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Fotografía de Andreea Chiru |
por Dayana Fraile
Cuando cursaba el tercer grado de la
primaria, una mujer irrumpió en mi salón de clases
soplando una flauta. Tenía las mismas virtudes
que le atribuyen al flautista de Hammelin porque, de inmediato,
me sentí deslumbrada. Era la nueva
profesora de música.
Cuando llegué a casa, enloquecí a mis padres
para que me inscribieran en su clase
de las tardes. Empecé a pasarme los días rodeada de partituras de música clásica y, también,
de selecciones de música tradicional originaria de distintos
continentes. Mi profesora tenía gestos etéreos y vestía como una hippie. Pero, para ser francos,
en ese momento mi conocimiento del mundo apenas me permitía articular la hipótesis de que mi profesora era “rara”.
Eso me gustaba porque siempre
me había sentido
como si fuera
un bicho raro. Durante casi toda la escuela primaria
usé unas desagradables botas ortopédicas y
los chicos me ponían sobrenombres que aún me avergüenzan. Era el blanco perfecto
de los matones del curso.
Las tardes de flauta adormecieron ese desierto
rojo que quemaba. En una
ciudad pequeña devorada por el sol,
el tecnomerengue y los alaridos de Juan Gabriel
aquello constituyó mi primera
oportunidad de formar parte de una comunidad estética disensual.
Desde
siempre me gustó leer. Mi libro
preferido por esa época era La señorita Emilia de Barbara Cooney. Lo compré con mi propio dinero en una
feria itinerante. Suena tonto pero creo que ese tomo ilustrado ocasionó
un daño inenarrable a mi constitución sentimental. La señorita
Emilia se la pasa durante todo el libro intentando hacer algo para que el mundo sea un lugar
más hermoso. En momentos de
patética instrospección me he preguntado, no sin un poco de horror, si es que mi vida hasta este momento
no ha sido una glosa ininteligible
de esa única frase. Una continua
tensión entre la borrasca desesperada de no poder materializarla y la diáfana
comunión con la luz que irradia.
Me reprocho el haber quedado
entrampada en la cursilería de una sentencia recusada de valor debido
a su infinito desgaste. Quizás, por eso me gusta
cantar con Poly Stirene:
“Soy un cliché”
-el punk siempre
escupiendo lo que todos nos esforzamos en tragar. Aunque siento
que debo confesar
que, de vez en cuando, me doy ánimos al preguntarme qué
pasaría si el cliché fuera un promontorio desde el cual se pudiera saltar hacia un horizonte de imágenes y, también, qué pasaría si esas imágenes en constante movimiento lograran redistribuir
lo sensible: los cuerpos, las voces, y los rostros: entonces, respondo, el
cliché obliteraría su negatividad. Es una condescendiente puerta de salida. Lo
sé. Es algo así como un tragaluz en el último piso de una mansión abandonada.
Una ventana por la que puedes atisbar
pero que nunca
podrás abrir.
He
empezado con las confesiones indecorosas. Pero no me pesan. No deseo ser una
intelectual en el sentido clásico del término –ni en ninguno de los otros sentidos posibles. No es mi intención tomar espacios para decirle a
los demás cómo leer el país o la tradición literaria nacional. No tengo certezas. Mi aproximación a
los signos del mundo se engasta en una tradición puramente fenomenológica. Escribo por una simple
conjunción de coincidencias. En primer lugar, porque no tenía suficiente dinero
para seguir en la música.
Y, luego, porque
empezaron a llegar las señales.
La primera: descubrí
los lomos de los libros
de Nietzche y Dovstoievski en la biblioteca familiar. La segunda: tropecé con un profeta
alucinado que me mostró el camino.
El profeta
llegó a mediados del año 2000, justo con el cambio de siglo. Me encontró de vacaciones en la isla Margarita.
No recuerdo cómo se llamaba.
Era dos o tres años mayor
que yo. Decía
que era pintor. Me habló de la Escuela
de Artes de la Universidad Central
de Venezuela, en donde
estudiaba. Se sentaba frente a la piscina
por las noches
mientras tomaba sorbos
de una botella de jarabe de codeína. Nunca me enseñó ninguna
de sus obras pero escuchó
mis terribles poemas con indulgencia. Fue la primera
persona a la que escuché
hablar sobre la posibilidad de estudiar literatura. Una intervención providencial. Mis amigas estaban demasiado ocupadas
en conseguir el aval de sus padres para practicarse
una rinoplastia como para formular una recomendación tan atinada. Dos años
después, cuando llegué
a la Escuela de Letras
de la UCV, intenté
reencontrar a ese extraño
mensajero pero fue como si se lo hubiese tragado
la tierra, como si
solo hubiese existido en esas noches de conversaciones perdidas
en la oscuridad de un resort
de ambiente familiar.
Empecé a leer bajo la orientación de personas dedicadas al oficio; clasificando
los libros por periodos
históricos, tradiciones y géneros.
Conocí a otros muchachos jóvenes que escribían. Me invitaban
a leer en los recitales de la escuela y no perdía oportunidad de torturarlos
con mis terribles poemas. Recibí mi primer consejo literario del poeta José Delpino.
Recuerdo que me recomendó no rimar. Fue otra intervención providencial. Me acerqué
a los trabajos de Carlos
Ávila, Miguel Hidalgo Prince y Mario Morenza porque siempre me topaba
con ellos en los pasillos.
Mario me invitó a unirme al Apéndice
de Pablo. Tomábamos
DAYANA FRAILE
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cervezas
en los restaurantes chinos mientras
hablábamos de libros
y comíamos tallarines. Me sumergí en el ambiente de la literatura venezolana contemporánea,
una frontera porosa entre el verde de los árboles y las casas de cartón. Me
entregué a explorar el género narrativo. Llegaron los autores imprescindibles:
de la Parra, Madrid, De Stefano, Noguera,
Rodríguez. Esos que me permitieron conectar con la voz que resuena
en mi libro Granizo.
No sé si tengo
una poética personal. Pero una vez vi un performance
en el que pude rescatar un gesto que, quizás, me pertenece: la artista se cubre la cabeza
con una casa de muñecas de cartón. Las paredes blancas contienen delicados
detalles pintados en colores pasteles: una maceta con geranios, una cuerda para colgar ropa, una bicicleta. Buena parte del espectáculo consiste
en que la artista eleve las manos hasta
la fachada para concretar cambios
sutiles, así, cuando
sus dedos entreabren las ventanas, podemos
observar sus ojos y, cuando sus dedos
tiran de la puerta, podemos
atisbar su boca. Son transformaciones pasajeras, en cuestión de instantes sus dedos cierran
las ventanas y las puertas,
se pierden en los bolsillos de su delantal de ama de llaves y reaparecen
con una figura para fijar sobre
la pared. Un gato o un reloj.
Pero a los pocos segundos
estas figuras ceden su lugar a otras. Estos
movimientos generan la ilusión en el espectador de que los días están pasando en
la casa de muñecas. Creo que esa casa es la escritura. Una casa poblada
de figuras: concesiones hechas al lenguaje
para atrapar el sentido
con una red transparente. Entrar
en el sentido es entrar en la
imagen. El tiempo siempre me entrega
imágenes dispersas que se corresponden
unas con otras, imágenes que se acoplan
o fusionan para formar otras imágenes.
Debajo de la escritura está mi cuerpo,
el cuerpo de mis ideas,
pero también mi cuerpo físico. Muevo las imágenes y las que sobresalen modifican a
su manera a las que se encuentran en el fondo.
La operación es delicada y arroja resultados imprevisibles. La imagen más insignificante vale más que mil palabras
sin ningún resplandor.
Creo
que el mayor reto que afrontan los escritores en todo el mundo es la
repartición del tiempo:
el tiempo del que viven y el tiempo en el que escriben.
El mayor reto que afrontan
los escritores venezolanos es el de mantenerse vivos en
un territorio sacudido por la violencia
delictiva. Lo digo porque, al igual que
todos mis vecinos,
estuve a punto morir varias veces a los pies del glorioso Ávila. Sigo mi instinto. Estoy en
contra de aquello de tomarse la literatura demasiado en serio. Creo en el juego y el sentido
del humor. Siento cierto
pudor ante el exhibicionismo intelectual y la profundidad literaria que pontifica y no
se cuestiona, que no se burla de sí misma. Me atraen los claroscuros.
A
Paula la alcanzaría en la parada de autobuses. Su cabello ahora lo anudaba la
colita amarilla que le regalé cuando terminamos 4to Año. Me aseguró que siempre
la usaba en las tardes o para (actividades sin mucha trascendencia como) pasear
a su perra Carlota. Mis callos estaban cansados por la carrera y ya clamaban
cita con el Doctor Scholl.