó le soltó
a quemarropa:
—Tenga
la bondad de decirme, ¿hay muchos en la Legión Extranjera?
—Más o menos mil, señor.
Se fue
riendo. Mil bienaventurados, mil hombres-niños, que todavía jugaban a los
muñecos: el muñeco del honor, el muñeco de la civilización, el muñeco de la
justicia. No obstante se sobresaltó. ¿Por qué tanto interés?, ¿para qué
ocuparse tanto de aquello que sabía que no lo afectaba en nada? ¿De aquello que
él comprendía imposible, grotesco, idiota?
Desechó la
idea, la corrió de la bóveda del cráneo. Al fin se iba, se fue, ¡qué
tranquilidad!
Encendió
un cigarrillo por hacer algo.
Al arrojar
la cerilla, la mano se le movió con un movimiento raro, reflejo, rebelde.
Se le
había movido la mano; él no había hecho nada para moverla, había sido aquella
mano sola, sola, ¡sola!...
¿Acaso no
gobernaba sus músculos? ¿Por qué, pues, aquella anomalía?
Se
inquietó. Quizá no tenía todo el dominio de sus fuerzas.
La
fantasía se le desbordó como un oleaje. ¡Horrible!
¡Horrible! Aquella mano se había movido sola, también podría hacer lo mismo el
brazo, y el tórax, y la cabeza, y las extremidades. Podrían ponerlo en marcha,
y hasta, acaso, llevarle a poner su nombre en aquel prólogo de tragedia que
anunciaba el cartel pintarrajeado.
Todos los
estúpidos resortes que gobernaban su mecanismo podrían… podrían… pero no, era
únicamente exceso de imaginación. Él tenía el dominio, era el jefe de todos
ellos, mandaba y le obedecían.
Quiso
ensayar:
—A ver. ¿Queréis llevarme a
alistar? Pues bien, no quiero... no... no...
A pesar de
todo le pareció que se había movido. ¿Sería posible?
Comenzó
entonces a rugir:
—¡No! ¡No! ¡¡Noooo!! ¡¡Nooooo!!
Y conforme
se excitaba creyó ver que era mayor la actividad de insurrección de todo su
organismo.
Aquellos
músculos lo empujaban, lo retenían, lo llevaban maniatado de ligaduras. Se
debatió para arrojar aquel monstruo que le oprimía, le ahogaba, le iba apagando
la última palpitación, debía ser igual la sensación de los buzos apresados, los
pulpos, estaba extenuado. Ya no podía luchar.
Sentía que
su voz interior se le iba apagando.
—Nooo...
Noo... No... N...
Llegó a
ser imperceptible, había que esforzarse por sentirla, ya era solo el eco de
ella lo que sonaba en e1 tímpano, era como el canto de un grillo perdido en una
lejanía larga...
—La
imaginación comenzó a poblarle el espíritu de imágenes desusadas. Sobre un mar
de menta un barco ostentaba todo el velamen extendido. El barco estaba inmóvil
como si hubiese encallado en lo profundo. Pero empezó a llegar el viento y a palmotearle
en las velas, y un cabeceo pesado le tomó todo el casco. Pero la nave no quería
moverse, la nave no, bien lo
comprendía, quien no quería moverse era él, pero en aquel
maldito velamen, que se aplanaba vertical sobre su lomo hueco de madera, el
viento hacía fuerza con su cabeza poderosa. ¡Ah! La fuerza terrible del viento.
Después le
pareció un manchón confuso, vibrante, indefinible, una especie de nube polícroma
que venía agigantándose como desde el hueco de una vorágine y ascendía sobre él
con una rapidez espantosa, llególe a los ojos y se le metió en la comba de las
pupilas y ya allí dentro, como bailando una zarabanda loca, aparecieron unas
letras, unas letras fatales que decían: «La legión extranjera».
Se borró
repentinamente todo y quedó sumido en un vacío blanco, de ese blanco impreciso
que queda cuando se apagan todos los colores. Solo en los oídos le lamía persistente
un silbido opaco, lento.
Empezó a
ver calles oscuras, en las que la luz de los faroles era como una moneda sucia
en una mano negra.
Pasaban
las calles, comenzaban las calles, muchas gentes venían a tropezar en sus
hombros con un sonido sin eco.
Súbitamente
se le encimó una puerta grande, una puerta ardiente en luces, y como
incrustadas en el marco de ella dos figuras vivas, dos figuras que eran las
mismas del cartel del
andén.
Excelente iniciativa...Un texto como La bestia permite abordar múltiples tópicos...técnica narrativa, estructura del cuento en Uslar, naturaleza de lo social y lo psicológico, aparición de lo fantástico. Es perfecto ejemplo para las cátedras de la Escuela de Letras en la Universidad del Zulia. Un abrazo. Saludos. Profesor Mario Morales.
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