martes, 28 de marzo de 2017

Pedro Emilio Coll, de Jesús Semprum

El estilo (Fragmento)




Desde sus primeros ensayos de Cosmópolis, el lector menos avisado columbra en Pedro Emilio Coll una intensa personalidad literaria. Dijo Buffon que sólo las obras bien escritas pasarán a la posteridad; y aunque dijo una verdad incontestable según mi parecer, con todo eso hubiera podido ser un poco más explícito. Porque no creo yo, ni lo creería Buffon, que una obra escrita en estilo pintiparado y relamido, músico y hechicero, sea digna, por ese mérito, de perdurar sobre el incontenible y eterno discurrir de las aguas del olvido. No tanto. Pero sí cabe asegurar que una obra, pequeña o grande por la extensión, nimia o trascendental por el asunto, estará escrita en estilo apropiado, enérgico y firme, siempre que su interés intrínseco, ético o estético predomine con brillo incontrastable de estrella fija sobre el efímero e intermitente resplandor de los enjambres de luciérnagas errabundas. Sin embargo, Pedro Emilio Coll escribió en El castillo de Elsinor: «Si muchas frases perduran al través de los tiempos, es más por su belleza sinfónica que por su estricto significado».
Su propio estilo es la más elocuente respuesta que puede darse a semejante afirmación. Porque Pedro Emilio Coll no es un estilista en el sentido que suele asignársele corrientemente a este vocablo: encuéntrase muy lejano del preciosismo meticuloso y plástico de Díaz Rodríguez y también de la estudiada e intencionada pulcritud que Zumeta sabe poner en sus prosas, como pavón de hechicería que convierte el puñal en juguete de lindos reflejos; y, sin embargo, su estilo tiene tanta intensidad personal, tanto mérito rítmico y de elocuencia como el de nuestros mayores artistas del verbo. y es porque Coll no escribe nunca sino cuando en su cerebro se hincha irresistible, preñada de reflexiones o imágenes, la onda del pensamiento, con impulso tan vehementemente arrollador que barrunto que la más fuerte tensión de su voluntad sería impotente para detener el flujo de las palabras expresivas.
Con esto bastará para que comprendáis que Pedro Emilio Coll es el menos retórico de nuestros escritores. Elección de palabras, construcción y ordenación de frases, son para él cosas poco menos que desconocidas; pero el mismo furor divino que arrastraba a la pitonisa a prorrumpir en frases incoherentes cuyo extraño sentido turbaba el ánimo de los que consultaban el oráculo, lo arrastraba igualmente a encontrar en el momento preciso la frase feliz y armoniosa que expresa justamente aquello que está palpitando entonces en su pensamiento.
Es un inspirado, no en el sentido que los viejos poetas atribuían a aquella inspiración ciega y sorda que guiaba al bardo por los mayores aciertos de dicción y de idea y por los más funestos extravíos; pues esta inspiración no es nunca desordenada y violenta, ni anda a «saltos de antílope», como creían los románticos que debe andar siempre. Entre el estilo de Montalvo, por ejemplo, que no fue nunca sino un desesperado romántico, en política y en literatura, y el de Coll, existen dos fosos inmensos: el uno formado de purismo impertinente, a ocasiones insoportable, en el ecuatoriano, y el otro de orden sereno, diáfano y puro, en el venezolano. Los partidarios del gramaticalismo encontrarán superior el estilo del primero, porque en él es casi imposible encontrar palabra, giro ni frase que no esté suficientemente autorizado por antiguos escritores españoles; y yo, a pesar de ello, me quedaría con el del segundo, por la transparencia, la elegancia desnuda y sin artificio, y principalmente por aquella resonancia recóndita, que no reside por cierto en la mayor o menor habilidad con que está compuesta la frase, sino en la armonía y en la justeza con que se adapta el íntimo pensamiento del escritor a la forma con que lo expone, en concordancia total y expresiva, como en plenitud melodiosa adáptase el agua del océano a los recodos y acantilados de la ribera.

Y no perdurará su obra «por su belleza sinfónica» en sí, sino porque su belleza sinfónica es producto de una superior, de una honda armonía espiritual: la línea, el matiz, el acorde, no existen para él como fenómenos independientes, sino como efecto o como manifestaciones de una fuerza íntima, residente en el yo; y de esta guisa, cuando el idealista irónico que escribió El castillo de Elsinor y Homúnculos se encuentra en contacto con lo exterior, un individualismo casi pantagruélico se desprende de su obra como olor de suculencias y tentaciones que surgiera de la retorta o de la alquitara de un sabio químico...

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