Carlos Arribas
1
Como
todos los días, Owen abre la puerta de su casa, se seca los pies en el
felpudo de la entrada y cuelga su sombrero en la sombrerera del vestíbulo.
—Madre:
ya llegué.
Avanza
hacia el salón silbando la serenata de las mulas, deja sobre el respaldo del
sofá un ejemplar de Variety y se dirige
hacia el cuarto de su madre al fondo del largo pasillo, mientras se deshace el
nudo de la corbata. Abre la puerta después de dar dos golpecillos en ella. La
señora Ratched se dispone a salir.
—Ya
recibió su medicación, señor Parks, pero le participo que no ha querido probar
bocado.
—Descuide,
señora Ratched. Yo me ocuparé.
La
señora Parks los sigue con la vista desde su silla de ruedas mientras caminan
por el pasillo hacia la salida. Con aviesa mirada, observa cómo la enfermera
recoge su capa del gancho del que pendía en el vestíbulo, y cómo su hijo le abre
la puerta.
—Que
tenga usted buenas noches, señor Parks.
—Hasta
mañana, señora Ratched. Será mejor que se apresure usted: se avecina una
tormenta.
Owen
regresa a la habitación.
—Es
una bruja, Owen.
—Vamos,
madre.
—Te
digo que es una bruja. Te he pedido una y mil veces que la eches y me busques
otra enfermera. Acabará por matarme.
Owen,
entretanto, se ha dirigido hacia la mesilla de noche y ha recogido la bandeja
con la cena que se encontraba sobre ella. Arrima el banquillo de la cómoda y lo
sitúa junto a la silla de ruedas. Se sienta y coloca la bandeja sobre sus
piernas.
—Y
ahora, vamos a comer algo.
—No
quiero esa asquerosa comida.
—Huele
delicioso —tras olerla con gesto de agrado, le acerca una cucharada de sopa a
la boca, que ella se apresura a engullir—. La señora Ratched es una buena
enfermera, madre, y además no cobra caro.
—Te
digo que quiere matarme. Me hace cosas horribles en cuanto tú no estás —toma
otra cucharada—, ¿es que no te apiadas de tu pobre madre enferma?
—Come
un poco de pan —ella se lo arrebata de las manos y lo devora con avidez,
desperdigando migas por toda la ropa y el suelo.
—¿Por
qué no vuelves a traer a la señorita Hutchinson, Owen? Ella sí que era buena
conmigo. Además me traía pan de centeno, que me gusta tanto.
—Madre:
detestas el pan de centeno —pone en sus manos el vaso de leche que ella bebe a
grandes tragos, chorreándole por las comisuras—. Además no soportabas a la señorita
Hutchinson, si mal no recuerdo —le limpia la leche de la cara con su pañuelo.
—Y
si mal no recuerdo, a ti sí que te gustaba esa señorita Hutchinson. Esa
mosquita muerta.
—No
sé de qué hablas, madre.
—Sabes
muy bien de qué hablo. La perseguías por toda la casa y le hacías porquerías
detrás de las puertas mientras ella reía. La muy zorra.
—Madre
—dice con tono ligeramente admonitorio al tiempo que le presenta una manzana,
que ella arroja con furia de un manotazo.
—¡Ustedes
convirtieron esta casa en una Babilonia! Se aprovechaban de que soy una vieja
inválida.
Owen
recoge la manzana y la abrillanta contra su pantalón.
—Te
estás portando mal, madre querida. Creo que no deberías rechazar esta jugosa
manzana.
El
reloj de la sala da las ocho.
—¡No
quiero tu manzana, serpiente!
Owen,
que ha comenzado a mordisquear la manzana, se incorpora al oír el reloj y,
tomando la silla de ruedas, la empuja lentamente hacia el salón de estar. Una
vez allí, detiene la silla cerca de la ventana y junto a la mesa sobre la cual
se encuentra la radio, que no se ha vuelto a encender desde aquella noche, hace
ya más de un año. Hecho esto, toma la revista que dejó sobre el sofá al llegar
y se sienta en un butacón frente al sitio que ocupa su madre. Se quita los
zapatos y pone los pies sobre la mesita central de la pieza. Finalmente, abre
la revista sin dejar de mordisquear la manzana.
Owen
Parks es un hombre de unos treinta y dos años, delgado, de estatura media y
cabello castaño. Lleva un bigotito a lo Ronald Colman
del que se siente muy orgulloso. Trabaja en un banco, donde gana una miseria,
aunque sus jefes le dicen que es un chico listo y que tiene mucho futuro en la empresa.
La verdad es que le dieron el trabajo porque uno de los socios fue amigo de su
padre.
Su
vida es muy simple y rutinaria. Toma todos los días el tren para Nueva York,
trabaja de nueve a cinco, con un breve receso al mediodía, durante el cual
almuerza en un local de comidas rápidas —el mismo desde hace seis años— y
cuando sale del banco por la tarde, toma el tren de vuelta para Nueva Jersey.
Antes de aquella fatídica noche en 1938 solía escuchar la radio en casa. Ahora
lee alguna revista —siempre compra revistas de cine— antes de acostar a su
madre y dormir profundamente durante ocho horas seguidas.
Los
sábados va siempre al cine, solo y a función vespertina. Prefiere las comedias
musicales. Sus estrellas favoritas son Ginger Rogers y Eleanor Powell,
la reina del tap o los domingos se queda en casa y juega backgammon con su madre, que siempre le gana.
No
se ha casado, aunque en 1937 estuvo bastante cerca, con aquella chica Ellie que
conoció cuando fue a ver El Gran Ziegfeld
y que terminó casándose con un tipo de Pittsburgh.
—¿Cuándo
perderás la desagradable costumbre de poner tus apestosos pies sobre la mesa?
Eres un patán, Owen. No me explico cómo has podido salir así. Tu padre era todo
un
caballero.
Owen
no le presta atención. Lee con fruición los detalles de la premiere de Orgullo y prejuicio.
Ha terminado la manzana y arroja el corazón hacia atrás, por la ventana.
—¡Oh!
Eres incorregible —voltea el rostro hacia la ventana, y por el movimiento de
las ramas de los árboles se da cuenta de que se está levantando un fuerte
viento—. Cierra esa ventana, Owen, que parece que va a llover y se mojará la alfombra.
¡Owen! ¿No me oyes?
—¿Eh?
¿La ventana? Ah, sí, madre —se levanta y la cierra.
—¿Qué
es eso tan interesante en esa revista que te impide hacer caso a tu madre? Como
si lo viera: estás contemplando fotografías de esas pérdidas de Hollywood, ¿no
es cierto? —su tono recriminatorio se hace autoritario—. Ve a traerme mi cojín,
que no soporto las piernas.
Deja
la revista en el sillón y va a la habitación de su madre, regresando al poco
con un horroroso cojín rosa bordado de corazones y amorcillos.
—Ponlo
bajo mis pies. Ahí no, estúpido. Eso es. Así. A ver si descansan mis pobres
piernas inútiles —lanza un exagerado suspiro—. ¡Pobre Ellie! Esa chica sí que
me quería.
Sólo
este cojín me quedó como recuerdo suyo. ¿Por qué no te casaste con Ellie, hijo?
Era tan buena muchacha.
—Oh,
madre, ¿debemos volver a discutir eso?
—Ese
es precisamente tu problema, Owen. No reconoces tus errores. Ni tampoco tus
culpas. Por eso es que vives en esa indolencia. No te importa mi sufrimiento.
Owen
se pone la revista sobre los muslos con un gesto de fastidio.
—Madre,
por favor.
—Al
fin y al cabo —hace un puchero— no eres tú quien ha de verse reducido a una
horrible silla de ruedas hasta el fin de sus días. —Su rostro adquiere súbitamente
una expresión de fiereza—. ¡Y todo por tu culpa! Tú lo sabes bien. No pasa un
día sin que recuerde esa aciaga noche.
Escudado
de nuevo tras la revista, y mientras contempla el rostro risueño de Paulette Goddard,
piensa en que tampoco pasa para él un solo día sin recordar aquella noche...
2
La noche era húmeda. Se disponía
a introducir la llave en la cerradura cuando la puerta se abrió en el umbral
apareció su madre con un vestido de calle y tocada con un sombrerito notablemente
pasado de moda, tirando de una correa roja a cuyo extremo brincaba impaciente
la pequeña Rosebud.
—¡Madre!
—su tono era de genuino asombro—, ¿acaso vas a salir?
—Oh,
sí, Owen.
—¿De
veras? No puedo creerlo.
—Voy
a dar una vuelta por el vecindario con Rosebud. ¿Vendrás conmigo?
—Es
que estoy tan cansado, madre. Pero si tú lo deseas...
—No.
No será necesario. Tu madre no es ninguna inútil. Estaré de vuelta enseguida.
Tú quédate oyendo la radio —tiró del extremo de la corbata de su hijo para
bajarle la cabeza y le dio un beso en la frente.
—Hasta
luego, madre.
Owen
se quedó en el umbral hasta verla desaparecer por el hueco de la escalera.
Entró y cerró la puerta, aún con cierta sensación de asombro.
Desde
que su marido se suicidara tras arruinarse en la Bolsa en 1929, la señora Parks
se había obstinado en un encierro absoluto. Hacía nueve años que se negaba
sistemáticamente a poner un pie en la calle, a pesar de todos los razonamientos
que, a través de los años, Owen había esgrimido en contra de aquel malsano y
absurdo enclaustramiento. Sólo había salido en una oportunidad, y fue en 1933,
cuando había ido con él al Banco para hablar con el señor Higgins —que había
servido en el ejército con el finado Parks en la guerra de Cuba— para que le
diera un empleo, cosa que consiguió. El resto de todos esos años había
permanecido en su departamento, sin asomarse siquiera a las ventanas, y la mayor
parte del tiempo acostada, aquejada de toda clase de achaques. Sus únicas
distracciones consistían en escuchar la radio y conversar con Rosebud, la
pequeña perra poodle que Owen le comprara con su primer sueldo, y a la que
consideraba casi como un ser humano.
Y,
ahora, repentinamente, y sin motivo aparente para tal cambio de parecer, su
madre había decidido romper con nueve años de confinamiento voluntario y salir
a dar una vuelta por la vecindad.
Secó
sus pies en el felpudo, colgó el sombrero en el gancho de la sombrerera del
vestíbulo y comenzó a deshacerse el nudo de la corbata al tiempo que caminaba
por el pasillo, meditando sobre todas estas cosas. Su paso se fue aligerando.
Una agradable sensación se iba apoderando de él. Era la primera vez en muchos
años que se quedaba solo en el departamento.
Se
quitó los zapatos, arrojándolos en medio de la habitación y corrió hacia el
armario. Abrió uno de los cajones y de debajo de unas camisas sacó una caja
metálica con cerradura que abrió con una llavecita que escondía en una rendija del
quicio de la ventana. De la caja tomó una revista arrugada y algo amarillenta,
abriéndola inmediatamente por la página donde aparecía aquella increíble
fotografía de la película Extasis con
la hermosa actriz checa Hedy Kiesler
nadando completamente desnuda.
Fue
hasta el baño y abrió el grifo de la bañera, que comenzó a llenarse lentamente;
colocó la revista en un taburete junto a ésta y se quitó la ropa con la
cosquilleante sensación de estar realizando un acto de picardía. Se desnudó y
envolvió su cintura en una toalla, mientras el cuarto de baño se llenaba de
vapor. Contempló su imagen difuminada en el cada vez más empañado espejo,
haciendo toda clase de muecas y adoptando diferentes poses, que se le antojaban
elegantes, turbadoras y viriles.
Contaba
los días que faltaban hasta el sábado, cuando podría ir a ver a la bella Hedy
Lamarr —había leído en Variety que
ahora se llamaba así— en su debut en el cine americano: Argel, que estaba
causando sensación.
Cubierto
sólo con la toalla arrollada a su cintura, acometió la increíble audacia de
recorrer el pasillo y llegar hasta el salón. Una de las ventanas estaba abierta.
Precisamente la del departamento donde vivía la viuda Leachman. Hubiese querido
que se asomara en aquel momento y lo viera así.
Encendió
la radio, le dio bastante volumen y regresó al cuarto de baño, dejando la
puerta abierta para escuchar. Se quitó la toalla, cerró el grifo de la bañera y
probó la temperatura del agua con la punta de los dedos. Acto seguido, se metió
lentamente en la bañera, y una vez sumergido hasta el cuello, sacó los brazos y
tomó la revista.
Su
imaginación comenzó a volar. Se veía nadando en aquellas aguas, desnudo también
él, junto a la bella Hedy chapoteaban alegremente y jugaban a salpicarse,
divertidos. La tomó entre sus brazos, pero ella se le escabulló nadando hacia
la orilla. Vio salir del agua su blanco y delicado cuerpo, y nadó entonces a su
encuentro. Pero ella se incorporó de súbito, alarmada porque en la radio
estaban diciendo que los marcianos acababan de aterrizar y estaban allí mismo,
en América, con intenciones de invadir el país.
Presa
de un sentimiento de angustia, cerró la revista. El locutor decía claramente la
noticia: estaban allí. Descendían de sus extrañas naves y sembraban el pánico
en las calles.
—¡Oh,
Dios!
Salió
del agua. Era cierto: escuchaba gritos provenientes de la calle. Se ató la
toalla a la cintura y corrió hacia la sala, dejando un rastro de agua por el
pasillo.
Se
dirigió a la ventana, y al asomarse pudo ver una multitud que corría
despavorida, mientras cientos de automóviles se atascaban en un tremendo
embotellamiento y hacían sonar sus cláxones al unísono con gran escándalo.
—¡Owen!
Volvió
el rostro hacia la esquina del restaurant de Sal, en busca de la angustiada
voz. Su madre corría azorada entre la muchedumbre.
—¡Madre!
—apenas murmuró.
Vio
cómo tropezó contra el hidrante, cayendo de bruces, mientras la desordenada
turbamulta pisoteaba el anticuado sombrerito y la pequeña Rosebud desaparecía
para siempre,
zigzagueando entre piernas.
—¡Oweeeeeen!
3
El viento se va haciendo cada vez
más fuerte. Owen sigue sentado frente a su madre, con la revista sobre las
piernas y los ojos cerrados.
—Owen
—la voz de la señora Parks refleja una inquietante calma—, ese hombre destruyó
mi vida aquella noche.
—¿Otra
vez con eso? —Owen ha abierto los ojos y la mira suplicante.
—Quedé
reducida a esta maldita silla de ruedas...
—No
seas tan melodramática.
—…inútil
para siempre.
—El
doctor Farnsworth dice que no hay nada malo en tus piernas —un relámpago
ilumina la estancia con su blanca luz, dando por un instante una apariencia
espectral a sus rostros.
—¿Qué
sabe el doctor Farnsworth?
—Consultamos
a otros cinco especialistas ¿recuerdas? Incluso aquel afamado doctor Burgdorff
en Nueva York. Todos concordaron en que no existe ninguna razón para que no
puedas caminar.
—Son
mis piernas, Owen. ¿Crees que estaría sentada en esta cosa si pudiera moverlas?
—se escucha un trueno apagado por la distancia—. ¿Insinúas que finjo?
—No,
madre. Lo que trato de decir...
—Es
que estoy loca ¿no es eso? Respóndeme, hijo. ¿Es eso verdad? Por si no fuera
suficiente desgracia ser una inválida —un nuevo relámpago, aún más brillante,
detiene brevemente la frase—, mi hijo piensa que estoy loca.
Owen
no contesta. Mira distraído hacia el suelo y se sobresalta cuando un trueno
mucho más fuerte resuena en la habitación.
—¿Por
qué no me ayudaste esa noche, Owen? —su tono es irritantemente lastimero—. ¿Por
qué no me acompañaste? Dejaste ir sola a tu pobre y torpe madre en su primera salida
tras tantos años de encierro.
—Estaba
cansado, madre. Sabes que siempre llego agotado del trabajo —el cielo vuelve a
iluminarse vivamente y la luz eléctrica vacila por un momento, mientras el
ulular del viento se escucha desde el exterior.
—¿Y
por qué no acudiste a mi llamada de auxilio?
—No
estaba vestido... ya te lo he explicado cientos de veces. No podía salir así —el
estruendo de un nuevo trueno flota ominoso sobre el sentimiento de culpa que,
muy a su pesar, las palabras de su madre consiguen introducir en el pensamiento
de Owen—. Me daba un baño...
La
señora Parks adopta una expresión atemorizante en los ojos, que se posan
inmóviles sobre los de su hijo.
—Ese
hombre es el culpable de todo. A causa de su maldita broma de mal gusto perdí
mi salud y perdí también para siempre a mi pequeña Rosebud.
Un
golpe de viento abre con violencia los contrafuertes de las ventanas y una
ráfaga húmeda azota la cara de Owen como una bofetada.
—¡No
hay justicia en la Tierra —la voz de la anciana aumenta de intensidad para
tratar de vencer el fragor de la tormenta, adquiriendo a la vez un tono
siniestro— si ese hombre no recibe el castigo que merece por tan terrible
pecado!
El
viento vuelve varias páginas de la revista que descansa sobre sus muslos, y al
bajar la vista, Owen contempla una fotografía de dos hombres estrechándose la
mano bajo un titular que reza: «Orson Welles firma contrato con la RKO». Una
enceguecedora descarga ilumina brevemente la habitación antes de que se apaguen
definitivamente las lámparas eléctricas al tiempo que un pavoroso retumbo hiere
sus oídos y la voz enloquecida de la señora Parks aúlla por encima del
estruendo.
—¡Mata
a ese hombre, Owen! ¡Venga a tu pobre madre!
4
Enseña la identificación que le
han dado el día anterior y el portero del estudio lo deja pasar sin problemas.
Siguiendo las instrucciones del coordinador de extras, se ha puesto uno de sus
trajes grises de trabajo, que luce un tanto ajado por el uso. Pasa entre restos
de grandes sets de películas anteriores y reconoce entre ellos parte de la
fachada de Notre-Dame que utilizaron
el año anterior para El jorobado
de Nuestra Señora de París.
Se
acerca a un joven que carga con un jarrón de utilería.
—Disculpe.
¿Podría informarme dónde están rodando El ciudadano Kane?
—Ah,
¿el mamotreto? Sígame. Precisamente debo llevar esto al set —tras una pausa, y
mientras caminan, le pregunta—: ¿Qué? ¿Extra?
—Sí.
—Buen
empleo. Yo trabajé el año pasado en Gunga Din.
—¿La
vio?
—Sí,
la vi.
—Yo
aparecía justo detrás de Cary
Grant en la escena en que... pero probablemente no lo recordará. De
cualquier modo prefiero el trabajo en utilería: es más seguro —entretanto han
llegado al ser—. Y bien. Aquí estamos.
—Gracias,
amigo.
—No
hay por qué. Suerte.
Un
inmenso escenario, que parece representar el salón de una gran mansión o algo
así, aparece ante sus ojos. El lugar está repleto de toda clase de muebles,
lámparas, plantas, adornos y objetos variados, amontonados como en un almacén.
Reina en el sitio una actividad febril de tramoyistas, utileros, luminitos,
sonidistas y otras personas, cada una dedicada a una ocupación específica. Múltiples
voces llenan el ámbito.
Es
tal y como lo había imaginado siempre. Pero más emocionante.
Hace
más de dos meses que llegó a Los Angeles, nervioso y confuso aún por la promesa
que hizo a su madre. Se aloja en una pensión de mala muerte de donde la dueña
ha amenazado con echarle ya varias veces, y que sería un total infierno si el
clima fuese como el de Nueva Jersey.
Gracias
a que el primo Harvey —un pariente lejano de su madre— conocía a una muchacha
que había sido novia de un policía que, a su vez había sido vigilante en la
RKO, se
enteró de que necesitaban extras
para la película que rodaba Orson Welles y consiguió una entrevista con el
coordinador. Lo contrataron para un solo día de rodaje y únicamente le
explicaron que haría de reportero en una escena de grupo, y que para ello
debería ir vestido de calle y presentarse al día siguiente a las nueve de la
mañana.
Así
es que sólo tenía un día para cumplir con su absurdo cometido. Era ese día o
nunca. Tantea con su mano derecha el enorme pistolón que había sido de su padre
en la guerra
del 98. Había revisado el arma
antes de salir y estaba cargada: una sola bala, lista para disparar. No podía fallar.
—Eh,
muchacho.
—¿Yo?
—Sí,
tú. ¿Eres del grupo de extras?
—Sí,
señor.
—Ve
hacia allí. El señor Gilford te dirá qué hacer.
Camina
entre los muebles y cajas, tropezando con alguien a cada momento. No ve a Orson
Welles por ninguna parte.
—¿Señor
Gilford?
—Sí.
¿Qué se te ofrece, muchacho?
—Me
dijeron que me presentara...
—Eres
uno de los extras ¿no? —lee su identificación en la solapa—. Bien, Parks,
siéntate por ahí. Ya te diré qué hacer —poniendo sus manos como bocina
alrededor de su boca—: ¡Spanky!
Torpemente
da unas vueltas y por último se sienta sobre un montón de objetos apilados en
un rincón, tratando de no estorbar. Se seca el sudor de la frente con el
pañuelo. Está sofocado y nervioso. Cerca de él están probando unos enormes
reflectores que despiden un calor insoportable. Los dirigen hacia varios puntos
del escenario.
—¿Está
bien así, señor Toland?
—le pregunta un muchacho que está cerca de él a un hombre de fino bigote que
mira por el visor de la cámara.
—Perfecto.
Echa
una mirada a su alrededor tratando de localizar a Welles. Por supuesto, nunca
lo ha visto en persona, pero sí en fotografías en las revistas, y está seguro
de reconocerlo en cuanto lo vea.
Hay
un gran revuelo a su izquierda. Varios mozos de utilería revisan entre las
pilas de objetos, como buscando algo.
—Tiene
que estar por aquí, Buzz. Lo he visto hace poco.
—Mejor
será que aparezca. El jefe ha dicho que esa cosa es fun-da-men-tal —ambos ríen.
—Oye,
tú —uno de los mozos se dirige a él a gritos—, ¿no estarás sentado tú sobre el
maldito trineo?
Owen
mira bajo sus posaderas y, levantándose, toma un pequeño trineo de juguete que
lleva la inscripción: Rosebud.
—Dame
acá, inútil. ¿No lo habrás estropeado, verdad?
—Si
algo le pasa a eso te despedirán —dice el llamado Buzz mientras le arrebata el
trineo de las manos. Ambos hombres se alejan riendo.
Leer
el nombre de Rosebud trae de nuevo a su pensamiento la misión que debe cumplir,
la cual había olvidado por unos momentos en la confusión de tantas sensaciones nuevas
y extrañas. Pero asimismo le devuelve la fuerza que necesita para llevar a cabo
su propósito.
—¿Tienes
un cigarrillo?
Un
joven de baja estatura, rubio y con un rostro de belleza casi femenina, aunque
con expresión dura es quien le dirige la pregunta.
—No.
No fumo.
—¿Eres
nuevo en esto?
—Sí
—esboza una sonrisa—, ¿se me nota?
El
hombre sonríe con displicencia.
—Te
ves un poco nervioso. ¿De dónde eres?
—Nueva
Jersey. Parks —le extiende la mano—. Owen Parks.
—Sí.
¿A ti también?
—Sí.
Estoy harto de esto, ¿sabes? Llevo casi siete años en el negocio y no me ha
llegado la gran oportunidad.
—Entiendo.
—No
es mal trabajo, pero no eres nadie aquí si no das el gran salto, ¿me
comprendes?
—Sí,
claro.
De
pronto, el rubio se queda mirando a la distancia. Se quita el sombrero y se rasca
la cabeza.
—Mira
quién va allí.
—¿Quién?
—Owen trata de distinguir entre la confusión de objetos y personas en
movimiento.
—¿No
la ves? Es Ginger Rogers. Con la vieja, por supuesto
—lo toma por una manga—. Ven, vamos.
—Pero
¿y si…?
—No
te preocupes —echando a andar—, aún no está listo el seto Owen sigue a Ladd por
entre los vericuetos del set y, tras unos enormes tabiques de lona y madera,
llegan a otro ambiente con distintos decorados, más tranquilo y menos
aparatoso. Se acercan al centro del escenario y se colocan detrás de unos
reflectores.
La
Rogers se sienta en una silla que tiene escrito Ginger en el respaldo. Un
hombrecillo de aspecto estrafalario con un atuendo púrpura se pone a peinarla.
Owen
está paralizado. La mira y casi no puede creerlo.
Está
muy diferente: lleva el pelo suelto y se lo han teñido de un tono más oscuro.
Además, obviamente aún no ha pasado por la sesión de maquillaje. A su lado, en
otra silla de lona se sienta una dama de edad madura que no deja de hablarle ni
un instante.
—Es
la madre —le explica Ladd—. La acompaña a todas partes.
Una
muchacha bastante fea se acerca con un vestido marinerito azul oscuro en las
manos y se lo muestra a la estrella.
—¿Debo
ponerme eso?
—Recuerda,
querida —le dice su madre— que esto es un papel dramático. Tu imagen deberá ser
distinta de ahora en adelante. Nada de danzas y tules. Piensa en el Oscar,
Ginger.
—Tienes
razón, madre.
—¿Alguna
vez te he dado un mal consejo? —se levanta—. Espérame un instante, querida:
vaya hablar con el señor Wood.
—¿Sam Wood? —pregunta
en un susurro Owen a su acompañante que asiente en silencio.
Una
vez que se ha alejado la dama, Ladd se adelanta y se planta frente a la
estrella. El peluquero, sin detenerse en su labor, lo mira de hito en hito.
—¿Sí?
—ella levanta la vista y lo mira también de pies a cabeza.
—Me
preguntaba si...
—Si
me firmaría usted un autógrafo —tercia Owen que se ha adelantado y casi cae al
tropezar con un cable.
Ginger
Rogers apenas si lo mira, mientras el peluquero ahoga una risita.
—¿Decías,
guapo? —dirigiéndose de nuevo a Ladd.
—Por
favor, señorita Rogers —dice Owen—. Soy su más ferviente admirador. He visto
todas sus películas. En Mamá a la fuerza
estuvo usted sensacional —Ladd se impacienta.
—Gracias
—contesta con una sonrisa desabrida—. Está bien —y le hace un gesto apremiante
con las manos para que le dé papel y lápiz.
Owen
registra azarosamente sus bolsillos, pero nada. No lleva ni un pedazo de papel
encima. Mira a Ladd, suplicante, pero éste le voltea el rostro con expresión de
fastidio. Finalmente recuerda el último billete de un dólar que le queda y saca
su billetera.
—¿Alguien
tiene un bolígrafo?
—Toma,
guapo —el peluquero le extiende una pluma fuente rosa con un guiño. Owen la
toma con embarazo y se la entrega a la Rogers.
—Por
favor, escriba: para Owen, con cariño.
Ella
le hace seña a Ladd con picardía para que le dé la espalda, y apoyándose en
ella, firma el autógrafo en el billete, alargándoselo luego a Owen, sin ni
siquiera mirarlo.
—¡Oh,
gracias, señorita Rogers! —mira el billete con delectación.
—Escucha,
guapo —Ladd se vuelve de nuevo hacia ella—. ¿Estás en el negocio?
—Digamos
que sí.
El
peluquero carraspea y ella le da un manotazo para que le deje tranquilo el
cabello.
—Creo
que se podría hacer algo contigo. Tienes... no sé. Algo.
—¿De
veras lo crees?
—Así
es. ¿Cómo te llamas?
—Alan
Ladd.
El
peluquero dirige furtivas miradas a Owen mientras se lima las uñas. Entretanto,
Lela Rogers se aproxima al grupo.
—He
hablado con Sam, hijita querida. No va a haber ningún problema —con una mirada
de desdén— ¿y quiénes son estos caballeros?
—Ya
nos íbamos —dice Owen tratando de arrastrar a Ladd por una manga, a lo que éste
responde zafándose con una mirada como para fulminarlo.
—Bien,
señorita Rogers —Ladd le estrecha la mano—, ha sido un placer conocerla.
Trabajo en el ser vecino.
—¿Extra?
Él
asiente y ella chasquea la lengua rápidamente varias veces con un movimiento de
negación en la cabeza, como diciendo «¡qué desperdicio!».
—Espero
mi gran oportunidad —dice Ladd insinuante.
—Creo
que están llamando a escena, querida —dice la madre—. Así que, si no es
molestia, caballeros...
—Señora
—con una inclinación a la vieja—. Hasta siempre, Ginger.
—¡Oh!
—deja escapar divertido el peluquero, tapándose la boca con la mano. Luego
dirige un guiño a Parks—. Adiós, buen mozo.
Owen
y Ladd se vuelven y comienzan a alejarse del grupo al tiempo que aún escuchan
la voz susurrante de la señora Rogers: «Ginger, no te he dicho mil veces
que...»
—Señor
Ladd —la voz de la Rogers le hace volverse—. ¿Por qué no prueba suerte en la
Paramount?—. Él, con una sonrisa, le hace un gesto con el pulgar hacia arriba,
alejándose después junto a Owen, mientras oyen a sus espaldas:
—Kitty Foyle.
Escena 34 —y el inconfundible chasquido de la claqueta.
Una
vez de regreso en el plató de El ciudadano Kane, Ladd comenta:
—Ya
casi la tenía. Si no es por la maldita vieja.
—¡Un
autógrafo de Ginger Rogers! —Owen aprieta el billete de un dólar contra su
pecho.
—¿Ya
ves cómo hay que manejarse aquí para llegar a algo?
—¡Hey!
Ustedes dos. Vengan acá. Vamos a empezar el rodaje —les entregan sendas cámaras
fotográficas—. A sus puestos.
De
pronto, Owen, que flotaba como entre nubes de algodón dulce, se estrella
brutalmente contra la visión de un hombre sentado en una silla de extensión
justo frente a él, y
tan sólo a unos pasos, que
sostiene un megáfono en su izquierda y con la derecha explica algo a otro
hombre acuclillado a su lado.
—¡Welles!
—murmura entre dientes Owen. Comienza a sudar frío. Su mano tantea de nuevo la
pistola en el bolsillo.
—Escucha,
Herman —dice Welles al hombre a su lado—, ¿no crees que si después de la visión
general del grupo de reporteros insertamos un close-up de alguno de ellos se reforzará la escena? —se coloca el
megáfono ante la boca— ¡Toland! —se levanta y empieza a pasar revista al grupo
de extras frente a él—. A ver, tú.
—¿Yo?
—pregunta Owen, que, tembloroso, no atina a pasarse por encima de la cabeza la
banda de la cámara fotográfica.
—Ven
aquí. Colócate entre estos dos y sostén la cámara así, mirando hacia allá
¿entendiste? Será sólo un momento.
No
te muevas.
—Sí...
sí, señor, pero...
—Bien.
Luces —se encienden unos potentes reflectores que dejan al pobre Owen más ciego
que un murciélago—. Cámara —Welles, al lado de Gregg Toland, dirige la
operación detrás del equipo—. ¡Acción! —cinco segundos durante los cuales Owen
ni pestañea—. Corten. Bien, muchacho —y le da una fuerte palmada en la espalda.
Inmediatamente
se prepara todo para la escena de conjunto. Owen está todo confuso. Se deja
llevar por la masa de extras, que van siendo ubicados por el coordinador. Queda
al final del grupo, junto a un montón de cajas apiladas. Suda a chorros y las
piernas le tiemblan inconteniblemente. En el zar a rodar, se apoya en el montón
de cajas, que se viene abajo. Pierde el equilibrio y se desploma, mientras la
pesada cámara fotográfica cae sobre el bolsillo del pantalón donde guarda la
pistola y ésta se dispara en medio del estrépito.
—¡Corten!
—ruge una voz furibunda.
5
Nunca volvió a Nueva Jersey.
Encontraba el clima de California mucho más saludable. En más de un sentido.
Aquel
día en la RKO cambió su vida. Al no haber podido cumplir con su misión se
sentía incapaz de presentarse de nuevo ante su madre. Así que optó por la
solución más sencilla: dejar las cosas así.
Del
disparo nadie se dio cuenta, tal fue el estruendo y la confusión del momento.
La bala le dio en un pie, y es así que tuvo que abandonar el estudio, de donde
lo echaron, disimulando el dolor y la cojera. Perdió un dedo, unos pantalones y
un par de zapatos. Nunca más volvió a pisar la RKO.
Alan
Ladd probó suerte en la Paramount y se convirtió en una estrella de la noche a
la mañana. Le había llegado por fin su gran oportunidad. Sin embargo, la fama
no se le subió a la cabeza. Al menos para con Owen. A pesar de que su
omnipresente esposa no lo podía ni ver, Ladd lo ayudó hasta el día de su
muerte, consiguiéndole trabajo como extra en muchas de sus películas. Hizo de
matón en La llave de cristal,
de hindú en Calcuta, de chino en
China y de indochino en Saigón; de cadáver
en La dalia azul, de
jockey en Salty O ‘Rourke y de
vaquero en Shane. Gracias a eso
nunca le faltó trabajo. Incluso la Universal lo empleó en 1958 haciendo de
mejicano en Sed de mal y, a
pesar de sus temores, Orson Welles no lo reconoció.
Supo
que su madre murió en 1951. Jamás la llamó ni le escribió. En esos once años le
envió dinero a una cuenta a nombre de la señora Ratched. ¡La buena señora
Ratched!
Fuera
que los médicos tuvieran razón o no, el hecho es que la señora Parks nunca más
volvió a caminar, y la señora Ratched se quedó con ella hasta el último
momento. En su testamento, la vieja le dejó el departamento y el poco dinero
que conservaba en el banco.
Owen
Parks permaneció soltero. Continúa viviendo solo en un pequeño departamento
alquilado con la pensión del fondo de jubilaciones del sindicato. Su vida ahora
es tan monótona y simple como en los tiempos en que vivía con su madre.
El
billete de un dólar con el autógrafo de Ginger Rogers preside la salita desde
su marco dorado. El único pasatiempo de su desolada vejez es contemplar en su
aparato de video las sesenta y tres películas en las que trabajó como extra, en
muchas de las cuales ni siquiera ha conseguido verse nunca.
Las
muy contadas visitas que recibe, lo más probable es que lo encuentren sentado
frente al televisor, sus arrugadas y temblorosas manos aferradas al control
remoto, echando la cinta adelante y atrás una y otra vez para pasar por el
punto de El ciudadano Kane en el que debió estar el único primer plano de su
filmografía, y que, para su desdicha, Robert Wise botó
al cesto en la sala de montaje allá por el año 1941.
publicado en No pidamos la luna (1994).
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