Esta ciudad de flojera sombría, entregada
a dormir una siesta en el canto de las manos verdosas del valle, es todo lo que
amo. En mi ínfima forma puedo recorrer sus pliegues y zambullirme, cuantas
veces desee, en sus oscuridades. Nunca dice que no, nunca siente indispuesta ni
sufre de dolor de cabeza. Nunca se esconde ni me niega sus labios para el beso
oportuno. No necesita que le diga que la amo, ni me devuelve palabras prestadas
que le he dicho. No me pide paciencia ni comprensión, ni llora por tonterías,
ni se ofusca por necedades. Ni siquiera escucha ese taladro grosero que rompe
la calle de enfrente y me lanza a pensar que Caracas carece de cartografía,
carabineros, cantilenas, carteles cardíacos, carros cansados, calvas castas, caricias
carnívoras, caraduras, caracoles y candiles y sin embargo no le hacen falta
para saberse amada ―al menos por mí―. Lo que me queda por vivir ser entre sus
imperfecciones, entre sus rudos delirios entre sus ahogados abrazos, entre su
fe de carbonero de que todos los que la circulan saben de su personalidad
inquieta. Así es para mí y para tantos que se someten a la dura prueba de sobrevivir
entre calles graves, solo por la delicia de seguir aquí.
Mato
el mito de la ciudad tropical y delincuente, mato su deshonor de ciudad asesina
y, a pesar de las huestes descerebradas que obran entre las esquinas con el
odio en sus almas, ella está virgen y salvada, como salvado estoy yo cada noche
de mirar entumecido cuando en la ventana me siembro y trato de hallar el porqué
de tanta mierda que presencio. Ella me salva con sus senos erectos como peras
entre San Bernardino y Coche. Ella me salva con su rostro agraciado entre Catia
y Caricuao. Ella me salva de la terrible desesperación de tanta madrugada cruel
con su pubis primoroso entre Sebucán y los Chorros. Ella me salva de perderme
con sus pies de niña entre El Marqués y Petare. Ella siempre me salva con sus
brazos elevados entre Las Mercedes y La Trinidad. Ella se sabe amada y me lo
dice cada vez que se desnuda para que la observe. Ella lo sabe y se recuesta al
muro lapislázuli que la aleja del mar y que los indocumentados llaman ingenuamente
Cerro Ávila. Ella siempre será todas las Isabel y la única.
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