relato de Julieta Cordero, finalista del
Concurso Nacional de Cuentos convocado por Sacven en 2013
Te desnudaré por las calles
azules,
me refugiaré antes que todos
despierten.
Me dejarás dormir al amanecer
entre tus piernas
Sabrás ocultarme bien y
desaparecer entre la niebla.
Un hombre alado, extraña la
tierra.
En la ciudad de la furia. Soda Stereo.
Mi profesión me aísla,
fiel a mi laptop y a internet. Entregar a tiempo las traducciones devino hace
mucho mi prioridad. A veces introduzco cambios en la rutina con el fin de
desafiar mis capacidades. Solicito una o dos semanas de plazo y no comienzo
hasta entrado el último día. Sucede generalmente con documentos cortos que
conozco de memoria. Me desespera y me entusiasma la premura. Los otros días los
dedico a investigar, a leer, a trabajar en textos de provecho personal. El mes
pasado traduje dos ensayos después de haber cobrado un adelanto que me
comprometía a trabajar por veinte días. El encargo lo entregué según fue
acordado. Resultado satisfactorio. Cheque bien recibido. Me gusta sentir que
mis clientes financian mis proyectos. Pero nunca he constatado que sus manos
sean suficientemente grandes como para contener en ellas la plenitud de mis
senos. A mis clientes no los conozco. Oigo sus voces, leo sus mails a medio
redactar. No los conozco.
Los fines de semana
aparecen Emmanuel y los acostumbrados hotelitos. Ahí aguardan sus manos amplias
y fuertes que pueden envolver mis tetas sin asfixiarlas. Los dedos ágiles han
ido descubriendo la extensión de mi piel y las múltiples respuestas que su
destreza provoca. Hace algunas semanas Emmanuel no pudo verme en nuestra cueva
de domingo. Nunca me dijo por qué. Supuse que estaría forjando quimeras
nacionales. Sueña con reconstruir Caracas. Se inspira en las avenidas de Buenos
Aires, contempla fascinado las callecitas del centro de París y admira el
litoral de Río. Algunas veces pienso que también él es víctima de la fiebre
mesiánica esparcida por todo el continente. Temo escucharlo decir que desea cambiar
el mundo. Mi reacción instintiva es defenderme y acto seguido me descubro
evocando el teatro de la crueldad para hilar un argumento que nos autorice
gritar “quiero salvarme del mundo”. Él y yo siempre hemos sido dos. El acuerdo
implícito entre ambos consiste en suscribirnos a los dogmáticos patrones del
comportamiento respetable que dicta la sociedad. Si se ausenta, como ese
domingo, la mecanografía y las autocorrecciones punitivas colman el agujero
sexual. ¿Existencial?
Cristina es mi
ventana hacia el exterior. Su cargo ejecutivo le ofrece un estilo de vida
enérgico, ajeno a la monotonía de mi escritorio y mis pantuflas. El vaivén
cotidiano le garantiza un lugar privilegiado en la dinámica del intercambio
erótico. La cartelera de espectáculos y variedades que nos ofrece la urbe le
había proporcionado un festival de teatro: materia prima para labrar un ardid
histéricamente femenino que le aseguró la atención y fascinación de no sé quién
colega suyo. Cuando me puso al tanto, el sonido de su voz y sus sonrisas
delataban tardes no planificadas en compañía de sutano. Una emoción juvenil
ocupaba el lugar de las infinitas quejas de mujer inconforme y malcriada. Mira,
él tiene manos más grandes que Enrique. ¡Ya viste mi culo! Cabe completico en
sus manos. Ayer solo deseaba que me cogiera agarrándome el culo tan fuerte como
le fuera posible. Pero, de nuevo, pienso en Enrique. Al escucharla germinaba
junto con la complicidad, un sentimiento híbrido de envidia y celos.
La emoción de
Cristina me hacía desear otras formas de ejercer mi profesión. La esclavitud
que me encadenaba a las compañías aseguradoras y a los bufetes de abogados
oprimía cualquier tendencia a establecer vínculos fuera de mi pequeño imperio
construido con palabras. Los susurros de mi amiga me impulsaban a
desenclaustrarme, a vestirme para trabajar con un atuendo diferente de las
piyamas. Mis salidas “sociales” se limitaban a la bien vivida lujuria del fin
de semana encerrada en un hotel barato. Otra vez, encerrada.
Cristina llamaba
casi a diario. Oye, más tarde te cuento bien porque todavía no ha llegado. Creo
que está en una reunión. Me habría gustado pedirle que distanciara esas
llamadas telefónicas. No lo hice, quizá por curiosidad; seguramente porque me
proyectaba. ¡Fich dich, Freud! Sin embargo, la llamadera surtió un efecto
inesperado. Algo tan evidente como estúpido. Me di cuenta de que había estado
trabajando desde mi casa durante dos años continuos. El dinero fluía, muchas
veces en dirección contraria; el aire estaba viciado. Cada rincón de mi
apartamento había adquirido proporciones inhabitables.
Aquel domingo agujereado
Enrique, Cristina y yo fuimos al teatro; espectadores de la tragicomedia
moderna: Dionisos cautivo en un centro comercial.
Son una pareja que
funciona muy bien. Su mecanismo parecía recién lubricado a pesar de la
inclusión parcial de la tercera pieza. Por supuesto. ¿A caso tenía dudas? No en
vano había traducido tantas veces la nota de Cirlot acerca del número tres:
“Resolución del conflicto planteado por el dualismo”. Ni siquiera era preciso
traducirlo. Embriaga nuestros sentidos, ¿cuestionamos entonces la máxima
felicidad? Ahora Cristina disfrutaba de ese modo excepcional, aunque polémico,
de entender el mundo. Sabíamos que el colega no duraría mucho tiempo en el
engranaje, pronto retornaría el conflicto planteado por el dualismo y mañana
llegaría algún nuevo número tres. Conservarlo es difícil; evitarlo, absurdo. Mi
estrechez comienza a causarme urticaria emocional y mientras tanto la cantante
calva sigue peinando su cabello de la misma manera. Lo sé, todo es culpa de
Occidente. Volví a casa con un saborcillo a victoria empapando mi lengua. De todos modos había confirmado mi
discurrir numerológico.
Me reencuentro con
la laptop. Los libros, el escritorio, los resaltadores, el abandono de
Emmanuel; el silencio me reclama. Sin importar lo provocadora que resulte la
vida oficinesca de Cristina, esta fructífera soledad es irremplazable.
Un nuevo cliente
requiere mis servicios. Mediante un mail sospechosamente bien escrito, solicita
un presupuesto por concepto de ¿suplencia en bachillerato bilingüe? Admito que
esta propuesta arrebata algunas risitas burlonas. Por otro lado, estoy
consciente de que representa una oportunidad para variar el sofocante y vicioso
ritmo de trabajo que hasta el presente he sostenido.
Respondí y adjunto
envié mi currículo, como solicitaba el remitente.
El colegio me hace
recordar la casa de los vientos. Los remolinos de hojas secas giran y producen
espirales de difusas partículas que atrapan el trascurso de las horas. Un balón
de fútbol interrumpe la invisible armonía compartida por la brisa, los árboles,
el silencio, los obreros y mi mirada. La risa adolescente se desparrama
escaleras abajo. Los recibe el asfalto convertido en cancha de basquetbol, los
faroles custodian chismes, las paredes traman planes macabros, los rincones
solitarios atestiguan el amanecer de las excitaciones sexuales y avivan el
frenético deseo de la piel.
El contrato laboral
contempla la afiliación al club de la chismografía. Su funcionamiento depende
de una premisa: “todos participan”. Hay dos roles disponibles que podrían
encarnarse de forma alternativa: el productor-divulgador (verdugo) y el objeto
de los enredos (víctima). Obviamente la calidad del chisme se halla en estricta
relación con la experiencia de los verdugos. Coordinadores, padres y representantes
suelen crear falacias bien articuladas que se nutren de sutilezas verificables.
En la mayoría de los casos la crueldad de los estudiantes supera la inventiva
de los adultos, prisioneros de escrúpulos; pero los juveniles cuentos de camino
están plagados de fantasías, frustraciones y ciertas notas de ingenuidad. Por
su parte, las mentiras de los adultos provienen del ocio y la carroñera envida
y procuran, sin ocultar las intenciones, causar daño.
Constaté que mis
habilidades sociales fuera del circuito de la enseñanza estaban atrofiadas.
Cuando descubrí la cláusula especial que me convertía en miembro del club traté
de limitar mis movimientos al perímetro de los salones de clases. Era imposible
librarse del chismorreo. Durante los almuerzos, las reuniones de evaluación y
planificación, las conversaciones superficiales: todas las circunstancias eran
propicias para difundir un chisme nuevo o reforzar la eficacia de uno que ya
estuviese circulando. Evaluar a algún estudiante exigía comentar que la solterona
de su madre ocupaba el tiempo libre en la peluquería por eso desde que el
marido la dejó las notas de ese muchachito se habían venido abajo. Y sin olvidar
que el papá andaba saliendo con una tipita que ya había estado arrejuntada con
el papá de fulanita y ni desayuno les cocina a sus niños. La programación de
los eventos extra cátedra suponía criticar los procedimientos de la directora,
de la coordinadora, del administrador y de cualquier otro ausente que en
ocasiones pasadas hubiese hecho gala de su falibilidad. Los buenos días o las
buenas tardes constituían la antesala de murmullos y refunfuños acerca de
alguien que dijo, dejo de decir, pensó o indicó algo que a alguien le disgustó
y por gente como esa (¿cómo quién?) nuestra atmósfera se hace odiosa. Alguien
proclamaría que, sinceramente, así no provoca trabajar; es mejor ocuparse cada
uno de sus cosas. Al día siguiente ese suceso que apesadumbraba la atmósfera
cotidiana daría origen a diversas teorías, comentarios inocuos y condenas
capitales.
Mis alumnos son
bandidos, pequeños seres, ladrones y mentirosos; son bienaventurados
instrumentos del destino. Los chicos profesaban un desmesurado interés en mí
como mujer; especularmente una considerable cantidad de jovencitas eligieron el
camino de la hostilidad. Traté de suavizar mi trato con ellas, se sentían
amenazadas por mi presencia. La amenaza emanaba de mi silueta. El tamaño de mis
pechos perturbaba inclusive a las docentes que reiteradas veces me sugerían
cubrirme con un sweater. Mi perfume los hipnotizaba. El aroma de mi cuerpo las
intimidaba. Los varones descubrieron en su entorno una manera de lidiar con la
frustración. Teacher, ¿tú bailas
reggaetón? José dijo que quiere morderte. Teacher,
Ricci dice que eres sexy. Teacher,
¿verdad que tú me prefieres a mí porque soy futbolista? Teacher, no importa que no seas judía, por ti me convierto. Ahora
sí puedes decirles a todos que somos novios. Teacher, no lo toques a él, tú eres mía. Teacher, ¿cuál es tu canción favorita? Yo te la toco con la
guitarra. Teacher, cuando tenga
veinte años te invito un café y sales conmigo, ¿sí? Teacher, ¿te puedo oler el cabello? Teacher, tú eres mi amor platónico. ¡Cásate conmigo! Teacher, a ti te gusta el profe de historia,
¿verdad?
Puesto que me
rehusaba a desempeñar los roles inherentes a la membrecía tácita, yo reconocí
en la lectura un mejor interlocutor frente a posibilidad de almorzar acompañada
por los otros docentes. Mi relación con ellos era cordial y distante. Conocía
el nombre de casi todos aunque era difícil asociar los rostros y los nombres a
las materias específicas que dictaban. Por lo tanto, atendiendo a mis
desreferencias, el profe de historia podría haber tenido rasgos llamativos o un
porte insignificante; podría llamarse según la tradición hebrea o las tendencias
contemporáneas.
Los comentarios de
mis alumnos persistían. De forma progresiva sus anhelos irrealizables
encontraban un medio de satisfacción en el papel de celestinos. Dibujaban
esmerados un perfil encantador como si fuesen ellos los personajes descritos.
En efecto, revelaban la admiración que por el profe sentían y a través de
comparaciones hiperbólicas enfatizaban la expresión favorita: teacher, es que ustedes tiene muchas
cosas en común. Al principio mi reacción consistía en sonreír y esforzarme por
desviar la atención de los jovencitos hacia el contenido de nuestras clases.
Ellos fingían docilidad y acataban, en cierta medida, las disposiciones
docentes. El camino estaba trazado y la meta era clara. El profe y yo solo
éramos piezas que ellos moverían a su antojo. Solapados en la presunta edad de
la inocencia orquestarían los elementos necesarios para hacer surgir,
pacientemente, la atracción que de manera espontánea no se había manifestado.
Los atrapé in fraganti, la miradas
cristalinas, juguetonas, maliciosas delataban los planes que no se atrevían a
compartir. Estaban al descubierto y, sin lugar a dudas, las elucubraciones
infantojuveniles no tendrían mayor repercusión en la vida de los adultos
circundantes.
La
conciencia del error se hizo patente en la sede principal del club de la
chismografía: la mesa del almuerzo. Acepté acompañarlos porque se trataba de un
cumpleaños. La usanza determinaba el protocolo: entonar la típica cancioncita
alrededor de una torta después de la comida. Aplausos y abrazos. La
conversación se reanudó mientras la mujer de mayor rango autoproclamado picaba
el pastel y repartía los trozos. Me miraron, primero las tetas, después la
cara. Abrieron la boca y expulsaron una lava ruidosa e interrogativa. Querían
saber todo acerca de lo que estaba pasando con el profe de historia. Yo no me
había enterado de que algo estuviese ocurriendo. Ellas presentaron sus
hipótesis, soluciones posibles y dispusieron diversos escenarios donde seríamos
presentados con el rigor que el caso exigía. Destacaron los atributos físicos
del profesor, su meticulosidad, discreción y madurez. Pues, si es tan
maravilloso cómanselo ustedes.
En la escuela la
relación ficticia entre el profe de historia y la teacher de reading era de
dominio público. Adquiría con el paso de las semanas dimensión de chisme. Mis
esfuerzos por sustraerme a la dialéctica del club habían fracasado, y ni
siquiera podía distinguir al profesor. Los estudiantes lo incorporaron a mi
campo visual. No sabía quién era. Cuando lo vi noté que sus manos ostentaban el
tamaño idóneo, podrían abarcar mis controversiales tetas. No me cautivó. Yo me
proclamaba libre ante la brujería chismográfica que gobernaba el transcurrir de
las vidas escolares. La indiferencia me protegía contra el maremoto de ideas
discontinuas que procuraban adherirse a la víctima más moldeable. Asumí la
paciencia como la postura ideal aunque me provocase abolir las sonrisas
hipócritas, reventar con miradas punzantes los globos de silicona y solución
salina que habían declarado la guerra gestual a mis humildes tetas llenas de
grasa y juventud.
Fue Emmanuel quien
notó que el origen del conflicto mamario se hallaba en la lozanía y no en la
talla. Según explicó un par de tetas nuevas y más jóvenes hacen peligrar el
equilibrio del ecosistema donde se incorporan. Las armas de mayor alcance se
ubican en el cuerpo de la mujer. Dijo. Rechazar esa explicación machista y
primitiva me habría obligado a negar la veracidad de cuanto estaba ocurriendo
en el colegio. A pesar de mi posición distante yo sabía que el efluvio de mi
pecho atraía las especulaciones provenientes de todos los miembros del club.
También sabía que con el tiempo la relevancia de mi figura se diluiría. Si los
verdugos no lograban su cometido con rapidez los chismes tomarían diversas
rutas en busca de nuevas víctimas o, en el peor de los casos, se presentarían
reeditados.
La cadencia de los
domingos nos permitía divagar y contarnos lo que durante la semana se convertía
en historias salpicadas por la premura del ajetreo urbano. Le conté que tuve un
sueño. Trotaba en la pista de la Universidad. El tramo pavimentado se
prolongaba y al avanzar la ruta se hacía más angosta. La respiración fatigada
resonaba dentro y fuera de mi cuerpo, como si las exhalaciones se proyectaran a
través de cornetas de amplio espectro y una vez en el aire esas ondas devoraran
el susurro de la lluvia. En desplazamiento uniforme me dirigía hacia una mata
de mamones. La estrechez de la senda me obligaba a mantener el equilibrio
mediante un balanceo inusual que interrumpía el trote. Muy cerca del árbol
resbalé. Pensé que la tierra mojada amortizaría mi caída; en cambio una piscina
me acogió. El agua me recibió arrancando de mi cuerpo la ropa que llevaba;
completamente desnuda me sumergí hacia el fondo. Hice numerosos intentos por
emerger. El agua me succionaba, solo era posible nadar al ras del piso.
Impulsándome con mis manos y las puntas de los pies procuré saltar, reuní toda
la fuerza y potencia imaginables, pero no conseguía nada. Cuando las plantas de
mis pies restablecieron contacto con las baldosas subacuáticas sentí un roce,
hojas de papel. Páginas blancas revestían el fondo de la piscina. Estaban
escritas. Mis movimientos bruscos generaban remolinos. Ahora, antes de emerger
me urgía conocer el contenido de aquellas cuartillas. Procuraba asirlas, se dispersaban
al contacto. Persistía en el exterior el rugido hondo de mi respiración,
magnificado, metalizado. Mi empeño por aprehender aquellas frases era tenaz.
Las gotas de lluvia originaban sobre la superficie del agua ondas concéntricas
de brillantes matices violetas que se refractaban contra las hojas nublando mi
visión. Fiel a mis intenciones logré percatarme de que el caos verbal ocultaba frases.
No eran evidentes. Su reconocimiento dependía de un quehacer utópico. No obstante,
uno de mis ojos capturó una sentencia.
De súbito una mano
me sustrajo. Las páginas escritas se entremezclaron en un burbujeante
torbellino generado por la extremidad flotante. Un atleta joven me devolvía al
medio terrestre. Acercó mi cuerpo desnudo hacia el borde de la piscina.
Descansé. Retornaba el zumbido hiriente de mi respiración. Salí del agua
estancada y seguí trotando rumbo a la mata de mamones. De forma imperceptible
el entorno trasmutó. Bajo nuevas telas recorría un callejón. Divisé unas mendigas
y seguí andando. Segundos después me acompañaba un murmullo. Podría haber sido
el runrún quejumbroso de las mendigas. Volví la mirada, ellas dormían, el
murmullo se hacía inteligible. Incorpórea una voz repetía “los hombres son libres”. Comprendí
que este adagio provenía de las páginas blancas. El sueño siguió su curso, la
mata de mamones había desaparecido.
Emmanuel escuchó y
miró mi cuerpo tendido sobre la cama pública que nos pertenecía durante algunas
horas. Estoy harta de mis tetas, le dije. Te están seduciendo en ese colegio. Nos
reímos a sabiendas de que ninguna de las afirmaciones era totalmente cierta o
falsa. ¿Cómo podría alguien estar harta de dos galaxias monolíticas, poderosas
y conductoras de placer? Las risas y el vigor hicieron aterrizar la nave
espacial en la llanura intergaláctica. La propulsión generaba movimientos
vibratorios estimulados por la fricción y la humedad de mi lengua. Una vez
alcanzada la altura máxima la nave expulsó su contenido esparciéndolo sobre la
planicie, y morían algunas estrellas en el efecto supernova que hacía brillar
las pupilas de Emmanuel. El viajero fatigado se desplomó apretando con su mano
uno de los monolitos espaciales, como si aferrándose a su solidez pudiera recuperar
el aliento derramado. No puedes estar harta de ellas, simplemente no se puede.
Susurró. No me dejaría seducir por mendigas ni adolescentes porque yo era
libre.
Las conversaciones
con Cristina adquirieron un viso de reciprocidad. Sin percatarme, estaba
asimilando que “algo” ocurría respecto del profe de historia, pues me descubría
narrando a mi amiga los acontecimientos colegiales dispuestos en torno a ese
asunto. La benefactora triangularidad que ella experimentaba se me ofrecía
auspiciada por las mujeres chismosas y los estudiantes maquinadores. Los
comentarios de Cristina pretendían arrojarme a la materialización de la
fantasía colectiva. Según ella, yo era la única persona que obstaculizaba el
fluir de los eventos. No desacreditaba su juicio aunque entre líneas leía la
aspiración individual de librarse del hálito culposo que la terna erótica le
confería: si yo participaba de la conducta socialmente reprochable, pero
generalizada, ella se sentiría menos sola; menos escondida. Le pregunté cuál
era en su visión panorámica el rol del profe, ya que tampoco él manifestaba
ningún interés por mí. Me vio de reojo como si apelara al sentido común, apretó
mis tetas y dijo: tú tienes estas, provócalo. Definitivamente era yo la que
estaba fuera del dispositivo de la vida corriente. Dos años acuartelada me
habían privado del discernimiento sencillo. En el proceder de los demás
subyacía un ajuste básico que se escurría ante mis deliberaciones numerológicas
y ridiculizaba la fragilidad de mi castillo de papel. Podía aceptar el juego de
las máscaras, el mundo convertido en un escenario infinito. Podía reconocer el
casi voto de austeridad ligado a mi ocupación; pero me resistía a la idea de
que por debajo del gran escenario se despliega la guerra de los sexos donde
nadie posee un registro natural de comportamientos. Solo la procreación y la
locura frente al deseo de las cosas imposibles.
Decidí que el
aspecto laberíntico de la situación no me obligaría a contradecir mis
designios. Me convertiría en testigo ocular. Nada más. Así culminaría el
período académico y yo regresaría a la guarnición de las páginas membreteadas y
los e-mails. En la jungla de los malentendidos mis estudiantes trazaron un
acuerdo virtual que los comprometía a memorizar conceptos básicos solo si yo me
mostraba receptiva ante sus comentarios. Acepté el pacto de manera obligatoria,
antes de finalizar cada clase me sometían a un interrogatorio que procuraba
verificar las secuelas de las habladurías y, al mismo tiempo, difundir nuevos
contenidos.
Los alumnos
pequeños verbalizaban las secuencias eróticas de su imaginación a través del
circuito chismográfico. En los mayores la revuelta hormonal atormentaba la
dimensión anatómica que padecía con estoicismo las metamorfosis de la
adolescencia. La respuesta masculina al contacto de mis manos o a la proximidad
de mi olor era siempre el encarpamiento tristemente disimulado. Las respuestas
femeninas se tejían en una serie de gestos reprobatorios o, en los casos más
raros, demostraciones de cariño y ternura.
Emmanuel fue
certero cuando mencionó los juegos de seducción que se llevaban a cabo en el
colegio. Participan todos los miembros de la comunidad escolar. La cercanía
entre el profe de historia y yo fue propiciada por esos enmascaramientos. El
cariz artificial de la atracción que surgió entre nosotros se manifestaba en
los prolongados silencios y en la incapacidad de establecer cualquier vínculo
concreto. La persistencia del entorno empezó a condicionar nuestras respuestas
particulares. Quizá ellos se dieron cuenta y perfeccionaron sus métodos.
Todavía no éramos sus marionetas, pero a veces las breves palabras que
intercambiábamos se emitían enredadas en el tejido fantasioso que los otros
hilaban.
El profe de
historia me propuso vernos fuera del horario de trabajo. Usó una frase seca
mediante la que reclamaba mi presencia en un sitio y hora determinados. No se
habría podido catalogar como invitación, parecía más bien una orden asentada en
sobrentendidos: hoy, al salir, almuerzas conmigo en los chinos. Ni siquiera
tuve ocasión de preguntar qué chinos. Alrededor de la escuela había tres
restaurantes chinos y un sushi bar donde también despachaban comida china.
Entendí mi sumisión al mandato cuando me percaté de que no sabía a dónde ir.
Repasé de memoria la localización exacta y las características más relevantes
de cada lugar. Solo uno podría reunir atributos suficientes para ser
considerado el restaurante chino de referencia inequívoca en la zona. Hice
cálculos comparativos el resto de la jornada. Después del timbre y la estampida
juvenil me dirigí a La muralla china. Además del nombre, este tenía en la
entrada una polvorienta estructura de cartón piedra que emulaba la construcción
milenaria. Estos detalles lo hacían más llamativo frente al dragón de La danza
del dragón y a las ocas plásticas que decoraban el pórtico de El Palmar. Cuando
llegué él estaba entrando. Si hubiese dejado a la fortuna la elección
definitiva, el encuentro habría sido más emocionante; casi de telenovela. Antes
de salir pregunté a las mujeres del club cuáles eran los chinos más famosos del
sector. Luego de la estampida me dirigí a la muralla.
Saludo. Mesa.
Chino. Averías lingüísticas. Bebidas. Pan. Comida. Te miro. Me miras. Adivino
que estás nervioso. No sé si es porque comemos sin hablar o porque quieres mirarme
las tetas sin que yo me dé cuenta. Sonrío. No te gustan los camarones y aunque
no dices nada los apartas con el tenedor. ¿Por qué los pediste entonces? Me
miras. Bebes. Nuestros alumnos son maquiavélicos. Creo que me gustas; por lo
menos el silencio lo hacemos bien. Hay que decir algo. Ya pasó mucho tiempo y
creemos que es mejor seguir callados. Las palabras hacen cosquillas detrás de
los dientes. ¿Si después de aquí hiciéramos el amor, si tirásemos sobre esta
mesa, estarían satisfechos los socios del club? Eso daría origen a un nuevo
ciclo de chismes. Recibiríamos un sermón y una amenaza de despido. Es imposible
complacerlos. Último bocado. Muy rápido, la cuenta. Pagamos, fifty-fifty para no generar compromisos;
además ya sabemos que en este país los docentes somos pela bolas. Una palabra:
gracias. Y no me la dijiste a mí, hablabas con el mesonero. Nos paramos.
Caminando hacia la salida tuviste que admitir que nunca habías tenido tantas
ganas de hablar. Tampoco me lo dijiste. Lo adiviné porque vi como apretabas los
labios, los enunciados se derramaron hacia adentro y estallaron en tu boca.
Así, se sonrojaron tus mejillas. Confieso que me pareció tierno. Iba a decir
algo, ya no sé qué. Se me olvidó cuando halaste la coleta que sostenía mi
cabello. Apretaste las hebras en tu mano y me besaste. Sin mediar palabras.
Nuestras lenguas narraron la conversación que decidimos suprimir. Te habría
arrancado la ropa y tal vez la piel. Un entrometido hizo sonar la corneta del
carro y nos separamos. Un beso sobre las escaleras de La muralla china,
impregnado de curry, ensordecido por todas las palabras que contuvimos. Un beso
presenciado por el mesonero chino que no entendió nuestro idioma, mas ahora
comprendía esa tensión transverbal durante el almuerzo. Fue un beso chino.
Luego te acercaste a mi boca; renacieron las palabras. No me invitaste a tu
casa esa noche, me informaste que estarías esperándome después de las siete.
Otro beso chino. Breve como una sílaba. Te envío la dirección. Ok. Chao. Bye. Y
nos fuimos.
Sentía impotencia y
coraje. La confusión retrasaba la puesta en práctica de cualquier plan que
condujese mi ira sobre quienes me habían subyugado a la patética postura de
rebelde sin causa. Finalmente me percibí como una pieza movible según los
caprichos de los otros. Yo había tomado las decisiones que me empujaron hacia
el epicentro de los chismes, donde fantasía y realidad, deseo propio y
sugestión se entremezclan. Esa tramposa autonomía que me brindaba la
posibilidad de creerme al margen del club había sido pisoteada por la
conjunción de los anhelos y las desilusiones humanas. La máxima libertad
consistía en asumir la participación activa, y también paciente, en la
estrepitosa danza de las relaciones interpersonales. La torre de papel era el
escondite perfecto al cual siempre retornaría para recordar que hombres y
mujeres no somos más que miembros de la escala zoológica, como las ardillas que
roen los árboles del patio, las ratas que el conserje consiguió en el depósito
de pupitres o las guacamayas que cumplen a diario su rutina aerodinámica. Da lo
mismo femenino y masculino, lo trascendental es ser humano; y como en el humano
confluyen aspectos piadosos, vulgares y miserables yo no tendría reparos en
aportar a la ilusión erótica desatada en el colegio los trazos de mi voluntad.
Esa noche en casa
del profe de historia recordé la frase del sueño subacuático que le había contado
a Emmanuel. A pesar de la tesis irrebatible, la organización inmediata se
empeñaba en cuestionarme o ponerme a prueba. En su casa hablamos. Las palabras
sondeaban la superficie preocupándose por trivialidades y lugares comunes que
se convertían en excusas temáticas para enlazar otra sucesión de palabras. Las
miradas, al contrario, escrutaban las actitudes corporales que el verbo
nervioso quería ocultar. Procurábamos descifrar las razones que nos habían
reunido. Sabíamos que el libre albedrío estaba siendo manipulado. Pensaba en
nuestros estudiantes que nos habían seducido, como advirtió Emmanuel. Recordaba
a Cristina: “tú tienes estas, provócalo”. La sugerencia emergió camuflada por
la voz de Elis Regina. Era un comando vocal palpitante. Contrastaba con el
adagio onírico porque suponía la abolición de mi libertad al servicio de ese
mandato y de la astucia adolescente. ¿O acaso en el cumplimiento cabal y
consciente se halla el núcleo irreductible de la verdadera libertad? Los vasos
de Cuba Libre que acompañaban la voz de Regina diluían la coherencia de mi
pensamiento a la cual me aferraba con el objetivo de no sucumbir ante la fuerza
del proyecto trazado por los miembros del club. El profe estaba sentado a mi
lado explicándome algún asunto que no logró capturar mi interés y mucho menos
permanecer en mi memoria. Aburrido de su propia conversación, se levantó con
brusquedad y me tendió la mano. Me levanté presagiando la llegada de un beso.
Me sujetó la cara. Quiero que me lo chupes, dijo. Empujó mis hombros y me
devolvió al asiento. Permaneció de pie y comenzó a desabrocharse el cinturón
mientras mi barato sistema de intelectualizaciones se desboronaba frente a la
emergencia de las ganas irrefrenables. La succión mágica traspasaba el límite
entre lo que ellos habían imaginado y lo que nosotros queríamos. En adelante,
su participación sería secundaria; pero en ese momento de húmeda
materialización se volcaron sobre mí las erinias de los escrúpulos sociales. La
costumbre hotelera arraigada en mi relación con Emmanuel y la bidireccionalidad
excluyente de nuestros viajes intergalácticos entorpecía los impulsos actuales.
Mis pensamientos bullían
al compás cardíaco. Las ideas se agolpaban y concluían fatídicamente en una
reflexión pitagórica. ¿Cuánta justicia entraña la noción representada por el
número tres? La tríada es ecuánime, dúctil, fluye. Cristina lo había
experimentado. Nos ahogábamos en besos antillanos y limón. Mi ropa cedía su
espacio. Se deslizaba el pantalón, el trípode erigía su trono. Mi piel se
aferraba a los hilos. Entonces, el conflicto planteado por la dualidad reclamaba
la batalla mental. Un beso suplicante pedía la totalidad de mi cuerpo. La
duplicidad cobró esa noche otra víctima. Me negué a deshacerme del pantalón.
Según el argot de mis estudiantes, según el argot de los estudiantes de todas
las épocas me había convertido en una calienta güevo. I had become a teaser.
La determinación de
rebelarme contra el club de la chismografía y mis prejuicios se fraguó
alrededor del simulacro de evacuación en caso de incendios que se efectuaría al
día siguiente. Cuando llegué al colegio esperé con tranquilidad evaluando las
zonas que serían evacuadas. Sonó la alarma y comenzó el éxodo progresivo según
la planificación. Los alumnos estaban dispuestos en filas. Yo estaba a cargo de
un curso avanzado que saldría de penúltimo y bajaría los tres pisos seguido por
el último grupo y el docente designado. Mientras bajábamos hacia el primer piso
me separé discretamente. Retrocedí hasta la última fila del segundo grupo y
aparté a Esteban de sus compañeros. Quiso preguntarme algo, lo contuve
silenciándolo con el gesto y el sonido acostumbrados. Me siguió. Ya no
circulaba nadie por los pasillos. Yo había dejado abierto un baño cuyo uso
estaba reservado a los profesores. Apuré sus pasos, lo hice entrar y cerré la
puerta.
Esteban nunca había
sido estridente en sus demostraciones, pero la manera de observarme lo
delataba. Era un jovencito discreto y responsable. Actuaba con prudencia y
caballerosidad, cualidades que se fundían en el gradiente ígneo de sus ojos
verdosos. Veía al mundo con malicia, altanería e idealismo; su creciente
belleza corporal y sus cualidades expresivas lo convertían en un casanova, pero
sus acciones se replegaban al percibir la fiereza de las muchachas. Cuando
cerré la puerta sus ojos se encendieron. Las pupilas se dilataron y contrajeron
en un instante más breve que un parpadeo. Pensé en abrir la puerta y dejarlo
ir. Preferí continuar y responder a la pregunta que nacía en sus pupilas
trepidantes. En un segundo constaté que la realidad también difiere de la
fantasía en cuanto a métodos y estilo. En el pozo de mi imaginación el cuadro
fluía sin obstáculo alguno, Esteban comprendía la naturaleza de mi arranque
pasional y se unía al festín que el encierro anunciaba. Pero en el baño,
durante el simulacro de evacuación en caso de incendios, mi alumno me miraba
confundido y excitado. Esperaba una clase que yo no sabría impartir. Tuve que
darle un empujón contra la mesa del lavamanos. Eso lo hizo reaccionar y darse
cuenta de que sí estaba temporalmente al servicio de mis arbitrariedades. Ya
va, teacher, dijo entrecortado. No
pude soportar su voz de muchacho casi niño y me lancé sobre su boca, debía
tapiar la salida de las palabras con la mordaza de mis labios. La candidez que
le había atribuido se desdibujó cuando metió su lengua en mi boca. La torpeza
del aprendiz guiaba sus manos extraviadas. No sabía donde posarlas. Me separé,
me quité el sweater, tomé su mano y la hice acercarse a una teta. En ese
momento sentí que se ahogaba con la saliva mixta que producíamos. Lo dejé
tragar sin dar ocasión a una maniobra escapista. Se apoyó sobre el mesón y
exhaló ruidosamente. Besó mi cara con suavidad haciendo retornar los vestigios
de niñez que acompañaban la rígida urgencia atrapada en sus pantalones. Aunque
él no se atrevía a franquear lo límites de mi ropa, desajusté la chemise de
alumno grande. Las caricias revelaron el torso de un hombre fornido bajo el
cual jadeaba un adolescente asustado. Del tacto sutil al rasguño hiriente. Sus
besos trémulos llegaron a mi cuello. Muérdeme, le dije. No puedo, teacher. Respondió abrazándome con una
firmeza que yo no había distinguido antes es su carácter. No me importa, hazlo.
Muérdeme duro. No, teacher. Esa
negativa sonaba más a imposibilidad que a decisión. Traté de aflojar el abrazo
que me contenía mientras la tensión de su cuerpo se liberaba a través de un
beso lento. Comencé a desabrochar su correa y un sobresalto lo sacudió. Apretó
mis manos, me miró aterrado. No, teacher,
ya va. Espérate. Ya va.
Era una buena
ocasión para dejarlo ir. Todo lo acontecido respondía exclusivamente al
ejercicio de mi voluntad, no había sido previsto por los enredos del club de la
chismografía. En el fondo aquellas habladurías sí lograron movilizar este
encierro. Solo podría librarme admitiendo de manera consciente mi ubicación en
el entramado. Ellos ya no tenían injerencia sobre lo que yo hacía a pesar de
que las especulaciones permanecieran activas.
Le pregunté a
Esteban si quería que abriese la puerta. Puse la llave sobre el mesón y
aguardé. Se dirigió hacia la llave y la apretó. Tomé su mano y le ordené
abrirla. Lo hizo con titubeos. Retiré la llave. La introduje en la cerradura.
Todavía no te vas, le dije. Sus pupilas registraron la misma actividad de
antes, rápida y continua; como si la taquicardia de los dos corazones se
alojara en el centro de sus ojos. Volví a besarlo. Removí la hebilla. Espérate,
please. Era inútil esperar. El
simulacro concluiría pronto. Todo en su cuerpo contradecía ese ruego. Volví a
amordazarlo. Desabroché el pantalón. Capturé lo que pretendía negarme. Dijo no,
otra vez. Quédate tranquilo, susurré. Me besaba y seguía diciendo no. Con una
sola mano desabotoné mi camisa y lo obligué a tocarme. Sí quería, pero no sabía
tocar a su teacher. Traté de
acompasar el movimiento de mi otra mano a las respuestas de sus caderas.
Esteban temblaba, quería silenciar los gemidos que se deslizaban en la
respiración acelerada. Ya me había cedido su cuerpo. De pie, la frente sobre mi
hombro, un brazo caído, el otro alrededor de mi cintura. Para, para y dijo mi
nombre. Dejé de ser teacher, un
sustantivo común. Me convertí en el nombre propio que afloraba de su boca. Le
dije que me mordiera, que solo así me detendría. Me gritó no puedo. Podía
sentir en la palma el tránsito del fluido ascendente. Segundos después Esteban
se trasformó en líquido tibio. Inundó mi mano y corrió siguiendo la ley de
gravitación universal. Los dientes rozaron mi hombro desnudo, lo lamió, besó mi
cuello. ¿Por qué, teacher? Esta vez
no tenía respuesta a la pregunta de mi alumno. En su rostro se conjugaban la
travesura, el desconcierto y una mueca de enojo. Mientras se abrochaba el
pantalón le di un beso en la frente porque su mirada estaba clavada en las
baldosas del piso. Se estiró la chemise, me plantó un beso tosco, abrió la
puerta del baño y escuchamos el timbre que anunciaba el inicio del segundo
receso.
El final del
simulacro coincidió con el recreo del almuerzo. El azar se manifestaba a mi
favor. Era poco verosímil establecer un vínculo entre la ausencia del alumno y
la teacher.
Esteban se había
secado en mis manos. No las lavaría antes de haber culminado la jornada. Cuando
me encontré en el espejo del baño repetí la pregunta de mi estudiante. Me
preguntaba si aquello que había sucedido podría considerarse una violación.
Definitivamente no. O tal vez. Quizá en cierta medida. No lo sé. En todo caso
era un delito abordar de ese modo a un menor de edad. ¡Tecnicismos! Dentro de
unos meses Esteban sería un adulto en términos legales. Lo importante es que
esta pequeña transgresión me ubicaba en la periferia de las esferas
chismográficas; sin embargo, by default,
seguía perteneciendo al club.
Bajé hacia el patio.
Lo divisé. Procuré evitar el saludo. También él estaba en las escaleras,
conversaba con una estudiante. La situación era propicia para mí puesto que el
profe de historia no interrumpiría el diálogo. Al pasar por su lado retuvo mi
brazo con delicadeza, en un movimiento sutil. El estupor y la suspicacia
irrigaron la cara de la muchacha que se retiró llevando consigo el átomo de un
nuevo chisme.