Una taza de café
Inusitada
alegría se reflejaba aquella noche en el rostro de Don Andrés Bello. Una onda
de calor, tibia y fragante como en los días de su lejana juventud, aceleraba
los latidos de su corazón, y por su frente, de ordinario pálida, sombreada por
el dolor, pasaba una luz acariciadora. Hasta sus piernas rígidas, clavadas por
el mal en muelle poltr6na, parecían librarse de ataduras y dolencias.
Había recibido, junto con una carta
de Antonio Leocadio Guzmán fechada en Lima, en la que éste le pedía su opinión
sobre el Congreso Americano y la unión de los pueblos libertados por Bolívar,
varias muestras de café de Venezuela. Conmovedora ternura lo invadía al
contacto del fino grano, en cuya entraña se escondía el aroma del valle risueño
que un día de mediados de junio de 1810 recibió, sin que él lo sospechara
siquiera, desde las alturas de Campo Alegre, la última caricia de sus ojos. Y
la emoción se tornó en impaciencia cuando entre los rótulos de las talegas vio
escrito el nombre de El Helechal, hacienda que en tiempos más felices fuera
suya y de sus hermanos. Con gesto nervioso, al que acompañaba apenas su voz
gastada, ordenó le prepararan una taza de aquel café, que tenía virtudes
mágicas para su imaginación adormecida.
Cuando la criada entró a su despacho
con la humeante bebida, el jurista eminente, árbitro de naciones, cuyos ademanes
reposados revelaban la nobleza y la paz de su espíritu, se hallaba sentado a su
mesa de trabajo, de espaldas a un pesado armario en el que los libros se
apretaban en hileras, y se preparaba a contestar las preguntas que le hacía su
sagaz compatriota.
Colocada la cafetera y sus
adminículos en la maciza mesa de roble, hizo el anciano un gesto a la criada,
quien partió de puntillas, y solo, muy quedamente, como quien cierra las
cortinas a un niño que duerme, vertió en la taza la aromosa tinta, y bebió, bebió,
con leticia, trago a trago, hasta tocar los inciertos lindes del sueño, el
breve minuto en que toda materialidad desaparece y el alma se desprende del cuerpo
dejándonos sumidos en éxtasis inefable.
Soñaba el poeta con la querida
malqueriente, con la Patria. Se veía joven, fuerte, pasear con sus hermanos por
los sombreados corredores y el ancho patio de El Helechal, en la fila de
Maríchez. A lo lejos, como una garza oscura en actitud de tender el vuelo,
estaba Caracas, la ciudad de sus amores. ¡Caracas! Rojeaban sus techos a la luz
del sol, entre búcares florecidos y verdinegros saucedales.
Tomaba luego el descenso por la
cuesta amarillenta; vadeaba arroyos; saltaba por entre palizadas que
festoneaban los cundeamores; dejaba atrás a Petare, atalaya do en viva roca, y
aparecían los campos de Chacao, fausto de la Colonia.
Allí, allí, y su índice señalaba la
casona señorial, de arquería tallada en berroqueña. Dábase una fiesta de arte,
animada por la grave cortesanía de Martín Tovar y por la suavidad de gestos y
palabras de Rosa Galindo, su mujer. Por el jardín a la francesa discurrían las
parejas de enamorados, en tanto que la orquesta, dirigida por el maestro Juan
Manuel Olivares, deshojaba lentamente las armonías de un paso de pavana.
Primores de ejecución, engolada solemnidad de los caballeros, cuyas
cabalgaduras les esperaban piafando; languidez de las bellezas morenas que encantaron
al Conde de Segur. Callada la orquesta, Paula Sojo de Uztáriz, negros los ojos,
los cabellos cortos y rizados, tocaba al clavecino un minueto de Rameau,
imprimiéndole un aire de criolla melancolía.
Comenzaba la tarde a dorar las cimas
del Ávila con oros de antañona casulla, olorosa a ranciedad y a verbena. Con un
grupo de caballeros, entre los cuales José Félix Ribas descuella por su
arrogancia varonil y Tomás Montilla por su alegría comunicativa, va Andrés
Bello de vuelta a su ciudad. La charla es animada, nobles los propósitos,
altivos y apasionados los conceptos.
Apenas si se fijan en el torreón de
la hacienda de los Ibarra, empenechado de humo denso, y en la fila de
chaguaramos, que agitan sus cimeras, como airones de solariega hidalguía.
Entre las nieblas del crepúsculo se
arrebuja el palacio de los Capitanes Generales, en cuyo seno lleva Vasconcellos
una vida de lujo y de placeres.
Vasconcellos
ilustre, en cuyas manos
El gran Monarca del Imperio ibero
Las peligrosas riendas deposita
De una parte preciosa de sus pueblos…
Bello recita
sus versos en elogio del gobernante que le brinda protección y afecto. Ribas
habla de la partida de tresillo que va a jugar esa misma noche en la Sala
Capitular; Montilla hace un chiste de buen gusto...
De pronto, se insinúa en una curva
del camino,
La
verde y apacible
Ribera del Anauco.
Bucólico paisaje digno de Teócrito
se desarrolla ante sus ojos humedecidos por las lágrimas. ¡Cuántos recuerdos
evocados en un instante por el correr de esas aguas cristalinas! Sus primeros
versos, sus primeros amores. Filis y Cloris trepan con ligereza por la montaña,
se pierden, reaparecen, tornan a perderse hasta que sólo se mira sobre el cielo
el parpadeo de dos estrellas gemelas. No hay sendero, ni boscaje, ni piedra en
esos fértiles parajes, desconocidos para el poeta. Sus cafetales le han visto
errar, pensativa la frente, invocando a la Musa campesina para pedirle un ramo
de flores con que cubrir la losa de su sepulcro.
Las finas bestias, echadas al trote
por sus jinetes, levantan el polvo de la ciudad, y las caladas celosías se
abren con cautela al paso de la cabalgata.
En Candelaria suena el Angelus, y
súbito un coro de esquilones y campanas, partido de todos los puntos del
horizonte, se concierta en un místico arrobamiento. Del fondo de un patio
embalsamado por un jazminero de las Indias, se escapan, untadas con la miel de
la femenina devoción, las divinas palabras: El Ángel del Señor anunció a María…
Hasta la Plaza Mayor, presos en el
hechizo de la hora, no cambian los paseantes una sola frase. Al pie de la
Torre, frente a los portales descalabrados, se despiden con efusión. Pensando
en la cena aderezada por su madre, que gustará al lado de sus buenas hermanas,
una de las cuales, María de los Santos, los ha dejado hace poco por la paz de las
Monjas Carmelitas, y de los hermanos que hablan de empresas agrícolas, de la
bondad de las cosechas y del próximo arribo a La Guaira de una corbeta que
zarpará inmediatamente para La Coruña, con café y cacao de sus fundos. Andrés
Bello endereza su caballo hacia el norte, pero antes de desmontarse en su casa
de las Mercedes, galopa hasta el templo de La Trinidad propicio al esplendor de
los Bolívares, y contempla con cariño el samán plantado a orillas del Catuche.
La vista de ese árbol le trae a la memoria la de aquel otro gigante de la
selva, vestigio de otras edades, que en Güere se levanta con arrogancia, y en
cuya copa sombría se enredan por las noches, como en la cabellera de una virgen
aborigen, las lucecillas del Tirano Aguirre. Y los valles de Aragua, jardín de
Venezuela, que visitó en compañía de Alejandro de Humboldt, y...
Las voces de dos discípulos amados,
José Victorino Lastarria y Miguel Luis Amunátegui, despiertan al anciano con un
respetuoso Buenas Noches. Con voz
húmeda de llanto les contesta el Maestro, y musita, balbuce como un niño,
soñando acaso todavía, estos versos dolorosos:
Naturaleza da una madre sola
y da una sola patria...
Caracas, marzo de 1923.
Los inacabados
León Daudet ha
hablado recientemente de los escritores incompletos, de los que no dieron de sí
cuanto pudo
esperarse de sus fuerzas, de los que dotados magníficamente no realizaron la
obra maestra, de la que trazaron solamente los lineamientos. “Estamos con
ellos, dice el gran polemista, en los limbos literarios, en el dominio, con
frecuencia pintoresco, de lo inacabado”. Toma de aquí Daudet la expresión de “escritores
inacabados” y presenta como ejemplo tres nombres gloriosos de la literatura francesa
contemporánea: Teófilo Gautier, Villiers de I’Isle Adam y León Bloy.
Gautier, urgido por la vida,
obligado sin otros medios que los de su pluma a ganar el pan de cada día,
derrochó su verbo, luminoso y fecundo en los folletines que escribiera para los
periódicos. Asoman aquí y allá como una mujer desnuda de suprema belleza a los
bordes: de un lago de aguas tormentosas, la frase limpia, la idea transparente
que esmaltan su prosa incomparable. Nos debía un Pantagruel, exclama Daudet, y nos dio sólo un Capitán Fracasse. Villers, con una imaginación; creadora y un
sentido penetrante de las cosas extrahumanas; con su palabra colorida y las súbitas
iluminaciones de su espíritu, se perdió como Gautier en los laberintos de una
ruda labor, y sustituyó el Fausto o algo
por el estilo de que era capaz con la voluptuosidad llena de sirtes malignas de
los Cuentos Crueles y las potentes
adivinaciones de su Eva Futura. León Bloy
malgastó su talento, sus dentelladas de polemista acorralado, lanzando
apóstrofes soberbios y sangrientas ironías contra gentes de baja estofa. No hallaron
el tema que estuviera en armonía con los destellos de su genio y la fuerza de
su concepción original, no se dieron por entero, no realizaron su destino y
constituyen el tipo de los “escritores inacabados”…
Asignándole un carácter más amplio y
general a la idea de Daudet, podemos afirmar que los escritores venezolanos, con
excepción de uno solo, lanzado fuera del país por la tormenta revolucionaria de
la Independencia, han pertenecido a la familia de los “inacabados”. Daudet toca
apenas las causas que produjeron el fenómeno. Entre nosotros esas causas son
más visibles y desgarradoras: incompatibilidad con el medio; carencia de
estímulos vivificadores; fraude o mala fe, tanto en el elogio como en la censura;
invasión y fácil ascenso de los menos aptos, y un erróneo concepto de la
democracia, que no es nivelación igualitaria como lo cree la generalidad, sino
ascendente selección.
Juan Vicente González, que es entre
nosotros el tipo perfecto, casi diremos el prototipo de esta especie infeliz,
tuvo, como en muchas otras cosas, la intuición genial del problema. En 1861,
presa el país de la más negra anarquía, escribió en El Heraldo un estudio sobre Fermín Toro, réplica necesaria a
impertinentes zumbidos contra la fama del gran orador, que a la sazón hallábase
en España, comprometidos su nombre y su decoro en el desempeño de una difícil
misión diplomática. Un grupito encabezado por el general Justo Briceño,
reformista empedernido a quien la envidia le roía el corazón, dióse a propalar
el fracaso de Toro frente a las dificultades de toda índole que le presentaba
la Cancillería española, y llegó en sus desmanes hasta calificar de inepto al negociador
y de antidemocrática su actitud. Juan Vicente González saltó a la palestra en
defensa del amigo de su juventud, trazando en escrito apresurado como todos los
suyos, los rasgos sobresalientes de la personalidad de Toro como político y
literato.
En ese escrito, a vuelta de cálidos
y merecidos elogios, nos tropezamos con los siguientes conceptos: “En el
aislamiento de un país sin letras, como falta alimento a la imaginación y el
voto competente de los sabios, disgústase fácilmente el hombre de su talento de
escribir, que cree inferior a su idea, desdeñando el sufragio fácil de sus
amigos, y prefiriendo juzgar, gustar y abstenerse, a ser inferior a su pensamiento
y a sí mismo. El señor Toro halla siempre una imagen para expresar su idea,
pero él se detiene, embarazado por el silencio que se hace a su alrededor, y
espera a que su pensamiento se transforme en gota de luz y caiga de su pluma.
Nacen de esta situación obras inacabadas, fragmentos, pensamientos a que se ha
comunicado su alma y que sin ocio ni disposición de espíritu para juntarlos
entre sí, no forman jamás un monumento. Y el hombre llamado a la gloria de las
letras, y que debió hacer florecer la admiración entre sus semejantes, viene a
convertirse en un espíritu feliz que piensa, que conversa con sus amigos, que
sueña en la soledad, que medita una grande obra que no acabará jamás, y que no
llegará a la posteridad sino en fragmentos”. Esta es la historia de los
literatos venezolanos; la suya propia, la de Baralt, la de Cecilio Acosta, la
de Pérez Bonalde.
Baralt tenía treinta y un años
cuando escribió su Historia, obra de encargo ajena a sus naturales inclinaciones.
Leyéndola se siente una gran impaciencia y una infinita piedad ante el
pensamiento que nos obsede, de que hubiera dado remate a una obra más conforme
con sus gustos: una filosofía del lenguaje, de la que el esbozo del Diccionario Matriz no es sino una
muestra afortunada. La Biografía de Ribas
de González es un alto, un momento de espera en el vértigo de sus estériles
luchas políticas. Acaso la de Bello, que acarició largamente, producto de
afinidades electivas, con ser tan hermosa la de Ribas hubiera sido más serena y
fundamental para su gloria. Cuando se leen las Reflexiones sobre la Ley de 10 de abril de Fermín Toro y se admira
el caudal de ciencia y doctrina que expone, abrillantado por su estilo
impecable, se piensa al punto en la profunda obra de historia y de economía
política que hubiera podido legarnos. Cecilio Acosta se fue a la tumba, pobre y
desilusionado, sin haber escrito el ensayo a la inglesa que era lógico esperar de
su vastísima capacidad literaria. Son admirables la Vuelta a la Patria de Pérez Bonalde y el poema a su hija muerta,
como fueron acerbo su destino, emponzoñada su vida y triste de toda tristeza su
muerte frente al mar. Al sentir cómo late aún nuestro corazón, acorde con el
ritmo de sus versos, algo de dolorosamente trunco nos empaña la mente con su
imagen.
“Escritores inacabados”. ¡Cuán
exacto, conmovedor y digno de meditación resulta el término en nuestro país!
Caracas, octubre de 1925.