Carlos Eduardo Frías
Toda la costa que limitaba aquel amplio espacio marino era
de una esterilidad desconcertante. Al borde del mar, multitud de peñascos,
ofrecían su pecho duro al latigazo del agua; luego, adentrándose en la ribera,
estaba la arena menuda que el viento fuerte aplanaba, rizaba o levantaba en
grandes torbellinos furiosos, para desbaratarlos contra los cardones dispersos.
Erizados de púas.
A mediodía
cuando el sol se clavaba en el centro del cielo, no podía mirarse la llanura
amarillenta: de los repliegues más pequeños, del Este, del Oeste, de arriba, de
todo el arenal, se desprendía un resplandor violento, agresivo, que chamuscaba
las retinas.
Ni
siquiera la palma de un cocotero, ni siquiera unas alas de gaviota, solamente
el viento salitroso y cortante, aplanaba, rizaba o levantaba la arena menuda en
grandes torbellinos que corrían erguidos a lo largo de la llanura, hasta
perderse en la lejanía: devorados por el resplandor.
***
Los dos pueblecitos vivían de la pesca. Ambos poseían las
mismas barracas de tablas con techo de palma, impregnadas de un intenso olor de
brea y pescado; un trozo de mar; árboles frondosos y ancianos que dan la uva de
las playas; redes sin cuento; y muchas barcas de vientre ancho y muchas barcas
de vientre angosto y pocas mujeres y muchos chiquillos de piel escamosa.
Los
pueblecitos estaban colocados en los extremos mismos del arenal, como si la
vegetación que faltaba en la llanura, volviéndose subterránea, hubiese
estallado en ellos con un estallido verde.
Se
comunicaban por tierra, a través de la costa pelada y candente, o por mar, pero
mar adentro, porque en la zona próxima a la orilla, el agua estaba sacudida por
oleadas vertiginosas que iban a estrellarse contra las peñas verdinegras,
pulverizándose en una lluvia finísima.
Si parecía
ayer! Y, sin embargo, iban corridos cincuenta años desde que Rufo saliera con
su barca, cierta madrugada.
Ahora
estaba el viejo, muy quietecito bajo la tierra, pero todos los pescadores,
sabían de memoria la aventura.
***
Cincuenta años atrás, escasearon repentinamente los peces
en aquellas aguas. Los más expertos pescadores, los que poseían todos los
secretos marinos y conocían el veneno de la luna cuando está hundida en el agua
y las artimañas de la pesca, regresaban con las redes vacías.
Y así pasaban
los meses, las semanas y los días.
Tendrían
que emigrar en busca de otro ambiente más benigno, y, los rudos hombres
sufrían, pensando en marcharse lejos de aquel sol y aquella agua, que les
corrían en las venas como sangre.
Las
mujeres, esperaban todos los días la llegada de los pescadores, aglomeradas en
la punta más saliente de la costa.
Las barcas
iban llegando una a una, con las velas pletóricas de viento, pero sin un sólo
pez sobre cubierta.
Las
mujeres lloraban entonces y murmuraban oraciones toscas, en tanto que los
hombres, silenciosos, alejábanse con los guarales al hombro, haciendo balancear
los torsos desnudos.
Hasta que
una madrugada, cuando regresaba cariacontecido Rufo, el más anciano pescador de
uno de los pueblecitos, sobrevino el milagro. Se apilonaban las redes húmedas
en su barca y Rufo las contemplaba, como husmeando algún maleficio, cuando un
muchacho de a bordo llegóse hasta él diciéndole:
—Patrón,
allá trás viene pegao del timón un tronco e mata.
—¿Y por
qué no lo han despegao?
—No hemos
podío, patrón!
Rufo,
seguido del muchacho, se fue a la popa.
Efectivamente,
entre las olas, adherido al timón con sus raíces prolongadas, flotaba un tronco
de árbol.
—A despegá
esto! –llamó Rufo, y contra la borda se agrupó la tripulación, armada de largos
bicheros.
Sin embargo,
cuando la barca del viejo Rufo, atracó en la orilla, aún permanecía enredado.
Varios pescadores llegaron hasta él a nado y cortándole algunas raíces,
lograron desprenderlo. A remolque lo empujaron hacia la playa.
Si parecía
ayer! Y, ya iban corridos cincuenta años!
***
Ahora el tronco estaba bajo el techo de una capilla breve,
de paredes encaladas.
Por la
posición vertical en que se mantenía, las largas raíces filamentosas, pendían
lacias como una cabellera vegetal.
Bajo de
ellas, la corteza rugosa, de bruscos relieves, esbozaba un rostro lejano de
Jesús magullado.
Hacia la
parte en que descansaba la cruz, una cruz maciza y enorme, el tronco se gibaba
como una espalda bajo un peso fuerte.
Del conjunto
informe, surgía lentamente, en una lenta ascensión, la figura definida,
rotunda, del Nazareno.
Se
acumularon los milagros como las hojas que van cayendo en el suelo de las
selvas.
La pesca
tornóse abundante. Las enfermedades escasas.
El Santo
milagroso, velaba por sus protegidos.
Como
buenos hermanos, los pueblecitos ribereños compartieron el hallazgo
extraordinario. Todos los años, la imagen era transportada de un lugar al otro,
llevada en andas al través de la costa desnuda.
Rufo, el
viejecito favorecido, en el día del Nazareno, vistió se con un sayal morado y
grueso cordón a la cintura. Se estuvo muy silencioso durante los preparativos
para la salida de la procesión y, cuando el Santo apareció en el umbral de la
capilla, con la mayor serenidad acercóse a él y retirando la pesada cruz del
hombro de la imagen, echósela en el suyo. No hubo manera de disuadirle.
Días
después de esa procesión, el anciano pescador durmióse tranquilamente. bajo las
velas tensas de su barca y cuando intentaron despertar le, no lograron que
abriese los ojos, ni tampoco encontrarle huellas de la desolladura que el
madero le produjese.
Así nació
la costumbre singular y era de verse todos los años el desfile lento de la
imagen a lo largo de la llanura con la espalda libre de la cruz y era de verse
el gozo del pescador agraciado por el Nazareno, que la soportaba durante la
jornada interminable.
Si parecía
ayer! Y ya iban corridos cincuenta años!
***
Era por
Semana Santa y era el día del Santo Milagroso, del Santo Patrón de la costa.
Por esta
vez el milagro mayor recayó sobre la cabeza rizosa de Colás, un pescador de
bíceps formidables y amplia experiencia marina saturada de yodo.
Colás
vivía por entonces en una isla vecina y en su cayuco estrecho y largo,
verificaba la travesía en pocas horas.
Su mujer
teníale preparada una túnica violeta y un grueso cordón de cocuiza, para: que
se lo amarrase por la cintura.
La
población de los dos pueblos, aglomeróse frente a la capilla.
Numerosos
rapaces de todas las edades, iban llegando con sus sayales morados.
Brillaba
un fervor primitivo en todos los ojos, en todos los rostros.
Los
marinos altos y cuadrados, con gran respeto, se fueron agrupando en torno a las
rejas de la entrada, después de santiguarse con el gesto torpe de sus manos
anchas.
Por sobre
la multitud, pasaron repetidas veces las aves del mar, en giros tardos.
El sol
chorreaba un oro desvaído sobre las hojas regordetas de los uveros.
El viento
tornóse suave y dejó de enmarañar con sus dedos ganchudos, la cabellera de los
cocotales.
Por algo
era aquel día, el día del Santo Patrón de la costa!
Los
elementos y los hombres, se preparaban a rendirle un homenaje digno de su
divinidad.
Dieron las
nueve de la mañana, hora en que emprendía su marcha la procesión, a lo largo de
la ribera, para llegar al otro extremo de la llanura con la caída del sol.
La gente,
esperaba por Colás, que no aparecía.
En un
corrillo, dijo un pescador:
—Qué raro
que no haya venío Colál
Otro:
—Sí oh,
qué raro!
Un
tercero:
—Yo lo
vide anoche, allá en la Isla, antes de venime. Fuí cajedél, y que iba a vení
solo, porque la mujé está enferma.
Una voz:
—Pa mí que
Colá, no quié echase la crú encima!
Una vieja:
—Jesú
Panchito, no diga eso!
En la
puerta de la capilla, apareció un monago flaco, con los brazos encorvados bajo
el peso de los cirios.
Luego
surgió el sacristán, con aspecto de canónigo, trayendo solamente tres o cuatro
cirios y con la cara grave y abacial.
Y, por
último, allá en el fondo, comenzó a moverse un bulto de contorno esférico,
semejante a una gran boya alquitranada. Era el cura. Este, el sacristán y el
monago, figuraban sólo anualmente, en el día extraordinario y desaparecían
luego, dejando un suave olor a incienso, que la brisa marina se encargaba de
borrar.
***
A eso de las diez, como no llegase Colás, la procesión
comenzó a salir del pueblo lentamente.
El
Nazareno, con las guedejas vegetales mecidas por la brisa, dejaba ver en las
facciones, ya muy pronunciadas, una expresión dulce y tranquila.
Sobre el
hombro curvado, estaba la cruz pesada, que el Cirineo ausente, debió soportar.
El gentío
marchaba preocupado, por la rara ausencia de Colás.
Presentían
algo inesperado, porque era la primera vez que se rompía la tradición, la
primera vez que el Santo, soportaba la cruz en su día.
Cuando
marchaban por la costa, a pleno mediodía, el sol echó más troncos a su hoguera
y todo el suelo, pareció chisporrotear.
El viento
hasta entonces suave, afilóse las uñas en el filo del horizonte y se lanzó
sobre la multitud, apagando los cirios y arrastrando hacia el mar, la tenue
humareda del incensario, que el monago agitaba sin descansar.
Rezaban
con los ojos bajos y con un fervor marino.
Doce
pescadores, sostenían las andas que soportaban al Santo e iban guiándose,
merced a la voz de un anciano, porque llevaban los ojos vendadas con unos
vendajes negros, para protegerse del resplandor.
A ratos se
formaba en el confín, un torbellino de arena, que avanzaba hacia la procesión
como una columna de pies veloces y luego deshacíase sobre ellos en una nube de
polvo caliente.
Aquellos
que volvían los ojos hacia el Nazareno, clavado en el centro de una tarima,
podían observar la dulzura de sus facciones, que parecían sonreír, bajo la
doble cruz de madera y de sol.
Las
mujeres volteaban hacia atrás, tratando de descubrir la llegada del Cirineo
desaparecido.
Pasaron
las horas lentamente, muy lentamente. Como un tabardillo sobre las cabezas
descubiertas de los fieles.
No
apareció Colás.
El
Nazareno sonreía divinamente entre la multitud angustiada que no se atrevía a
quitarle aquella cruz que presentían más aplastante que nunca.
Por el
retardo en la salida llegarían a la otra punta de la llanura ya entrada la
noche.
Sobrevino
suavemente el crepúsculo.
El viento
refrescóse y el sol comenzó a hundirse en la caverna del mar.
Las Mamas
de los cirios ardían tranquilas, en actitud vertical.
Se oía
mejor el rumor grave de las oraciones.
El humo
del incensario envolvía la figura del Santo con su red vaporosa y perfumada.
La
obesidad del cura regodeábase ante la proximidad del descanso.
La
prosopopeya del sacristán comenzó a inflarse de nuevo y el monago sentía en sus
bolsillos, el tintineo opaco de los centavos ofrecidos por el cura.
La llanura
llenóse de una paz ancha y bonachona.
Ahora la
marcha era descansada.
***
Unos muchachos que iban adelante salieron de entre unos
peñascos gritando algo con voces temerosas.
Inconscientemente
la procesión avanzó con mayor rapidez hasta alcanzar el sitio en que los muchachos
lanzaran sus gritos.
Como el
Nazareno estaba al frente de la multitud, llegó con los primeros.
Recostado
contra una 'peña musgosa y cubierta de cangrejos, estaba Colás con los ojos muy
abiertos, repletos de cristales salitrosos, lo mismo que el sayal de estameña
burda.
En torno
al tórax amplio y por sobre los brazos membrudos, se le enroscaba un grueso
cordón de cocuiza.
El rostro,
levemente contraído, se aclaraba con una sonrisa final, que parecía saludar al
Santo.
Los
pescadores se llenaron de terror.
Del sayal
burdo de Colás, parecía desprenderse suavemente un humillo violeta, que comenzó
a subir hacia arriba, hacia lo alto, en el aire diáfano del atardecer. Después,
entre las nubes, el viento fuerte de las alturas, se puso a extenderlo por todo
el cielo, hasta que el crepúsculo, recostado contra el mar, se hizo violeta, de
un violeta pálido como la estameña del sayal.
El
Nazareno sonreía con mayor dulzura, bajo sus guedejas vegetales y la sombra de
la cruz, vino a caer en el hombro mismo de Colás, vestido de Cirineo y que
parecía esperarla, recostado contra la peña musgosa, cubierta de cangrejos de
un morado apoplético…