ilustraciones de Hugo Baptista
Prontuario
El puño avanzó preciso,
a nivel, hasta estrellarse entre mis labios y el mentón. Percibí con exactitud
las formas de sus nudillos, minutos antes de perder la sensibilidad en la parte
golpeada. Mis huesos crujieron —puedo afirmar que los oí— mientras todo se
oscurecía dentro de la luz y comenzaba a girar hacia el infinito como una
cigarra.
Las cigarras no son rojas —dijo la mujer.
Tenía un tono seguro y suave.
Las cigarras no son rojas... rojas... las cigarras... la mujer es
una cigarra... huele bien...
No entendí. Sólo sabía que cantaban y al caer en mis manos
enmudecían.
El brazo-émbolo
vino de vuelta, implacable. Pieza aceitada de la gran máquina.
La pared se agrietó. El polvo y el humo del ariete hicieron borrosa
la figura del obrero, pero al despejarse pude apreciar los músculos tensos que
emergían del chaleco llevado sobre la piel desnuda.
—Tu abuelo era apuesto y siempre usaba chaleco de seda.
—Mi padre no lo usa —dije.
Y todo quedó en silencio. La abuela y yo parados en nuestros
pensamientos.
Mi cabeza giraba
sobre la nada. El resto del cuerpo desaparecía. Los otros dos cuerpos se
revolvieron en las sillas; nalgas dormidas. Estaban a horcajadas, con los
brazos apoyados en el espaldar y la cara en todo el centro de ellos, encima de
la conjunción de sus manos. El mozo de estoques a menudo adopta esa posición,
recostado a la barrera, con el reloj de la espera oteando la cornada que dejará
una cigarra roja sobre la arena.
Me acerco sigilosamente al árbol. El cuerpo brilla, las alas
irisadas recogen peces de sol. Ella se estremece al cantar. De pronto calla. Se
desplaza en puntillas con pasos cortos, cuidadosos, venciendo la rugosidad de
la superficie.
Me detengo sin perderla de vista, la miro tan fijamente que su
imagen parece desdoblarse.
Ella y yo, cuerda de la oración o del deseo, con la respiración
agazapada en el cuerpo.
Otro paso, aplastando el césped como a una colilla de tedio y al fin
el viaje fugaz de la mano hasta atraparla.
—Está detenido!
Los cuerpos me
rodearon. Hoscos y temerosos, sin hombres por dentro.
Me balanceé como
si estuviera encerrado en la cuenca de sus manos, simultáneamente sentí
encogerse los testículos y el aire que estaba dentro de mí se tornó helado.
Alguien hincó
con saña mi espalda, cerca de la cintura, y pude adivinar el círculo del cañón
que reposaba en la zona intercostal. El proyectil abriría una perfecta
circunferencia.
—A quemarropa —diría
el médico forense, rodeado de ametralladoras.
—Vamos —dijo
otro.
Y empujó hacia
el vehículo.
Con la mano
izquierda tomó el mentón y colocó mi cara en la posición más adecuada (el
carnicero tomaba el trozo de carne —pollo o res— lo situaba encima de la madera
y luego de calcular la trayectoria dejaba caer el hacha), el puño volvió hacia mis
ojos, agrandándose. Traté de esquivarlo pero el respaldo lo impidió.
En el cinematógrafo la silla es suave, con pelambre de animal
domesticado. Creo estar en el vacío. Al aire, sin dirección alguna a pesar de mi
esfuerzo. El hombre maniatado yace entre los rieles. La nuez se vuelve seca, atracada
en la garganta e impide la salida de la voz. Me debato con impotencia. Las
manos adheridas a los brazos del asiento. En la sala se escurren sonidos
nerviosos. La silla rechina cuando de espaldas me voy al vacío. La locomotora
avanza sobre mí con un pito insistente, enloquecedor.
—Dónde se reunía
Ud.?
—Con quiénes?
—Cuándo deben
verse?
—Quién tiene las
armas?
Zarpazos en la
luz y en la oscuridad. Luego, el tono suave, la voz meliflua.
—Habla. Te
conviene. Todo quedará entre nosotros.
—No seas tonto,
los demás cayeron y han dicho lo que sabían. Te complicaron.
Estaba preparado
para esto. Sin embargo, dentro del pecho avanzaron las sombras, oprimiendo,
dificultando la respiración. Las imágenes sin huellas, accionadas por una
manivela sin control.
La ansiedad de
sus rostros me devolvió la seguridad.
—Te
libertaremos!
—La libertad: acaso
el parque. O la calle sin horizonte. Posiblemente el caballo. Tal vez el niño
que corre en el campo.
—Qué era la
libertad?
Tener la mujer y
los hijos... el automóvil... Las monedas en el bolsillo bien cosido, sin
agujero alguno. Sería por ventura, la quietud que me invadía cuando ocupaba por
las tardes aquel sillón de piel en contacto con mis espaldas y levemente, por
la entrepierna, con los testículos.
Los autos se
volvían meteoritos. Arrancaban de lo oscuro y se perdían en la noche.
Apreté los
dientes.
—Señores, no recuerdo nada.
Encogí los hombros. Bajé la vista. Garabateé sobre el papel que
tenía delante (julio 18, los trazos de un sello).
—Puede irse —dijo el presidente.
El alumno se levantó y caminó hacia la salida.
—Cero.
—Tres.
—Uno.
—Pase Ud. señorita.
La silla arañó
el piso. Se produjo ruido al levantarse uno de los cuerpos. Hundió las manos en
los bolsillos laterales del pantalón y agarró, a través del forro, las puntas
de la camisa. Contrajo el vientre y haló con firmeza. La misma operación hacia
la parte posterior. La camisa perdió arrugas. Se paseó midiendo las distancias.
—Estropeas mi carrera en el partido al seguir a esos locos.
Ambiciosos sin perspectiva. —Miró fijamente. Impaciente pero contenido—. He luchado
treinta años (la yugular tensa, la voz enronquecida) y la experiencia me
enseñó, que «el poder no es sino de quienes logran imponerse a las falacias de
las consignas».
No lo oía. Recordé la inexperiencia del joven negro que no supo
inclinarse ante la ráfaga.
En él quedó firme la mirada; y luego de aquél venido de otras
ciudades, dando saltos agónicos —sin experiencia alguna— como pájaro enfermo.
No podía oírle. Había descubierto que mi padre era un farsante.
—Te ordeno que hoy mismo participes la decisión de abandonarles.
Quedé anonadado. Le clavé los ojos con lástima. Había perdido al
padre. Esa noche leía una obra que se titula «Carta a mi Padre» y quedé
perplejo; pude escribir aquel libro.
Dirigí la mirada
hacia un extremo de la sala, tras la pantalla que me cegaba. Observé
difusamente unas piernas femeninas, la sombra de una maquinilla de escribir y
un rostro terso, inmóvil e indiferente.
Los pies unidos
y las rodillas apenas separadas.
La secretaria tomó asiento y comenzó a revolver papeles. Desde mi
escritorio percibí su figura. La miré disimuladamente, conturbado. La mujer
tenía un nombre de cuatro letras —Eddi—. Las vocales oprimiendo las
consonantes. La amaba antes de conocer el timbre de su voz, me gustaba la piel
de sus brazos.
—Qué harías si decidiera casarme?
Quedé con la vista perdida en el techo, oí nuestra respiración. Bajé
los ojos y reconocí su vientre, el seno aplanado, la sombra del vello sobre su
pubis, las piernas con la misma piel de los brazos. Giré sobre mí. Ella hizo
otro tanto. La cabeza descansó encima de mi brazo desnudo y una de sus piernas
penetró entre las mías.
Mi sexo estaba húmedo
—Qué harías si decidiera casarme?
Me incorporé y la besé.
El puño se
retiró a las sombras. Otro vino de ellas y se interpuso parcialmente entre los
haces de luz y yo. Comenzó a golpearme mientras decía frases obscenas. Se
iniciaba la jornada definitiva, sin misericordia, como aquel gran monstruo
mecánico que remachaba los pilotes. La sangre se iba por todas las partes del
cuerpo. Eran seis, ocho o diez aspas repartidas en mi humanidad.
Las gradas del circo estaban plenas. El griterío desapareció al
apagarse las luces. El rayo de un reflector se metió en la parte más alta de la
carpa, y de la penumbra surgieron las líneas simples del trapecio e
inmediatamente el círculo de luz bajó a la arena.
—Señoooooras y señooooores —sombrero de copa, levita, altas botas y
pronunciación afectada.
—Silencio!
—Con ustedes... Mike y sus leones.
El haz recayó en la estrecha puerta de la entrada. Cada uno fue
recibido en el área luminosa, hasta cuando todos estuvieron dentro de la jaula.
Mike subió al trípode y los leones lo rodearon, cada uno de ellos con las
fauces abiertas y la garra extendida. Mike hacía prodigios de equilibrio. Hubo
rugidos de admiración y todos los leones aplaudieron.
La figura se
hacía borrosa, dio la sensación de que se empequeñecía y revoloteaba con furia
dándose topes con la bombilla al igual que una cigarra, y fue entonces cuando
me percaté de que la mujer estaba equivocada.
Sábado, junio 26
Atravieso el largo de
la calle. Mis pasos seguros desde el talón a la punta de los pies. Balanceo el
cuerpo. Siento la piel fresca. Ligeramente fría con el aire que sopla. Las
luces de neón se han encendido. El tránsito es abundante. De vez en cuando, una
corneta impone su voz por encima de los diversos ruidos que una ciudad posee a
las 7 p.m. Debo tener cara satisfecha. Las manos en los bolsillos del pantalón,
aprisionando objetos: las llaves, las monedas, palpo el borde estriado, las
cuento, las dejo caer, las retorno y continúo el juego. Pasan dos mujeres que
podrían ser bellas en esta hora en que ya no tengo oficina, ni jefe, ni
compañeros.
—Buenos días, Sr. González.
—Buenos días.
—Tiene Ud. lista la comunicación sobre pedidos?
—Sí. Tómela y tramítala. Ya el jefe ha preguntado por ella.
Estoy libre. Soy el hombre más osado de la Tierra, olvidado
totalmente de aquel apartamento (muebles, radio, televisión, camas, pantuflas,
esposa y hasta una jaula vacía, sin prisionero).
Otra dama avanza en dirección contraria. La oteo y yergo la figura,
la miro con seguridad, si se quiere con aire de conquista. Hoy podría ser
cualquiera de los personajes que admiro. En los que me doblo o desdoblo cuando
reposo, manejo el automóvil o asisto a las ruedas semanales de la oficina. El
jefe plantea estériles problemas administrativos: «La perfección, la
eficiencia, la dictadura».
No sé realmente si la dama es hermosa, trato de encontrarla más allá
de su físico. Quizás podría ser el final. Y no verme nuevamente solo entre la
niebla mientras las luces se vuelven mortecinas. Entrecierro los párpados
cuando la mujer pasa. Los tacones golpean el piso. El sonido va al fondo del
cerebro y luego se pierde para devolverme el aire seguro de un hombre, que
camina por la ciudad en busca de una explicación.
Me detengo en el cruce de la calle donde los autos pasan conducidos
por manos seguras, con pasajeros y sin ellos, pero todos hacia un compromiso o
una obligación. Los rostros y las luces de los faros pasan fugaces, en una
cinta cinematográfica exhibida a una velocidad inconveniente. Me parece verlos
en tensión, al contrario de mí. Estoy relajado en todo el cuerpo e
interiormente con una euforia inquieta, llena de imprevisibles. Es el sábado,
distinto al lunes y a otro día cualquiera:
6 a.m. Reloj
despertador.
7 a.m. Rostro
cortado y desayuno.
8 a.m. Buenos
días... buenos días... buenos días...
12 a.m. Sol, gente y hambre-mareo.
2 p.m. Buenas
tardes... buenas tardes... buenas tardes...
—El doctor desea que pase a su despacho, Sr. González.
—La eficiencia —el plazo de la tarea —la factura pendiente —vigile
la hora de llegada de la secretaria —las hojas azules... azules... azules... a
las 2,30; 2,35; 3 p.m... El hombre colgado del péndulo, listo al abordaje entre
el humo y las relumbrantes espadas.
—Sr. González... Sr. González...
5,30 p.m.; molido, sin cerebro, sonámbulo por las calles... Continúo
detenido en el cruce. En los bolsillos encuentro la diminuta rueda de un
juguete de mi hijo; entre los dedos siento los relieves del pequeño neumático.
La libertad se encoge, me llena de arrepentimiento y de frustración. Doy
vuelta, y frente a mí una vidriera donde se exhiben animales de diversa índole;
peces, perros, monos, pequeños saurios, etc. Todos en un mundo de encierro,
todos limitados. Atravieso la calzada y caigo en una mesa del café más próximo.
—A su orden, señor.
—Cerveza y cigarrillos, por favor.
Y el tiempo pasa. Pasa simplemente.