domingo, 3 de abril de 2016

«Carta necia de amor (desde la, ventana de mi sala)», de José Tomás Angola Heredia







Esta ciudad de flojera sombría, entregada a dormir una siesta en el canto de las manos verdosas del valle, es todo lo que amo. En mi ínfima forma puedo recorrer sus pliegues y zambullirme, cuantas veces desee, en sus oscuridades. Nunca dice que no, nunca siente indispuesta ni sufre de dolor de cabeza. Nunca se esconde ni me niega sus labios para el beso oportuno. No necesita que le diga que la amo, ni me devuelve palabras prestadas que le he dicho. No me pide paciencia ni comprensión, ni llora por tonterías, ni se ofusca por necedades. Ni siquiera escucha ese taladro grosero que rompe la calle de enfrente y me lanza a pensar que Caracas carece de cartografía, carabineros, cantilenas, carteles cardíacos, carros cansados, calvas castas, caricias carnívoras, caraduras, caracoles y candiles y sin embargo no le hacen falta para saberse amada ―al menos por mí―. Lo que me queda por vivir ser entre sus imperfecciones, entre sus rudos delirios entre sus ahogados abrazos, entre su fe de carbonero de que todos los que la circulan saben de su personalidad inquieta. Así es para mí y para tantos que se someten a la dura prueba de sobrevivir entre calles graves, solo por la delicia de seguir aquí.
            Mato el mito de la ciudad tropical y delincuente, mato su deshonor de ciudad asesina y, a pesar de las huestes descerebradas que obran entre las esquinas con el odio en sus almas, ella está virgen y salvada, como salvado estoy yo cada noche de mirar entumecido cuando en la ventana me siembro y trato de hallar el porqué de tanta mierda que presencio. Ella me salva con sus senos erectos como peras entre San Bernardino y Coche. Ella me salva con su rostro agraciado entre Catia y Caricuao. Ella me salva de la terrible desesperación de tanta madrugada cruel con su pubis primoroso entre Sebucán y los Chorros. Ella me salva de perderme con sus pies de niña entre El Marqués y Petare. Ella siempre me salva con sus brazos elevados entre Las Mercedes y La Trinidad. Ella se sabe amada y me lo dice cada vez que se desnuda para que la observe. Ella lo sabe y se recuesta al muro lapislázuli que la aleja del mar y que los indocumentados llaman ingenuamente Cerro Ávila. Ella siempre será todas las Isabel y la única.

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