El estilo (Fragmento)
Desde sus primeros ensayos
de Cosmópolis, el lector menos
avisado columbra en Pedro Emilio Coll una intensa personalidad literaria. Dijo
Buffon que sólo las obras bien escritas pasarán a la posteridad; y aunque dijo
una verdad incontestable según mi parecer, con todo eso hubiera podido ser un
poco más explícito. Porque no creo yo, ni lo creería Buffon, que una obra
escrita en estilo pintiparado y relamido, músico y hechicero, sea digna, por
ese mérito, de perdurar sobre el incontenible y eterno discurrir de las aguas
del olvido. No tanto. Pero sí cabe asegurar que una obra, pequeña o grande por
la extensión, nimia o trascendental por el asunto, estará escrita en estilo
apropiado, enérgico y firme, siempre que su interés intrínseco, ético o
estético predomine con brillo incontrastable de estrella fija sobre el efímero
e intermitente resplandor de los enjambres de luciérnagas errabundas. Sin
embargo, Pedro Emilio Coll escribió en El
castillo de Elsinor: «Si muchas frases perduran al través de los tiempos,
es más por su belleza sinfónica que por su estricto significado».
Su propio estilo es la más elocuente respuesta que puede darse a
semejante afirmación. Porque Pedro Emilio Coll no es un estilista en el sentido
que suele asignársele corrientemente a este vocablo: encuéntrase muy lejano del
preciosismo meticuloso y plástico de Díaz Rodríguez y también de la estudiada e
intencionada pulcritud que Zumeta sabe poner en sus prosas, como pavón de hechicería
que convierte el puñal en juguete de lindos reflejos; y, sin embargo, su estilo
tiene tanta intensidad personal, tanto mérito rítmico y de elocuencia como el
de nuestros mayores artistas del verbo. y es porque Coll no escribe nunca sino
cuando en su cerebro se hincha irresistible, preñada de reflexiones o imágenes,
la onda del pensamiento, con impulso tan vehementemente arrollador que barrunto
que la más fuerte tensión de su voluntad sería impotente para detener el flujo
de las palabras expresivas.
Con esto bastará para que comprendáis que Pedro Emilio Coll es el
menos retórico de nuestros escritores. Elección de palabras, construcción y
ordenación de frases, son para él cosas poco menos que desconocidas; pero el
mismo furor divino que arrastraba a la pitonisa a prorrumpir en frases
incoherentes cuyo extraño sentido turbaba el ánimo de los que consultaban el
oráculo, lo arrastraba igualmente a encontrar en el momento preciso la frase
feliz y armoniosa que expresa justamente aquello que está palpitando entonces
en su pensamiento.
Es un inspirado, no en el sentido que los viejos poetas atribuían a
aquella inspiración ciega y sorda que guiaba al bardo por los mayores aciertos
de dicción y de idea y por los más funestos extravíos; pues esta inspiración no
es nunca desordenada y violenta, ni anda a «saltos de antílope», como creían
los románticos que debe andar siempre. Entre el estilo de Montalvo, por
ejemplo, que no fue nunca sino un desesperado romántico, en política y en
literatura, y el de Coll, existen dos fosos inmensos: el uno formado de purismo
impertinente, a ocasiones insoportable, en el ecuatoriano, y el otro de orden
sereno, diáfano y puro, en el venezolano. Los partidarios del gramaticalismo
encontrarán superior el estilo del primero, porque en él es casi imposible
encontrar palabra, giro ni frase que no esté suficientemente autorizado por
antiguos escritores españoles; y yo, a pesar de ello, me quedaría con el del
segundo, por la transparencia, la elegancia desnuda y sin artificio, y principalmente
por aquella resonancia recóndita, que no reside por cierto en la mayor o menor
habilidad con que está compuesta la frase, sino en la armonía y en la justeza
con que se adapta el íntimo pensamiento del escritor a la forma con que lo
expone, en concordancia total y expresiva, como en plenitud melodiosa adáptase
el agua del océano a los recodos y acantilados de la ribera.
Y no perdurará su obra «por su belleza sinfónica» en sí, sino porque
su belleza sinfónica es producto de una superior, de una honda armonía
espiritual: la línea, el matiz, el acorde, no existen para él como fenómenos
independientes, sino como efecto o como manifestaciones de una fuerza íntima,
residente en el yo; y de esta guisa, cuando el idealista irónico que escribió El castillo de Elsinor y Homúnculos se encuentra en contacto con
lo exterior, un individualismo casi pantagruélico se desprende de su obra como
olor de suculencias y tentaciones que surgiera de la retorta o de la alquitara de un sabio
químico...
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