martes, 14 de febrero de 2017

«El ciudadano Parks»





Carlos Arribas


1

Como todos los días, Owen abre la puerta de su casa, se seca los pies en el felpudo de la entrada y cuelga su sombrero en la sombrerera del vestíbulo.
            —Madre: ya llegué.
            Avanza hacia el salón silbando la serenata de las mulas, deja sobre el respaldo del sofá un ejemplar de Variety y se dirige hacia el cuarto de su madre al fondo del largo pasillo, mientras se deshace el nudo de la corbata. Abre la puerta después de dar dos golpecillos en ella. La señora Ratched se dispone a salir.
            —Ya recibió su medicación, señor Parks, pero le participo que no ha querido probar bocado.
            —Descuide, señora Ratched. Yo me ocuparé.
            La señora Parks los sigue con la vista desde su silla de ruedas mientras caminan por el pasillo hacia la salida. Con aviesa mirada, observa cómo la enfermera recoge su capa del gancho del que pendía en el vestíbulo, y cómo su hijo le abre la puerta.
            —Que tenga usted buenas noches, señor Parks.
            —Hasta mañana, señora Ratched. Será mejor que se apresure usted: se avecina una tormenta.
            Owen regresa a la habitación.
            —Es una bruja, Owen.
            —Vamos, madre.
            —Te digo que es una bruja. Te he pedido una y mil veces que la eches y me busques otra enfermera. Acabará por matarme.
            Owen, entretanto, se ha dirigido hacia la mesilla de noche y ha recogido la bandeja con la cena que se encontraba sobre ella. Arrima el banquillo de la cómoda y lo sitúa junto a la silla de ruedas. Se sienta y coloca la bandeja sobre sus piernas.
            —Y ahora, vamos a comer algo.
            —No quiero esa asquerosa comida.
            —Huele delicioso —tras olerla con gesto de agrado, le acerca una cucharada de sopa a la boca, que ella se apresura a engullir—. La señora Ratched es una buena enfermera, madre, y además no cobra caro.
            —Te digo que quiere matarme. Me hace cosas horribles en cuanto tú no estás —toma otra cucharada—, ¿es que no te apiadas de tu pobre madre enferma?
            —Come un poco de pan —ella se lo arrebata de las manos y lo devora con avidez, desperdigando migas por toda la ropa y el suelo.
            —¿Por qué no vuelves a traer a la señorita Hutchinson, Owen? Ella sí que era buena conmigo. Además me traía pan de centeno, que me gusta tanto.
            —Madre: detestas el pan de centeno —pone en sus manos el vaso de leche que ella bebe a grandes tragos, chorreándole por las comisuras—. Además no soportabas a la señorita Hutchinson, si mal no recuerdo —le limpia la leche de la cara con su pañuelo.
            —Y si mal no recuerdo, a ti sí que te gustaba esa señorita Hutchinson. Esa mosquita muerta.
            —No sé de qué hablas, madre.
            —Sabes muy bien de qué hablo. La perseguías por toda la casa y le hacías porquerías detrás de las puertas mientras ella reía. La muy zorra.
            —Madre —dice con tono ligeramente admonitorio al tiempo que le presenta una manzana, que ella arroja con furia de un manotazo.
            —¡Ustedes convirtieron esta casa en una Babilonia! Se aprovechaban de que soy una vieja inválida.
            Owen recoge la manzana y la abrillanta contra su pantalón.
            —Te estás portando mal, madre querida. Creo que no deberías rechazar esta jugosa manzana.
            El reloj de la sala da las ocho.
            —¡No quiero tu manzana, serpiente!
            Owen, que ha comenzado a mordisquear la manzana, se incorpora al oír el reloj y, tomando la silla de ruedas, la empuja lentamente hacia el salón de estar. Una vez allí, detiene la silla cerca de la ventana y junto a la mesa sobre la cual se encuentra la radio, que no se ha vuelto a encender desde aquella noche, hace ya más de un año. Hecho esto, toma la revista que dejó sobre el sofá al llegar y se sienta en un butacón frente al sitio que ocupa su madre. Se quita los zapatos y pone los pies sobre la mesita central de la pieza. Finalmente, abre la revista sin dejar de mordisquear la manzana.
            Owen Parks es un hombre de unos treinta y dos años, delgado, de estatura media y cabello castaño. Lleva un bigotito a lo Ronald Colman del que se siente muy orgulloso. Trabaja en un banco, donde gana una miseria, aunque sus jefes le dicen que es un chico listo y que tiene mucho futuro en la empresa. La verdad es que le dieron el trabajo porque uno de los socios fue amigo de su padre.
            Su vida es muy simple y rutinaria. Toma todos los días el tren para Nueva York, trabaja de nueve a cinco, con un breve receso al mediodía, durante el cual almuerza en un local de comidas rápidas —el mismo desde hace seis años— y cuando sale del banco por la tarde, toma el tren de vuelta para Nueva Jersey. Antes de aquella fatídica noche en 1938 solía escuchar la radio en casa. Ahora lee alguna revista —siempre compra revistas de cine— antes de acostar a su madre y dormir profundamente durante ocho horas seguidas.
            Los sábados va siempre al cine, solo y a función vespertina. Prefiere las comedias musicales. Sus estrellas favoritas son Ginger Rogers y Eleanor Powell, la reina del tap o los domingos se queda en casa y juega backgammon con su madre, que siempre le gana.
            No se ha casado, aunque en 1937 estuvo bastante cerca, con aquella chica Ellie que conoció cuando fue a ver El Gran Ziegfeld y que terminó casándose con un tipo de Pittsburgh.
            —¿Cuándo perderás la desagradable costumbre de poner tus apestosos pies sobre la mesa? Eres un patán, Owen. No me explico cómo has podido salir así. Tu padre era todo un
caballero.
            Owen no le presta atención. Lee con fruición los detalles de la premiere de Orgullo y prejuicio. Ha terminado la manzana y arroja el corazón hacia atrás, por la ventana.
            —¡Oh! Eres incorregible —voltea el rostro hacia la ventana, y por el movimiento de las ramas de los árboles se da cuenta de que se está levantando un fuerte viento—. Cierra esa ventana, Owen, que parece que va a llover y se mojará la alfombra. ¡Owen! ¿No me oyes?
            —¿Eh? ¿La ventana? Ah, sí, madre —se levanta y la cierra.
            —¿Qué es eso tan interesante en esa revista que te impide hacer caso a tu madre? Como si lo viera: estás contemplando fotografías de esas pérdidas de Hollywood, ¿no es cierto? —su tono recriminatorio se hace autoritario—. Ve a traerme mi cojín, que no soporto las piernas.
            Deja la revista en el sillón y va a la habitación de su madre, regresando al poco con un horroroso cojín rosa bordado de corazones y amorcillos.
            —Ponlo bajo mis pies. Ahí no, estúpido. Eso es. Así. A ver si descansan mis pobres piernas inútiles —lanza un exagerado suspiro—. ¡Pobre Ellie! Esa chica sí que me quería.
            Sólo este cojín me quedó como recuerdo suyo. ¿Por qué no te casaste con Ellie, hijo? Era tan buena muchacha.
            —Oh, madre, ¿debemos volver a discutir eso?
            —Ese es precisamente tu problema, Owen. No reconoces tus errores. Ni tampoco tus culpas. Por eso es que vives en esa indolencia. No te importa mi sufrimiento.
            Owen se pone la revista sobre los muslos con un gesto de fastidio.
            —Madre, por favor.
            —Al fin y al cabo —hace un puchero— no eres tú quien ha de verse reducido a una horrible silla de ruedas hasta el fin de sus días. —Su rostro adquiere súbitamente una expresión de fiereza—. ¡Y todo por tu culpa! Tú lo sabes bien. No pasa un día sin que recuerde esa aciaga noche.
            Escudado de nuevo tras la revista, y mientras contempla el rostro risueño de Paulette Goddard, piensa en que tampoco pasa para él un solo día sin recordar aquella noche...


2

La noche era húmeda. Se disponía a introducir la llave en la cerradura cuando la puerta se abrió en el umbral apareció su madre con un vestido de calle y tocada con un sombrerito notablemente pasado de moda, tirando de una correa roja a cuyo extremo brincaba impaciente la pequeña Rosebud.
            —¡Madre! —su tono era de genuino asombro—, ¿acaso vas a salir?
            —Oh, sí, Owen.
            —¿De veras? No puedo creerlo.
            —Voy a dar una vuelta por el vecindario con Rosebud. ¿Vendrás conmigo?
            —Es que estoy tan cansado, madre. Pero si tú lo deseas...
            —No. No será necesario. Tu madre no es ninguna inútil. Estaré de vuelta enseguida. Tú quédate oyendo la radio —tiró del extremo de la corbata de su hijo para bajarle la cabeza y le dio un beso en la frente.
            —Hasta luego, madre.
            Owen se quedó en el umbral hasta verla desaparecer por el hueco de la escalera. Entró y cerró la puerta, aún con cierta sensación de asombro.
            Desde que su marido se suicidara tras arruinarse en la Bolsa en 1929, la señora Parks se había obstinado en un encierro absoluto. Hacía nueve años que se negaba sistemáticamente a poner un pie en la calle, a pesar de todos los razonamientos que, a través de los años, Owen había esgrimido en contra de aquel malsano y absurdo enclaustramiento. Sólo había salido en una oportunidad, y fue en 1933, cuando había ido con él al Banco para hablar con el señor Higgins —que había servido en el ejército con el finado Parks en la guerra de Cuba— para que le diera un empleo, cosa que consiguió. El resto de todos esos años había permanecido en su departamento, sin asomarse siquiera a las ventanas, y la mayor parte del tiempo acostada, aquejada de toda clase de achaques. Sus únicas distracciones consistían en escuchar la radio y conversar con Rosebud, la pequeña perra poodle que Owen le comprara con su primer sueldo, y a la que consideraba casi como un ser humano.
            Y, ahora, repentinamente, y sin motivo aparente para tal cambio de parecer, su madre había decidido romper con nueve años de confinamiento voluntario y salir a dar una vuelta por la vecindad.
            Secó sus pies en el felpudo, colgó el sombrero en el gancho de la sombrerera del vestíbulo y comenzó a deshacerse el nudo de la corbata al tiempo que caminaba por el pasillo, meditando sobre todas estas cosas. Su paso se fue aligerando. Una agradable sensación se iba apoderando de él. Era la primera vez en muchos años que se quedaba solo en el departamento.
            Se quitó los zapatos, arrojándolos en medio de la habitación y corrió hacia el armario. Abrió uno de los cajones y de debajo de unas camisas sacó una caja metálica con cerradura que abrió con una llavecita que escondía en una rendija del quicio de la ventana. De la caja tomó una revista arrugada y algo amarillenta, abriéndola inmediatamente por la página donde aparecía aquella increíble fotografía de la película Extasis con la hermosa actriz checa Hedy Kiesler nadando completamente desnuda.
            Fue hasta el baño y abrió el grifo de la bañera, que comenzó a llenarse lentamente; colocó la revista en un taburete junto a ésta y se quitó la ropa con la cosquilleante sensación de estar realizando un acto de picardía. Se desnudó y envolvió su cintura en una toalla, mientras el cuarto de baño se llenaba de vapor. Contempló su imagen difuminada en el cada vez más empañado espejo, haciendo toda clase de muecas y adoptando diferentes poses, que se le antojaban elegantes, turbadoras y viriles.
            Contaba los días que faltaban hasta el sábado, cuando podría ir a ver a la bella Hedy Lamarr —había leído en Variety que ahora se llamaba así— en su debut en el cine americano: Argel, que estaba causando sensación.
            Cubierto sólo con la toalla arrollada a su cintura, acometió la increíble audacia de recorrer el pasillo y llegar hasta el salón. Una de las ventanas estaba abierta. Precisamente la del departamento donde vivía la viuda Leachman. Hubiese querido que se asomara en aquel momento y lo viera así.
            Encendió la radio, le dio bastante volumen y regresó al cuarto de baño, dejando la puerta abierta para escuchar. Se quitó la toalla, cerró el grifo de la bañera y probó la temperatura del agua con la punta de los dedos. Acto seguido, se metió lentamente en la bañera, y una vez sumergido hasta el cuello, sacó los brazos y tomó la revista.



            Su imaginación comenzó a volar. Se veía nadando en aquellas aguas, desnudo también él, junto a la bella Hedy chapoteaban alegremente y jugaban a salpicarse, divertidos. La tomó entre sus brazos, pero ella se le escabulló nadando hacia la orilla. Vio salir del agua su blanco y delicado cuerpo, y nadó entonces a su encuentro. Pero ella se incorporó de súbito, alarmada porque en la radio estaban diciendo que los marcianos acababan de aterrizar y estaban allí mismo, en América, con intenciones de invadir el país.
            Presa de un sentimiento de angustia, cerró la revista. El locutor decía claramente la noticia: estaban allí. Descendían de sus extrañas naves y sembraban el pánico en las calles.
            —¡Oh, Dios!
            Salió del agua. Era cierto: escuchaba gritos provenientes de la calle. Se ató la toalla a la cintura y corrió hacia la sala, dejando un rastro de agua por el pasillo.
            Se dirigió a la ventana, y al asomarse pudo ver una multitud que corría despavorida, mientras cientos de automóviles se atascaban en un tremendo embotellamiento y hacían sonar sus cláxones al unísono con gran escándalo.
            —¡Owen!
            Volvió el rostro hacia la esquina del restaurant de Sal, en busca de la angustiada voz. Su madre corría azorada entre la muchedumbre.
            —¡Madre! —apenas murmuró.
            Vio cómo tropezó contra el hidrante, cayendo de bruces, mientras la desordenada turbamulta pisoteaba el anticuado sombrerito y la pequeña Rosebud desaparecía para siempre,
zigzagueando entre piernas.
            —¡Oweeeeeen!


3

El viento se va haciendo cada vez más fuerte. Owen sigue sentado frente a su madre, con la revista sobre las piernas y los ojos cerrados.
            —Owen —la voz de la señora Parks refleja una inquietante calma—, ese hombre destruyó mi vida aquella noche.
            —¿Otra vez con eso? —Owen ha abierto los ojos y la mira suplicante.
            —Quedé reducida a esta maldita silla de ruedas...
            —No seas tan melodramática.
            —…inútil para siempre.
            —El doctor Farnsworth dice que no hay nada malo en tus piernas —un relámpago ilumina la estancia con su blanca luz, dando por un instante una apariencia espectral a sus rostros.
            —¿Qué sabe el doctor Farnsworth?
            —Consultamos a otros cinco especialistas ¿recuerdas? Incluso aquel afamado doctor Burgdorff en Nueva York. Todos concordaron en que no existe ninguna razón para que no puedas caminar.
            —Son mis piernas, Owen. ¿Crees que estaría sentada en esta cosa si pudiera moverlas? —se escucha un trueno apagado por la distancia—. ¿Insinúas que finjo?
            —No, madre. Lo que trato de decir...
            —Es que estoy loca ¿no es eso? Respóndeme, hijo. ¿Es eso verdad? Por si no fuera suficiente desgracia ser una inválida —un nuevo relámpago, aún más brillante, detiene brevemente la frase—, mi hijo piensa que estoy loca.
            Owen no contesta. Mira distraído hacia el suelo y se sobresalta cuando un trueno mucho más fuerte resuena en la habitación.
            —¿Por qué no me ayudaste esa noche, Owen? —su tono es irritantemente lastimero—. ¿Por qué no me acompañaste? Dejaste ir sola a tu pobre y torpe madre en su primera salida tras tantos años de encierro.
            —Estaba cansado, madre. Sabes que siempre llego agotado del trabajo —el cielo vuelve a iluminarse vivamente y la luz eléctrica vacila por un momento, mientras el ulular del viento se escucha desde el exterior.
            —¿Y por qué no acudiste a mi llamada de auxilio?
            —No estaba vestido... ya te lo he explicado cientos de veces. No podía salir así —el estruendo de un nuevo trueno flota ominoso sobre el sentimiento de culpa que, muy a su pesar, las palabras de su madre consiguen introducir en el pensamiento de Owen—. Me daba un baño...
            La señora Parks adopta una expresión atemorizante en los ojos, que se posan inmóviles sobre los de su hijo.
            —Ese hombre es el culpable de todo. A causa de su maldita broma de mal gusto perdí mi salud y perdí también para siempre a mi pequeña Rosebud.
            Un golpe de viento abre con violencia los contrafuertes de las ventanas y una ráfaga húmeda azota la cara de Owen como una bofetada.
            —¡No hay justicia en la Tierra —la voz de la anciana aumenta de intensidad para tratar de vencer el fragor de la tormenta, adquiriendo a la vez un tono siniestro— si ese hombre no recibe el castigo que merece por tan terrible pecado!
            El viento vuelve varias páginas de la revista que descansa sobre sus muslos, y al bajar la vista, Owen contempla una fotografía de dos hombres estrechándose la mano bajo un titular que reza: «Orson Welles firma contrato con la RKO». Una enceguecedora descarga ilumina brevemente la habitación antes de que se apaguen definitivamente las lámparas eléctricas al tiempo que un pavoroso retumbo hiere sus oídos y la voz enloquecida de la señora Parks aúlla por encima del estruendo.
            —¡Mata a ese hombre, Owen! ¡Venga a tu pobre madre!


4

Enseña la identificación que le han dado el día anterior y el portero del estudio lo deja pasar sin problemas. Siguiendo las instrucciones del coordinador de extras, se ha puesto uno de sus trajes grises de trabajo, que luce un tanto ajado por el uso. Pasa entre restos de grandes sets de películas anteriores y reconoce entre ellos parte de la fachada de Notre-Dame que utilizaron el año anterior para El jorobado de Nuestra Señora de París.
            Se acerca a un joven que carga con un jarrón de utilería.
            —Disculpe. ¿Podría informarme dónde están rodando El ciudadano Kane?
            —Ah, ¿el mamotreto? Sígame. Precisamente debo llevar esto al set —tras una pausa, y mientras caminan, le pregunta—: ¿Qué? ¿Extra?
            —Sí.
            —Buen empleo. Yo trabajé el año pasado en Gunga Din.
            —¿La vio?
            —Sí, la vi.
            —Yo aparecía justo detrás de Cary Grant en la escena en que... pero probablemente no lo recordará. De cualquier modo prefiero el trabajo en utilería: es más seguro —entretanto han llegado al ser—. Y bien. Aquí estamos.
            —Gracias, amigo.
            —No hay por qué. Suerte.
            Un inmenso escenario, que parece representar el salón de una gran mansión o algo así, aparece ante sus ojos. El lugar está repleto de toda clase de muebles, lámparas, plantas, adornos y objetos variados, amontonados como en un almacén. Reina en el sitio una actividad febril de tramoyistas, utileros, luminitos, sonidistas y otras personas, cada una dedicada a una ocupación específica. Múltiples voces llenan el ámbito.
            Es tal y como lo había imaginado siempre. Pero más emocionante.
            Hace más de dos meses que llegó a Los Angeles, nervioso y confuso aún por la promesa que hizo a su madre. Se aloja en una pensión de mala muerte de donde la dueña ha amenazado con echarle ya varias veces, y que sería un total infierno si el clima fuese como el de Nueva Jersey.
            Gracias a que el primo Harvey —un pariente lejano de su madre— conocía a una muchacha que había sido novia de un policía que, a su vez había sido vigilante en la RKO, se
enteró de que necesitaban extras para la película que rodaba Orson Welles y consiguió una entrevista con el coordinador. Lo contrataron para un solo día de rodaje y únicamente le explicaron que haría de reportero en una escena de grupo, y que para ello debería ir vestido de calle y presentarse al día siguiente a las nueve de la mañana.
            Así es que sólo tenía un día para cumplir con su absurdo cometido. Era ese día o nunca. Tantea con su mano derecha el enorme pistolón que había sido de su padre en la guerra
del 98. Había revisado el arma antes de salir y estaba cargada: una sola bala, lista para disparar.   No podía fallar.
            —Eh, muchacho.
            —¿Yo?
            —Sí, tú. ¿Eres del grupo de extras?
            —Sí, señor.
            —Ve hacia allí. El señor Gilford te dirá qué hacer.
            Camina entre los muebles y cajas, tropezando con alguien a cada momento. No ve a Orson Welles por ninguna parte.
            —¿Señor Gilford?
            —Sí. ¿Qué se te ofrece, muchacho?
            —Me dijeron que me presentara...
            —Eres uno de los extras ¿no? —lee su identificación en la solapa—. Bien, Parks, siéntate por ahí. Ya te diré qué hacer —poniendo sus manos como bocina alrededor de su boca—: ¡Spanky!
            Torpemente da unas vueltas y por último se sienta sobre un montón de objetos apilados en un rincón, tratando de no estorbar. Se seca el sudor de la frente con el pañuelo. Está sofocado y nervioso. Cerca de él están probando unos enormes reflectores que despiden un calor insoportable. Los dirigen hacia varios puntos del escenario.
            —¿Está bien así, señor Toland? —le pregunta un muchacho que está cerca de él a un hombre de fino bigote que mira por el visor de la cámara.
            —Perfecto.
            Echa una mirada a su alrededor tratando de localizar a Welles. Por supuesto, nunca lo ha visto en persona, pero sí en fotografías en las revistas, y está seguro de reconocerlo en cuanto lo vea.
            Hay un gran revuelo a su izquierda. Varios mozos de utilería revisan entre las pilas de objetos, como buscando algo.
            —Tiene que estar por aquí, Buzz. Lo he visto hace poco.
            —Mejor será que aparezca. El jefe ha dicho que esa cosa es fun-da-men-tal —ambos ríen.
            —Oye, tú —uno de los mozos se dirige a él a gritos—, ¿no estarás sentado tú sobre el maldito trineo?
            Owen mira bajo sus posaderas y, levantándose, toma un pequeño trineo de juguete que lleva la inscripción: Rosebud.
            —Dame acá, inútil. ¿No lo habrás estropeado, verdad?
            —Si algo le pasa a eso te despedirán —dice el llamado Buzz mientras le arrebata el trineo de las manos. Ambos hombres se alejan riendo.
            Leer el nombre de Rosebud trae de nuevo a su pensamiento la misión que debe cumplir, la cual había olvidado por unos momentos en la confusión de tantas sensaciones nuevas y extrañas. Pero asimismo le devuelve la fuerza que necesita para llevar a cabo su propósito.
            —¿Tienes un cigarrillo?
            Un joven de baja estatura, rubio y con un rostro de belleza casi femenina, aunque con expresión dura es quien le dirige la pregunta.
            —No. No fumo.
            —¿Eres nuevo en esto?
            —Sí —esboza una sonrisa—, ¿se me nota?
            El hombre sonríe con displicencia.
            —Te ves un poco nervioso. ¿De dónde eres?
            —Nueva Jersey. Parks —le extiende la mano—. Owen Parks.
            —Ladd —estrechándosela—. Alan Ladd. ¿Te contrataron para la escena de los reporteros?
            —Sí. ¿A ti también?
            —Sí. Estoy harto de esto, ¿sabes? Llevo casi siete años en el negocio y no me ha llegado la gran oportunidad.
            —Entiendo.
            —No es mal trabajo, pero no eres nadie aquí si no das el gran salto, ¿me comprendes?
            —Sí, claro.
            De pronto, el rubio se queda mirando a la distancia. Se quita el sombrero y se rasca la cabeza.
            —Mira quién va allí.
            —¿Quién? —Owen trata de distinguir entre la confusión de objetos y personas en movimiento.
            —¿No la ves? Es Ginger Rogers. Con la vieja, por supuesto —lo toma por una manga—. Ven, vamos.
            —Pero ¿y si…?
            —No te preocupes —echando a andar—, aún no está listo el seto Owen sigue a Ladd por entre los vericuetos del set y, tras unos enormes tabiques de lona y madera, llegan a otro ambiente con distintos decorados, más tranquilo y menos aparatoso. Se acercan al centro del escenario y se colocan detrás de unos reflectores.
            La Rogers se sienta en una silla que tiene escrito Ginger en el respaldo. Un hombrecillo de aspecto estrafalario con un atuendo púrpura se pone a peinarla.
            Owen está paralizado. La mira y casi no puede creerlo.
            Está muy diferente: lleva el pelo suelto y se lo han teñido de un tono más oscuro. Además, obviamente aún no ha pasado por la sesión de maquillaje. A su lado, en otra silla de lona se sienta una dama de edad madura que no deja de hablarle ni un instante.
            —Es la madre —le explica Ladd—. La acompaña a todas partes.
            Una muchacha bastante fea se acerca con un vestido marinerito azul oscuro en las manos y se lo muestra a la estrella.
            —¿Debo ponerme eso?
            —Recuerda, querida —le dice su madre— que esto es un papel dramático. Tu imagen deberá ser distinta de ahora en adelante. Nada de danzas y tules. Piensa en el Oscar, Ginger.
            —Tienes razón, madre.
            —¿Alguna vez te he dado un mal consejo? —se levanta—. Espérame un instante, querida: vaya hablar con el señor Wood.
            —¿Sam Wood? —pregunta en un susurro Owen a su acompañante que asiente en silencio.
            Una vez que se ha alejado la dama, Ladd se adelanta y se planta frente a la estrella. El peluquero, sin detenerse en su labor, lo mira de hito en hito.
            —¿Sí? —ella levanta la vista y lo mira también de pies a cabeza.
            —Me preguntaba si...
            —Si me firmaría usted un autógrafo —tercia Owen que se ha adelantado y casi cae al tropezar con un cable.
            Ginger Rogers apenas si lo mira, mientras el peluquero ahoga una risita.
            —¿Decías, guapo? —dirigiéndose de nuevo a Ladd.
            —Por favor, señorita Rogers —dice Owen—. Soy su más ferviente admirador. He visto todas sus películas. En Mamá a la fuerza estuvo usted sensacional —Ladd se impacienta.
            —Gracias —contesta con una sonrisa desabrida—. Está bien —y le hace un gesto apremiante con las manos para que le dé papel y lápiz.
            Owen registra azarosamente sus bolsillos, pero nada. No lleva ni un pedazo de papel encima. Mira a Ladd, suplicante, pero éste le voltea el rostro con expresión de fastidio. Finalmente recuerda el último billete de un dólar que le queda y saca su billetera.
            —¿Alguien tiene un bolígrafo?
            —Toma, guapo —el peluquero le extiende una pluma fuente rosa con un guiño. Owen la toma con embarazo y se la entrega a la Rogers.
            —Por favor, escriba: para Owen, con cariño.
            Ella le hace seña a Ladd con picardía para que le dé la espalda, y apoyándose en ella, firma el autógrafo en el billete, alargándoselo luego a Owen, sin ni siquiera mirarlo.
            —¡Oh, gracias, señorita Rogers! —mira el billete con delectación.
            —Escucha, guapo —Ladd se vuelve de nuevo hacia ella—. ¿Estás en el negocio?
            —Digamos que sí.
            El peluquero carraspea y ella le da un manotazo para que le deje tranquilo el cabello.
            —Creo que se podría hacer algo contigo. Tienes... no sé. Algo.
            —¿De veras lo crees?
            —Así es. ¿Cómo te llamas?
            —Alan Ladd.
            El peluquero dirige furtivas miradas a Owen mientras se lima las uñas. Entretanto, Lela Rogers se aproxima al grupo.
            —He hablado con Sam, hijita querida. No va a haber ningún problema —con una mirada de desdén— ¿y quiénes son estos caballeros?
            —Ya nos íbamos —dice Owen tratando de arrastrar a Ladd por una manga, a lo que éste responde zafándose con una mirada como para fulminarlo.
            —Bien, señorita Rogers —Ladd le estrecha la mano—, ha sido un placer conocerla. Trabajo en el ser vecino.
            —¿Extra?
            Él asiente y ella chasquea la lengua rápidamente varias veces con un movimiento de negación en la cabeza, como diciendo «¡qué desperdicio!».
            —Espero mi gran oportunidad —dice Ladd insinuante.
            —Creo que están llamando a escena, querida —dice la madre—. Así que, si no es molestia, caballeros...
            —Señora —con una inclinación a la vieja—. Hasta siempre, Ginger.
            —¡Oh! —deja escapar divertido el peluquero, tapándose la boca con la mano. Luego dirige un guiño a Parks—. Adiós, buen mozo.
            Owen y Ladd se vuelven y comienzan a alejarse del grupo al tiempo que aún escuchan la voz susurrante de la señora Rogers: «Ginger, no te he dicho mil veces que...»
            —Señor Ladd —la voz de la Rogers le hace volverse—. ¿Por qué no prueba suerte en la Paramount?—. Él, con una sonrisa, le hace un gesto con el pulgar hacia arriba, alejándose después junto a Owen, mientras oyen a sus espaldas:
            Kitty Foyle. Escena 34 —y el inconfundible chasquido de la claqueta.
            Una vez de regreso en el plató de El ciudadano Kane, Ladd comenta:
            —Ya casi la tenía. Si no es por la maldita vieja.
            —¡Un autógrafo de Ginger Rogers! —Owen aprieta el billete de un dólar contra su pecho.
            —¿Ya ves cómo hay que manejarse aquí para llegar a algo?
            —¡Hey! Ustedes dos. Vengan acá. Vamos a empezar el rodaje —les entregan sendas cámaras fotográficas—. A sus puestos.
            De pronto, Owen, que flotaba como entre nubes de algodón dulce, se estrella brutalmente contra la visión de un hombre sentado en una silla de extensión justo frente a él, y
tan sólo a unos pasos, que sostiene un megáfono en su izquierda y con la derecha explica algo a otro hombre acuclillado a su lado.
            —¡Welles! —murmura entre dientes Owen. Comienza a sudar frío. Su mano tantea de nuevo la pistola en el bolsillo.
            —Escucha, Herman —dice Welles al hombre a su lado—, ¿no crees que si después de la visión general del grupo de reporteros insertamos un close-up de alguno de ellos se reforzará la escena? —se coloca el megáfono ante la boca— ¡Toland! —se levanta y empieza a pasar revista al grupo de extras frente a él—. A ver, tú.
            —¿Yo? —pregunta Owen, que, tembloroso, no atina a pasarse por encima de la cabeza la banda de la cámara fotográfica.
            —Ven aquí. Colócate entre estos dos y sostén la cámara así, mirando hacia allá ¿entendiste? Será sólo un momento.
            No te muevas.
            —Sí... sí, señor, pero...
            —Bien. Luces —se encienden unos potentes reflectores que dejan al pobre Owen más ciego que un murciélago—. Cámara —Welles, al lado de Gregg Toland, dirige la operación detrás del equipo—. ¡Acción! —cinco segundos durante los cuales Owen ni pestañea—. Corten. Bien, muchacho —y le da una fuerte palmada en la espalda.
            Inmediatamente se prepara todo para la escena de conjunto. Owen está todo confuso. Se deja llevar por la masa de extras, que van siendo ubicados por el coordinador. Queda al final del grupo, junto a un montón de cajas apiladas. Suda a chorros y las piernas le tiemblan inconteniblemente. En el zar a rodar, se apoya en el montón de cajas, que se viene abajo. Pierde el equilibrio y se desploma, mientras la pesada cámara fotográfica cae sobre el bolsillo del pantalón donde guarda la pistola y ésta se dispara en medio del estrépito.
            —¡Corten! —ruge una voz furibunda.


5

Nunca volvió a Nueva Jersey. Encontraba el clima de California mucho más saludable. En más de un sentido.
            Aquel día en la RKO cambió su vida. Al no haber podido cumplir con su misión se sentía incapaz de presentarse de nuevo ante su madre. Así que optó por la solución más sencilla: dejar las cosas así.
            Del disparo nadie se dio cuenta, tal fue el estruendo y la confusión del momento. La bala le dio en un pie, y es así que tuvo que abandonar el estudio, de donde lo echaron, disimulando el dolor y la cojera. Perdió un dedo, unos pantalones y un par de zapatos. Nunca más volvió a pisar la RKO.
            Alan Ladd probó suerte en la Paramount y se convirtió en una estrella de la noche a la mañana. Le había llegado por fin su gran oportunidad. Sin embargo, la fama no se le subió a la cabeza. Al menos para con Owen. A pesar de que su omnipresente esposa no lo podía ni ver, Ladd lo ayudó hasta el día de su muerte, consiguiéndole trabajo como extra en muchas de sus películas. Hizo de matón en La llave de cristal, de hindú en Calcuta, de chino en China y de indochino en Saigón; de cadáver en La dalia azul, de jockey en Salty O ‘Rourke y de vaquero en Shane. Gracias a eso nunca le faltó trabajo. Incluso la Universal lo empleó en 1958 haciendo de mejicano en Sed de mal y, a pesar de sus temores, Orson Welles no lo reconoció.
            Supo que su madre murió en 1951. Jamás la llamó ni le escribió. En esos once años le envió dinero a una cuenta a nombre de la señora Ratched. ¡La buena señora Ratched!
            Fuera que los médicos tuvieran razón o no, el hecho es que la señora Parks nunca más volvió a caminar, y la señora Ratched se quedó con ella hasta el último momento. En su testamento, la vieja le dejó el departamento y el poco dinero que conservaba en el banco.
            Owen Parks permaneció soltero. Continúa viviendo solo en un pequeño departamento alquilado con la pensión del fondo de jubilaciones del sindicato. Su vida ahora es tan monótona y simple como en los tiempos en que vivía con su madre.
            El billete de un dólar con el autógrafo de Ginger Rogers preside la salita desde su marco dorado. El único pasatiempo de su desolada vejez es contemplar en su aparato de video las sesenta y tres películas en las que trabajó como extra, en muchas de las cuales ni siquiera ha conseguido verse nunca.
            Las muy contadas visitas que recibe, lo más probable es que lo encuentren sentado frente al televisor, sus arrugadas y temblorosas manos aferradas al control remoto, echando la cinta adelante y atrás una y otra vez para pasar por el punto de El ciudadano Kane en el que debió estar el único primer plano de su filmografía, y que, para su desdicha, Robert Wise botó al cesto en la sala de montaje allá por el año 1941.





publicado en No pidamos la luna (1994).

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